facebook twitter instagram goodreads

La Pasión Inútil

Timeo Hominem Unius Libri

  • Inicio
  • Autor
  • Ficción
    • Novela
    • Cuento
    • Teatro
    • Poesía
  • No ficción
    • Ensayo
    • Filosofía
    • Biografía
    • Mitografía

Diez años le tomó a Odiseas Elitis la redacción de este libro que ratificó su nombre dentro del conjunto de poetas griegos más relevantes del siglo XX –Gatsos, Karyotakis, Ritsos, Sikelianós, Seferis, Kaváfis– y abrió las puertas hacia una literatura en la que palpita con renovada fuerza toda la grandeza del mundo heleno.

Ciertamente, Dignum est (1958) puede recorrerse como un poemario cuyos textos consienten la lectura independiente; sin embargo, el libro fue concebido para leerse en orden, a modo de relato épico, pues sus partes –Génesis, Pasión y Gloria– exaltan la nobleza del pueblo griego, encarnado en la figura del propio Elitis –a la vez poeta y personaje–, en lo que respecta a su origen, heroicidad y destino.

Los poemas que conforman la primera parte del libro poseen el tono de los mitos antropogónicos y, en efecto, recuperan el nacimiento y la niñez de Elitis con su completo panorama de revelaciones. La voz poética expresa allí la aparición en el mundo como aquel irrumpir que trae la promesa de lo nuevo. En consecuencia, es evocado un espacio primordial, puro, dentro del cual se materializa la conexión del poeta con lo existente, mientras se genera la apertura hacia el conocimiento.

Este vínculo hombre-mundo lo enuncia Elitis de dos formas diferentes: por un lado, como certeza de vivir en una realidad orgánica que obliga a recibir y entregar el mundo a través del cuerpo; y, por otro, como confianza en la transtemporalidad que enlaza la vida actual con la precedente. Lo primero remite a una misión que se sabe escrita en las entrañas; lo segundo, a la creencia de haber nacido hace mucho tiempo y de llegar a ser, en todo momento, el que ya se era.

Con todo, en este mismo tramo del poemario, esa palabra que “desbroza el silencio y planta las semillas” arranca también desvelamientos más oscuros, por ejemplo, el de la moral como punto apenas transitorio de equilibrio, el de las tinieblas cernidas sobre la vida, el de la zozobra de quien rehúsa las raíces, o el del dolor ante los vacíos del mundo –la muerte, el crimen, la injusticia–.

El ánimo lóbrego se multiplica rigurosamente a lo largo de la segunda sección del libro. Sin duda, dicha parte es la más fértil, no solo debido a su amplitud, sino a la variedad de recursos que presenta: textos en prosa de orientación histórica, composiciones basadas en métrica libre y una serie de poemas cuyos hemistiquios están separados por una censura que les provee estructura especular.

El centro del apartado se halla en la experiencia de Elitis como soldado de las brigadas que defendieron a Grecia de la invasión italiana en 1940. Por ello, los poemas muestran un acusado contraste entre la intensidad de la guerra y los elementos que le hacen resistencia. Abundan las escenas bélicas, las imágenes de campesinos reclutados, los cuerpos agonizantes, el fragor de los enfrentamientos, el luto de las viudas, el clamor de las madres, el hambre opresiva, entre otros. Y sobre todos estos particulares, se alza el lamento mucho más sonoro por una tierra despojada históricamente por el Norte y Oriente.

Por supuesto, a semejante paisaje de hostilidad opone Elitis un heroísmo que se asienta, a veces, en la valentía del combatiente que asume la fatalidad de la guerra, y otras, en la labor del poeta, heredero de esa mítica lengua de Homero que le permite forjar la zona en que se preserva la memoria de su pueblo –“zarza que no se consume”–.

Es verdad que a este heroísmo lo visitan cada tanto las dudas y hasta los reclamos de hombres que exigen del poeta una rutina más sosegada, conforme con “tiestos y novias”; pero Elitis persiste en su deseo de alcanzar la virilidad que surge de cultivar la palabra, de convertirse en “poeta de nubes y olas”, de ser el “último hombre que dirá la primera palabra”. Así, muchos de sus versos invocan la soledad artística, ajena a amigos o partidarios y, apropiándose de connotaciones divinas, se produce el autoreconocimiento de Elitis como portavoz de valores que, por ahora, parecen solo ilusiones, islas.

