Iván Bunin - Días Malditos

by - septiembre 11, 2020


En abril de 1919 Iván Bunin calificó la revolución rusa de “locura colectiva”. Semanas después, ratificó esta idea, señalando que el comunismo solo promovía en los hombres su enfurecimiento y, asimismo, que 1917 no constituiría jamás para los rusos algo diferente a la fecha en la que inició su “penosa enfermedad”.

Estas alusiones permiten inferir la dirección que sigue Días malditos (Un diario de la revolución), obra que reúne los textos escritos por Bunin en Moscú y Odessa entre enero de 1918 y junio de 1919, antes de que el autor partiera definitivamente al exilio.

Como se ve, el diario fue redactado en medio de la guerra civil desatada en Rusia desde finales de 1917 –cuando los bolcheviques alcanzaron el poder- hasta mediados de 1923 –fecha en que se estableció definitivamente el régimen soviético-. Precisamente por su época y la fuerza de sus ideas, el libro establece un referente para la crítica de este régimen que luego alimentarían otros autores como Ajmátova, Solzhenitsyn, Grossman y Brodsky.

En Días Malditos se movilizan varias fuentes: las transcripciones de noticias, las conversaciones, los rumores de ayuda internacional, las reflexiones históricas, los chismes callejeros, las descripciones del paisaje –remanente último de la belleza rusa-, y, por supuesto, las diatribas de Bunin frente a la revolución que, con seguridad, le hubiesen costado la vida de haber salido de la clandestinidad.

Es verdad que, en algunos pasajes del diario, Bunin aprueba puntos del discurso revolucionario; además, él mismo asegura haber previsto lo que acontecería en poemas escritos antes de 1917 –“murió el amo, la casa está en ruinas”-. Sin embargo, su posición es radicalmente antirrevolucionaria y, en consecuencia, con igual vigor ataca las causas de la revolución y las consecuencias inmediatas que se desprendieron de ella.

En relación con los fundamentos, Bunin denuncia la falsa noción de pueblo que esgrimían los revolucionarios. Los campesinos y obreros no hicieron la revolución; fueron, la “carne de cañón” que usaron los ideólogos para movilizar sus intereses. El pueblo fue calumniado, se instigó su ánimo con la idea de un cambio de posición, sin saber que, en todo caso, quienes ocuparían los puestos de señores eran los dirigentes. Por ello señala Bunin: “De no haber sido por la desgracia que padecía el pueblo, miles de intelectuales hubiesen sido los hombres más desdichados de la tierra”.

Frecuentemente Bunin condena el afán de apropiación de los revolucionarios; ellos actuaron como salteadores de la “colosal herencia rusa” y, contrariando su ideario, excluyeron desde el principio a una gran parte del pueblo ruso: no solo a aquellos en quienes no brotó la insurrección o no pudieron comportarse con la misma perfidia, sino a todos los hombres que estuvieron en el blanco de la revolución por su origen, credo o condición.

Si la revolución tomó fuerza, según Bunin, es porque apeló a un atavismo que liga a los rusos a conductas forajidas. Distintas palabras se usan para describir esa condición: angustia, imbecilidad, displicencia, tedio, languidez, etcétera; y la conclusión extraída en cada caso es que fue precisamente sobre esa naturaleza en donde se afincó la confusión a la que se abocaron los rusos y la violencia que los condujo contra toda tradición para arrasarla.

Con todo, donde se muestra especialmente mordaz Bunin es en el reproche de los efectos generados por la revolución. Por una parte, la exacerbación de los discursos: esa incitación constante al fanatismo, la muerte o las conjuras; pero, además, las falsas acusaciones a nobles y ciudadanos; y la justificación sistemática en la prensa de los excesos que mantenían el orden y progreso de la revolución.

Por supuesto, buena parte de Días Malditos ofrece un inventario desolador de acciones perpetradas por los revolucionarios: golpizas, expropiaciones, desalojos, venganzas, fusilamientos, profanaciones, atentados contra religiosos, pogromos, botines, violaciones, robos, desapariciones, restricciones de recursos básicos, entre otros.

Todo ello, en opinión de Bunin, hizo parte de un programa cuyo propósito radicó en la pérdida completa de la sensibilidad. Los revolucionarios estaban persuadidos de que el contacto permanente con esas acciones, sumado a la impunidad en que estas permanecían, el miedo generalizado, la indefensión y el hambre, terminarían rebasando los límites de la imaginación, esto es, naturalizando todos los excesos y, por lo tanto, haciendo dóciles a los rusos, al tiempo que susceptibles de protagonizar ellos mismos la liberación total de dioses y conciencia.

Una atención especial recibe de Bunin el tema del arte. Con dureza ataca el servilismo en que se sumieron los artistas por efecto de la presión política o el llano oportunismo. Bunin no tolera ningún tratamiento ideologizado del arte –el teatro y las letras, especialmente-; de allí que se burle de forma persistente de la falta de creatividad, las falencias lingüísticas, la enajenación y la hipocresía de escritores como Blok, Gorki, Andréiev o Esenin.

En una página temprana de su diario, Bunin se pregunta: ¿quién conoce a los rusos? Y ese interrogante va madurando en sus reflexiones hacia el pesimismo: en realidad nadie los conoce. Son a la vez un pueblo bárbaro y noble, capaz del mayor refinamiento y la crueldad más vil. El episodio de la revolución está hecho de algo que conjuga perfectamente esa doble dirección, la ambición: aquello que conduce hacia la trascendencia, pero, también, el pretexto ideal para mancillar el propio nombre.

BUNIN, I. (2007) Días malditos. Barcelona: Acantilado.
VLADIMIROV, I. (1918) On a Petrograd Street.

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