En abril de 1919 Iván Bunin
calificó la revolución rusa de “locura colectiva”. Semanas después, ratificó
esta idea, señalando que el comunismo solo promovía en los hombres su enfurecimiento
y, asimismo, que 1917 no constituiría jamás para los rusos algo diferente a la
fecha en la que inició su “penosa enfermedad”.
Estas alusiones permiten
inferir la dirección que sigue Días malditos
(Un diario de la revolución), obra
que reúne los textos escritos por Bunin en Moscú y Odessa entre enero de 1918 y
junio de 1919, antes de que el autor partiera definitivamente al exilio.
Como se ve, el diario
fue redactado en medio de la guerra civil desatada en Rusia desde finales de
1917 –cuando los bolcheviques alcanzaron el poder- hasta mediados de 1923
–fecha en que se estableció definitivamente el régimen soviético-. Precisamente
por su época y la fuerza de sus ideas, el libro establece un referente para la
crítica de este régimen que luego alimentarían otros autores como Ajmátova, Solzhenitsyn,
Grossman y Brodsky.
En Días Malditos se movilizan varias fuentes: las transcripciones de
noticias, las conversaciones, los rumores de ayuda internacional,
las reflexiones históricas, los chismes callejeros, las descripciones del
paisaje –remanente último de la belleza rusa-, y, por supuesto, las diatribas de Bunin frente a la revolución que, con seguridad, le hubiesen costado la vida de haber salido de la clandestinidad.
Es verdad que, en algunos
pasajes del diario, Bunin aprueba puntos del discurso revolucionario; además,
él mismo asegura haber previsto lo que acontecería en poemas escritos antes de
1917 –“murió el amo, la casa está en ruinas”-. Sin embargo, su posición es
radicalmente antirrevolucionaria y, en consecuencia, con igual vigor ataca las
causas de la revolución y las consecuencias inmediatas que se desprendieron de
ella.
En relación con los
fundamentos, Bunin denuncia la falsa noción de pueblo que esgrimían los revolucionarios. Los campesinos y obreros
no hicieron la revolución; fueron, la “carne de cañón” que usaron los ideólogos
para movilizar sus intereses. El pueblo fue calumniado, se instigó su ánimo con
la idea de un cambio de posición, sin saber que, en todo caso, quienes
ocuparían los puestos de señores eran los dirigentes. Por ello señala Bunin: “De
no haber sido por la desgracia que padecía el pueblo, miles de intelectuales
hubiesen sido los hombres más desdichados de la tierra”.
Frecuentemente Bunin condena
el afán de apropiación de los revolucionarios; ellos actuaron como salteadores
de la “colosal herencia rusa” y, contrariando su ideario, excluyeron desde el
principio a una gran parte del pueblo ruso: no solo a aquellos en quienes no
brotó la insurrección o no pudieron comportarse con la misma perfidia, sino a
todos los hombres que estuvieron en el blanco de la revolución por su origen,
credo o condición.
Si la revolución tomó
fuerza, según Bunin, es porque apeló a un atavismo que liga a los rusos a conductas
forajidas. Distintas palabras se usan para describir esa condición: angustia,
imbecilidad, displicencia, tedio, languidez, etcétera; y la
conclusión extraída en cada caso es que fue precisamente sobre esa naturaleza en donde se afincó la confusión a la que se abocaron los rusos y
la violencia que los condujo contra toda tradición para arrasarla.
Con todo, donde se
muestra especialmente mordaz Bunin es en el reproche de los efectos generados
por la revolución. Por una parte, la exacerbación de los discursos: esa
incitación constante al fanatismo, la muerte o las conjuras; pero, además, las
falsas acusaciones a nobles y ciudadanos; y la justificación sistemática en la prensa
de los excesos que mantenían el orden y progreso de la revolución.
Por supuesto, buena
parte de Días Malditos ofrece un
inventario desolador de acciones perpetradas por los revolucionarios: golpizas,
expropiaciones, desalojos, venganzas, fusilamientos,
profanaciones, atentados contra religiosos, pogromos, botines, violaciones,
robos, desapariciones, restricciones de recursos básicos, entre otros.
Todo ello, en opinión de
Bunin, hizo parte de un programa cuyo propósito radicó en la pérdida completa
de la sensibilidad. Los revolucionarios estaban persuadidos de que el contacto
permanente con esas acciones, sumado a la impunidad en que estas permanecían,
el miedo generalizado, la indefensión y el hambre, terminarían rebasando los
límites de la imaginación, esto es, naturalizando todos los excesos y, por lo
tanto, haciendo dóciles a los rusos, al tiempo que susceptibles de protagonizar
ellos mismos la liberación total de dioses y conciencia.
Una atención especial
recibe de Bunin el tema del arte. Con dureza ataca el servilismo en que se
sumieron los artistas por efecto de la presión política o el llano oportunismo.
Bunin no tolera ningún tratamiento ideologizado del arte –el teatro y las
letras, especialmente-; de allí que se burle de forma persistente de la falta
de creatividad, las falencias lingüísticas, la enajenación y la hipocresía de escritores
como Blok, Gorki, Andréiev o Esenin.
En una página temprana
de su diario, Bunin se pregunta: ¿quién conoce a los rusos? Y ese interrogante
va madurando en sus reflexiones hacia el pesimismo: en realidad nadie los
conoce. Son a la vez un pueblo bárbaro y noble, capaz del mayor refinamiento y
la crueldad más vil. El episodio de la revolución está hecho de algo que
conjuga perfectamente esa doble dirección, la ambición: aquello que conduce hacia la trascendencia, pero, también,
el pretexto ideal para mancillar el propio nombre.
BUNIN, I. (2007) Días malditos. Barcelona: Acantilado.
VLADIMIROV, I. (1918) On a Petrograd Street.
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