El largo canto lanzado en Pasión desemboca, al final, en otra área de descubrimientos. En primer lugar, se transparenta la implicación de los contrarios –el estruendo y la calma, el polvo y el sol–; así mismo, se admite el padecimiento, aquel “crujido que recuerda que somos y existimos”–; y, por último, se asiente a esa especie de oxímoron que afirma la posibilidad de ruinas edificantes. Tal es así que, ya en esta parte, se levanta la visión de un futuro que, sin llegar a ocultarse lo terrible, reivindica la vida terrenal, en honor de la cual ha de declararse un undécimo mandamiento: “Será este mundo o no lo será ninguno”.

El apartado que cierra el poemario solo intensifica la exaltación de esta fuerza vindicativa. En él hay un claro horizonte escatológico, solo que, ahíto del coraje que Nietzsche llamó pesimismo de la fortaleza, el poeta anuncia un mundo que no debe temerse. De hecho, aquí es donde cobra mayor sentido el título del libro –Digno es–, pues, por turno, Elitis celebra y dignifica la portentosa naturaleza de Grecia –sus montañas, mares y árboles–, la virtud de la vida frugal y el mérito del hombre que se sacia en la simplicidad de las cosechas, los labios o la luz.

Por supuesto, en relación con lo mencionado antes, también el único poema que da forma a Gloria honra aquel sufrimiento que reconcilia, el valor de la pregunta no resuelta e, incluso, la contradicción insoslayable de nacer para morir. Y nunca ese homenaje se repliega o sublima en alguna instancia metafísica, sino que insiste a cada paso en la riqueza del mundo “pequeño y grande” de los hombres.

Como poemario articulado en función de una épica superior, Dignum est comunica una voz que repercute en la totalidad de lo que existe. Hay quien lo calificó de cantata, comparándolo con la música de Haydn o Bach. Acaso tenga razón en lo que concierne a sus motivos, tempos, melodías e intervalos; pero, no es menos cierto que se trata también y principalmente de una profunda expresión de gratitud –vere dignum et iustum est, aequum et salutare, nos Tibi semper et ubique gratias agere–, que acaso necesite desprenderse aún del gravoso lenguaje bizantino para ser enunciada mejor en la simpleza radical del griego: Το άξιον εστί, vale la pena (vivir).

ELITIS, O. (1983) Dignum est. Bogotá: Orbis.
MYTARAS, D. (S/F) Paysage avec sculpture.
Share
Tweet
Pin
Share
No comentarios

Se reúnen en Problemas fundamentales de la fenomenología las lecciones impartidas por Edmund Husserl en la Universidad de Gotinga durante el invierno de 1910-1911 y, como puede colegirse por el título, la obra remite a conceptos centrales de su filosofía –por ejemplo, cuerpo, actitud natural, reducción y empatía–, todos ellos enriquecidos con comentarios extraídos del Nachlass husserliano.

Lo que unifica estos conceptos es el proyecto que el propio autor definió en un apunte de la época: “Mi tema es la subjetividad, un tema cerrado puramente en sí e independiente. Mostrar que eso es posible, y cómo, es la tarea de la descripción del método de la reducción fenomenológica”.

Dicha formulación haría suponer la persistencia de dos cuestiones esencialmente modernas: por un lado, la concepción del yo como centro de referencia y, por otro, la imposibilidad de conocer la cosa en sí. Sin embargo, es claro que existe una distinctio phaenomenologica que le permite a Husserl apartarse tanto del solipsismo cartesiano como del fantasma del noúmeno para enfocarse, más bien, en las vivencias del sujeto y el modo en que estas se presentan corporal y conscientemente.

El planteamiento de este programa hace que Husserl se distancie de las doctrinas científicas y filosóficas que asumen la subjetividad en términos absolutos. De hecho, las lecciones intentan recuperar el mundo que está donado en y para el sujeto antes de cualquier teoría: “¿Cómo se me da el mundo, qué puedo decir de él inmediatamente, describiéndolo de modo general según se da como él mismo en la percepción y experiencia inmediatas?”.

