Charles Baudelaire - Los Paraísos Artificiales

by - agosto 02, 2022


Cierta anécdota refiere que, hallándose en compañía de unos consumidores de hachís, Baudelaire escuchó decir al músico Auguste Barbereau: “No comprendo por qué el hombre se sirve de medios artificiales para llegar a la beatitud poética (…). Los grandes poetas, los filósofos, los profetas son seres que por el puro y libre ejercicio de la voluntad alcanzan un estado donde son a la vez causa y efecto, sujeto y objeto, magnetizador y sonámbulo”.

Baudelaire compartía dicha observación y, por ello, en los dos ensayos que componen Los paraísos artificiales (1860), muy a pesar de lo que cabría suponer de un poète maudit, analiza los “efectos misteriosos” del hachís y el opio, pero, asimismo, expone los “inevitables castigos” que se desprenden de su uso y la inmoralidad implicada en la “persecución de ese falso ideal”.

Por supuesto, en su estudio no hay lugar para los casos de quienes buscan en las drogas una voluptuosidad rápida y grosera. Esa relación completamente material con el placer que él califica de “locura ruidosa”- se halla en las antípodas de su interés. En cambio, le inquieta la experiencia de los individuos que consumen por impulso artístico, cifrando en este acto la asunción de una determinada gracia.

Baudelaire llama l'Idéal artificiel justamente al impulso que ha llevado a muchos artistas a buscar en el licor, los alucinógenos o los fármacos, los medios para librarse de su “habitáculo de fango”. Un anhelo acuciante si se piensa en toda la turbulencia del progreso material, en lo insoportable que suele presentarse la vida y, por supuesto, en esa proclividad casi congénita que, en palabras de Gautier, “arrastra a todo Occidente” hacia el vicio.

Los planteamientos de Baudelaire siguen siempre este contraste entre lo artificial y lo dado. Así, refiriéndose al hachís, señala que la individualidad permanece activa bajo sus efectos, pero esta se eleva a raíz de la rapidez e intensidad de las visiones; se multiplica como si se la pusiera frente a un espejo que progresivamente transforma la imagen real en una divinidad.

Con una prosa marcadamente poética, Baudelaire traza las fases de esa transfiguración: la hilaridad, ese estado ridículo y distorsionado; la vivacidad, con su amplia lucidez de sentidos y; finalmente, la aparición de aquel estado que los orientales denominan kief, esto es, la calma, el sosiego, aquella disolución de los vínculos entre materia y espíritu de la que hablara también Gautier-.

En su ensayo sobre el opio, Baudelaire reproduce este tratamiento. En él, mientras traduce y comenta las Confesiones de Thomas de Quincey, señala que el encanto del opio radica en su poder para aplacar lo agitado, para espiritualizar las experiencias por medio de una contemplación que se ve favorecida por la soledad y el silencio.

El opio produce una revelación total de lo vivido: la niñez, la enfermedad, el sueño. “Todo el inmenso y complicado palimpsesto de la memoria se despliega de una sola vez, con todas sus capas superpuestas de sentimientos difuntos, misteriosamente embalsamados en lo que llamamos olvido”. Una idealización todavía más increíble debido a la forma en la que esta planta perturba la noción del tiempo.

Sobre todos estos dones se cierne lo condenable y, por eso, aunque Baudelaire se embelesa con su descripción, concluye alertando acerca de los “temibles encantamientos”. Se trata de algo semejante a lo que hizo en La habitación doble, poema en el que, apropiándose también de la idea de contracara, afirma que la piedad del láudano es “fecunda en caricias y traiciones”.

Por este motivo, al final de cada ensayo, Baudelaire enumera sus invectivas. En el caso del hachís, muestra cómo enturbia el equilibrio entre el cuerpo y el goce, cómo estimula la refracción de la moral y, sobre todo, cómo engaña al artista convenciéndolo de que le desvela secretos que no llegaría a conocer de otra manera. La increpación allí es particularmente aguda, porque Baudelaire no olvida que toda voluntad creadora se extingue cuando el artista ya “no es capaz de pensar sin el veneno”.

El libro enarbola, así mismo, acusaciones contra el opio, incluso, en los casos en que este pretende usarse con fines curativos. Por ello, tras enlistar los daños fisiológicos que trae el consumo, advierte sobre aquella lobreguez que entorpece la acción y hace notar que tras las yuxtaposiciones que desencadena el opio se esconde una terrible fantasmagoría: los designios de la Mater Lachrymarum, la Mater Suspiriorum y la Mater Tenebrarum.

En un escrito anterior, titulado Del vino y el hachís, Baudelaire contrapuso el vino a esos reductos a través de los cuales el hombre pretende crear sus propios paraísos. El licor se le antoja a Baudelaire más humano, más cercano al individuo en sus virtudes y crímenes; tan poético como las drogas, pero menos excesivo; siempre consolador, fructífero y social: un acicate para el pueblo que trabaja y merece beberlo.

Los paraísos artificiales exhibe, pues, un claroscuro. Como ocurre en su poesía, hay aquí un Baudelaire que disfruta acercándose al abismo, tentándose a sí mismo, reconociendo el extravío, dibujando una a una las imágenes que suelen verse en los teatros de Seraphin, tan próximas a las alucinaciones del opio; pero, después, como si despertase de un rapto, de un sueño incongruente, da un salto enérgico hacia atrás y se horroriza ante el espíritu pérfido que habita en todo aquello.

BAUDELAIRE, C. (2013) Los paraísos artificiales. Madrid: Valdemar.
TENIERS, D. (1640) Smokers in a Tavern.

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