De esta forma, la fenomenología no se interesa por conocer la naturaleza objetiva ni la esencia de la subjetividad, sino que querría explicar la existencia que ha sido puesta en la experiencia. Precisamente, lo que entiende Husserl por mundo es el plexo de existencia que se ofrece al individuo espaciotemporalmente y que, por tanto, incluye las vivencias actuales, pero, además, toda la urdimbre de la vida humana con sus recuerdos, intereses, frustraciones y sueños.

Como esta experiencia varía en cada sujeto, Husserl sostiene la infinitud de sus posibilidades y elude la metafísica limitándose al examen de aquella en tanto vivida. En otras palabras, propone un método que explora la relación psico-física que se da entre cuerpo y mente; así como la manera en que se producen las percepciones, sensaciones y voliciones; e, incluso, el lugar que ocupan aquellos segmentos inconscientes que no alcanzan a ser recogidos por la fenomenología –pero que, ciertamente, son asumidos por los estudios del psicoanálisis–.

La descripción del método ocupa la mayor parte de las lecciones. Para iniciar, Husserl advierte que la actitud natural en la que cotidianamente el hombre se desenvuelve es, por definición, el ámbito de la experiencia. No obstante, en dicho estado la conciencia se halla mecanizada y, por tanto, la experiencia no revela al sujeto aquellos elementos perceptivos sobre los cuales se está afincando, es decir, lo dado en tanto dado, el phainomenon qua phainomenon.

Debido a esto, la mirada fenomenológica invitaría a suspender ese yo que, a pesar de constituir el punto cero del sistema de coordenadas, parece ciego ante su propia experiencia. Esa suspensión comprometería dos movimientos: la epojé, que corresponde propiamente al paréntesis hecho sobre la actitud natural y, complementariamente, la reconducción de la experiencia hacia el plano de una conciencia fenoménica.

La suspensión de la actitud natural es, como se ve, el requerimiento para alcanzar esa otra actitud que revela la conciencia de lo vivido y la corporización de la experiencia. Justamente, esta es una idea que contradice la presunción de quienes juzgan que Husserl propone apenas una extensión del subjetivismo cartesiano. Para el filósofo alemán, el cuerpo es más que decisivo porque es el que determina el espacio-tiempo del yo –situándolo en una determinada orientación– y es por él que el sujeto tiene sensaciones localizadas.

Vale la pena señalar que, para Husserl, la reducción se efectúa no solo sobre lo percibido en el aparecer, sino también sobre lo retenido y rememorado. Por otra parte, su movimiento puede replicarse sin expiración, ya que la experiencia es inmanente al vínculo que existe entre el sujeto y el mundo. En otras palabras, mientras se mantenga esa relación la posibilidad de dirigirse hacia lo vivido para concienzarlo se encuentra abierta.

Hay un valor especial en las lecciones que estriba en el deseo de discutir las posibles objeciones a su perspectiva. Husserl no se muestra ajeno, por ejemplo, a la inquietud frente al grado de validez que adquiere la experiencia después de la reducción fenomenológica. Al respecto, se descubre el valor que alcanza lo pensado, lo percibido e intuido frente al espectro del conocimiento objetivo. En otros lugares, así mismo, dedica su atención al problema que surge al preguntarse por aquello que da unidad al conjunto de las reducciones realizadas; frente a esto, si bien Husserl no acepta la posibilidad de una corriente unitaria, sí defiende la idea de “individualidades enlazadas” que se movilizan en el horizonte del mundo.

El otro sector de interés que despliegan las lecciones corresponde al concepto de empatía, esto es, la manera en que un yo ajeno se presenta con sus vivencias propias a mi conciencia o, si se prefiere, cómo se dan al sujeto los apareceres y desviaciones de los otros. La exposición de este punto es ardua y, como se sabe, es uno de los puntos que más suele criticarse a Husserl, puesto que él establece aquí un límite infranqueable: el yo empatizante no podría vivir jamás la experiencia del otro, tal y como este la percibe en su propia conciencia; a lo sumo, tendría de ella una representación que a modo de analogon brindaría cierta imagen de lo que los otros viven.

Esta suerte de vínculo entre sujetos que, en cualquier caso, no dejarán de ser independientes, se traduce para muchos en un indicador de solipsismo, aunque lo cierto es que parece la consecuencia más natural dentro de una visión del mundo –como la husserliana– que trata de subrayar la experiencia corporizada en cada quien y, por supuesto, no invalida la fenomenología en su propósito de abrir las puertas hacia la descripción de ese mundo de vivencias que permanece casi siempre silenciado para nosotros mismos.

HUSSERL, E. (2020) Problemas fundamentales de la fenomenología. Madrid: Alianza Editorial.
POLLOCK, J. (1952) Convergence.
Share
Tweet
Pin
Share
No comentarios

Las Elegías de Teognis comprenden 1389 versos, agrupados tradicionalmente en dos secciones. La primera de ellas –hasta el verso 1230– posee un carácter gnómico, de manera que constituye la parte que se declamó con mayor frecuencia en el marco del banquete. La segunda, en cambio, ofrece un contenido homoerótico de interés menos formativo y más elogioso.

Como afirmara Nietzsche, Teognis es un “Jano bifronte al que el pasado le parece bello y el futuro abominable”. En efecto, su poesía opone la convicción de una superioridad aristocrática –que él defiende– a las corrientes democratizadoras que ganaron terreno en Grecia a partir del siglo VI a.e.c. Teognis es la voz de un mundo en desaparición, la añoranza de un protoorden que solo volverá a estar vigente si jóvenes como Cirno –a quien el poeta dedica sus versos–, se elevan moralmente y se apropian del código aristocrático que él mismo aprendió de los sabios de antaño.

Aquello que, según Teognis, empieza a triunfar sobre la Grecia arcaica no es, en sentido estricto, una ideología política, sino la multiplicidad de expresiones que asume la ὕβρις humana, esto es, la desmesura, la desobediencia, la impudicia, la inversión de jerarquías, el saqueo de bienes, la imposición de nuevas leyes, la desaparición del ἦθος primordial, la codicia plebeya, el desenfreno, la injusticia, etcétera.

Es un panorama de confusiones en el que toda identidad se trastoca. Por ello, Teognis estima imprescindible restablecer los límites dividiendo radicalmente la sociedad entre nobles –ἀγαϑοι– y plebeyos –κακοι–. Para él, solo los primeros son cultos y virtuosos, de suerte que entrañen la posibilidad de enseñar el bien. Los otros, son ignorantes y deshonestos, por lo que hay que desdeñarlos e, incluso, atacarlos amparándose en una justicia restituyente.

A lo largo de las Elegías se refuerza este juicio esencialmente negativo contra lo no aristocrático. Para Teognis hay una asociación directa entre ser plebeyo y deshonesto; la pobreza, en su opinión, “revela el hombre vil”, y hasta tal punto no puede hallarse en ella ningún valor, que el poeta sentencia: “Nunca está erguida la cabeza de un esclavo, sino siempre inclinada y tiene su cuello torcido”.

Teognis no considera que la maldad sea connatural a los plebeyos: esta es el resultado de trabar amistad con hombres insolentes que se entregan al engaño. En todo caso, sí despliega una fatalidad sobre el plebeyo, pues asegura que es más fácil que un hombre bueno se torne malo que uno malo devenga bueno. Es un movimiento que Teognis justifica con la dificultad de inculcar sentimientos nobles o de enseñar la ἀρετή, pero que, en el fondo, esconde el deseo de tapiar las ventanas por las que un advenedizo asomaría a las prerrogativas de la aristocracia.

Las Elegías, así mismo, vinculan a los dioses dentro de esta discusión. Para Teognis, ningún hombre es completamente culpable de su ruina o prosperidad, son los dioses los dispensadores de ambas. En este sentido, a nadie le resulta bien cuanto desea, así como tampoco le es dado controlar por entero las consecuencias de sus actos. La balanza de Zeus se inclina unas veces hacia un lado y otras en dirección opuesta, de manera que “nadie es rico ni pobre, ni bueno ni malo, sin la ayuda de la divinidad”, de cuyo dominio es imposible sustraerse.

Pues bien, esta certidumbre, aunada al derrumbe de un mundo hasta entonces claro, lleva a que, en muchos de sus versos, Teognis increpe a Zeus con distintas preguntas: ¿cómo el soberano de todo tolera el mismo destino para nobles y plebeyos?, ¿cuál es el camino para agradar a los dioses si no lo es el respeto de los viejos valores?, ¿cómo, después de testimoniar una injusticia, podría verse aún con respeto a los dioses que la permitieron?

Muchas líneas de las Elegías llevan esta recriminación a niveles intensos, pero, ese ánimo se atempera cuando Teognis reconoce que ni siquiera los dioses agradan a los hombres por igual y que saber lo que alberga en su interior cada uno es ya, para ellos, una gran calamidad. Por ende, en un giro brillantísimo, Teognis descubre que ha de rogarse a los dioses no por riqueza o virtud, sino por la buena suerte –Τύχη– que haría converger positivamente todo. Hay aquí un reconocimiento del azar y, por ende, una entrega trágica a él, un precipitarse hacia lo incontrolable, deseando solo “ser afortunado y amado por los dioses”.

Claramente, tratándose de un texto gnómico, esta línea religiosa no resultaría suficiente si no se le sumase una filosofía práctica. Así, Teognis enseña a Cirno, por ejemplo, que, más allá de que la aristocracia esté privada de su riqueza y, en consecuencia, de su liberalidad, la posesión de bienes es ocasionalmente motivo de locura o ruina; Zeus también envía abundancia para atormentar a los hombres, y quienes son conocidos únicamente por su hacienda tienen un valor apenas relativo.

Como en su época la riqueza empezaba a estar en manos de las clases ascendentes, Teognis se repliega en la defensa de la virtud como rasgo por excelencia de la aristocracia. “No cambiaremos dinero por virtud”, aclara Teognis, y existen muchos versos dedicados a exaltar cómo se gobierna con valentía la desgracia producida por otros hombres o dioses. Esa virtud es, primero, la prueba de que se es el mejor, pues la gloria surge de las empresas difíciles; y, segundo, un valor heroíco: “Lo que está destinado sufrir, en modo alguno temo sufrirlo”.

La virtud aristocrática es propuesta por Teognis como moderación, equidistancia frente a los excesos: in medio stat virtus. Constituye, por esta razón, un antecedente del término medio aristotélico que, sin duda, tomó el poeta de Quilón: Μηδέν άγαν –“nada en demasía”–. Lo interesante es que, como parte de una filosofía del porvenir, o sea, como lance que quiere recuperar valores del pasado, la virtud de Teognis quiere medirse frente a lo que vendrá: será baluarte si se restablece el dominio aristocrático o, al menos, consolación frente al dolor, en el caso contrario.

Aunque las Elegías apelen un par de ocasiones a la esperanza, en general delinean una perspectiva sombría. No debe olvidarse que también en ellas comunicó Teognis la sabiduría de Sileno –v. 425– y que los hombres nobles, según decía, ya entonces cabían en una sola nave. Pese a todo, por esa defensa de la vida anterior a la democracia, de los mitos de los que extrajeron sus jerarquías los griegos, de las diferencias que hay entre un hombre y el otro, pareciera haber aquí algo de eso que Nietzsche llamó pesimismo de la fortaleza: la honradez que no se rinde ante el vacío, sino que es capaz aún de gritar con valentía: “Insensatos y necios los hombres que lloran a los muertos y no a la flor de la juventud que se marchita”.

TEOGNIS (2010) Elegías. Madrid: Cátedra.
GODWARD, J. W. (1898) Eighty and Eighteen.
Share
Tweet
Pin
Share
No comentarios

La censura que prohibió por más de treinta años en Inglaterra la publicación de El amante de Lady Chatterley (1928) resulta, por lo menos, sorprendente si se considera que no hay en esta novela un lenguaje que pudiera parecer particularmente escandoloso a una sociedad que tenía desde dos siglos atrás un antecedente como Fanny Hill, obra que constituye el verdadero epítome de la obscenidad en el marco de las letras inglesas.

Pareciera, por tanto, que la clave para entender la prohibición descansara, más que en la exacerbación de lo sexual, en el modo en que Lawrence, valiéndose de ella, ataca dos discursos que Inglaterra viene defendiendo a ultranza desde hace tiempo, a saber: la industrialización y el racionalismo. La crítica sería rigurosamente puntual: fiat veritas, pereat vita, todo impulso vital, todo llamado a la vida –como el sexual– sucumbe ante el rampante empuje del utilitarismo.

En otras palabras, lo que condenaron los autores de la censura no fue, en realidad, el revuelo moral que pudiese traer la novela, sino la reprobación ideológica y política que esta moviliza. Leída desde esta perspectiva, ciertamente la novela establece tres blancos de juicio: la guerra que incapacita al hombre para hacer aquello que por naturaleza haría, el progreso que quiebra el ritmo y color del paisaje y, por último, el dinero que cultiva el valor de la superficialidad. A todas estas críticas subyace la misma reivindicación de la naturaleza que Lawrence sitúa en el terreno de lo sexual y cuya dificultad lo lleva a decir ya en la primera línea de la novela: “Nuestra época es fundamentalmente trágica”.

Podrían hallarse dos referentes de la ideología enjuiciada por Lawrence en sir Clifford Chatterley y en el proceso de industrialización de las Midlands inglesas. El primero es un personaje meditabundo, mezcla de aristócrata y burgués que, desde la presunción de su rol, no cree en la igualdad humana; además, debido a la paraplejia que le produjo una herida de guerra, ha mudado toda su anterior jovialidad por la simple proyección intelectual de la escritura y de sus investigaciones sobre minería, radio o maquinarias.

Dicha racionalidad es la base de su comprensión del mundo. Para Clifford, el matrimonio evita la vulgarización de las emociones, pues la costumbre que le es inherente pesa más que las excitaciones que caracterizan la vida de los solteros. Por supuesto, sería inexacto afirmar que Clifford es intransigente al respecto; es solo que, estando imposibilitado para una sexualidad normal, apela recurrentemente a la tesis, según la cual, la base del matrimonio es un plan superior e integral que no requiere para sostenerse del drama de lo sexual que, para él, no es otra cosa que un intercambio transitorio de sensaciones.

El otro sentido desde el que Lawrence explora la disolución de lo natural radica en la mecanización del paisaje. Clifford vive con su esposa en una región –las Midlands– cuya soledad ha sido rota por el ruido de las máquinas, que ha abandonado su ritmo para entregarse al afán operativo y que ya no sabe de mudanzas, sino de la falsa persistencia del metal y el plástico.

Esa nueva raza de hombres que crece en las Midlands está completamente muerta para la espontaneidad y reproduce el discurso impersonal de la industrialización que se asentó sobre la Inglaterra rural. Esta imagen es justamente la que se le revela a Constance Chatterley en sus paseos por el campo: la inevitable pérdida de lo orgánico, la humanidad arrebatada a quienes ahora tienen cuerpos de hojalata, domesticados y sin impulsos distintos al trabajo.

Lawrence dibuja, de esta forma, cómo se pone en marcha la ideología del progreso racional y material, tanto al interior de la familia como en un ámbito social más amplio. Desde luego, esta tensión es también la que provoca la progresiva ansiedad de Lady Chatterley, mezcla de compasión hacia su esposo y del deseo inaplazable, para ella, de dar rienda suelta a su cuerpo. Poco a poco, se desvela a sus ojos que, en una realidad como la suya, la única denostada es la vida y, en consecuencia, se rebelará frente al encierro del hogar, frente a las palabras que se interponen entre ella y el sexo, y frente a las sujeciones que por todas partes quieren mantenerla alejada de su instinto.

Si El amante de Lady Chatterley suele describirse como una novela de profundísima penetración psicológica es, precisamente, porque ahonda en los motivos y frustraciones que explican ese paso del retraimiento a la soltura, de la cautela a la osadía del romance. Lawrence no desestima, en este sentido, la importancia de ofrecer al lector la formación temprana de la protagonista –primordialmente estética–, la libertad moral de su padre y hermana y, así mismo, el temperamento fuerte e indómito de Oliver Mellors, el guardabosques que, a la postre, se convertirá en su amante.

Toda la segunda parte de la obra brinda la contracara a la domesticación que conlleva el progreso. Lawrence expone allí, a través de los encuentros entre Constance y Oliver, la vida en el interior de la vida, los lances de esa “impertinencia” que es el cuerpo, el arrobamiento del contacto físico, la reactivación del vínculo que se pone en paréntesis cuando se prefiere la máquina, la razón e, incluso, la palabra. Lo natural no es la desconexión, sino el cuerpo que expresa su ser en la sexualidad: la sensación del útero, el temblor de los labios, los muslos cruzándose, el roce en la espalda o el vientre.

Debe subrayarse que esta especie de fisiología que reactiva la naturaleza no se restringe a la experiencia personal de los protagonistas. Lady Chatterley reduce la brecha entre lo individual y lo colectivo, de suerte que su reivindicación se convierte en algo así como una proclama: las masas, en su opinión, deben ser paganas de nuevo, entregarse a las orgías de Pan con las que los griegos celebraban la fertilidad. Solo una exaltación semejante puede reanimar esa humanidad que ha quedado encallada en la figura del uróboros, la serpiente que se traga a sí misma.

Atendiendo a esto, el mayor simbolismo de la novela indudablemente descansa en esa defensa, ya sin palabras, que hace Constance Chatterley cuando, lejos de la casa en la que su marido la espera, lejos también del barullo de la industria, se lanza desnuda al bosque bajo una lluvia torrencial, y abriendo los brazos, danzando como lo hacían las Ménades, golpeando sus caderas brillantes, levantándose e inclinándose, convoca al hombre que la mira a distancia hasta que, finalmente, él admite ser parte de esta especie de homenaje y salvaje sumisión.

LAWRENCE, D. H. (2016) El amante de Lady Chatterley. Madrid: Sexto Piso.
RAMSAY, H. (1901) Nude Reclining.
Share
Tweet
Pin
Share
No comentarios

Suele interpretarse a Fausto como la gran obra sobre la soberbia, la insatisfacción y la angustia existencial. Un juicio acertado, sin duda, porque Goethe logró trazar en ella uno de los más logrados exámenes acerca del modo en que el hombre transita el mundo sin hallar aquello que podría saciarlo.

Los intríngulis de la obra conducen a explicar esta suerte de ὕβρις arguyendo tanto un impulso inherente a Fausto como su dependencia de fuerzas externas. La primera vía plantea un personaje que pierde la tranquilidad debido a su propia voluntad de saber, mientras que la segunda perfilaría a un Fausto que se debate entre la corrección divina y las instigaciones de Mefistófeles.

Sea como fuere, a ambas perspectivas subyace el mismo drama: Fausto no solo sabe justamente las cosas que no precisa, sino que, además, ignora las que le hacen falta. Por consiguiente, el personaje padece el anhelo de asir lo alto y lo bajo, de hundirse en todo conocimiento, persuadido de que, en algún momento, hallará lo que le satisfaga y, con ello, demostrará la dignidad de los hombres ante los dioses.

Resulta sorprendente cómo Goethe, privilegiando la figura de la apuesta sobre la de pacto, logra movilizar, por un lado, la perenne pregunta por el destino, es decir, si este responde a una voluntad exclusivamente individual o en él intervienen fuerzas extrahumanas y, por otro, si desestimando la razón o excediéndose en ella no se aboca el hombre a una idéntica condición de inconformidad y pesadumbre.

Por encima de esto, sin embargo, una mirada todavía más oscura anima la obra: la sabiduría de Sileno. Ciertamente, Mefistófeles revela a Fausto que aquel deseo vago e incomprensible que lo fuerza a recorrer el espacio y el tiempo jamás podrá esclarecerse, pues es imposible traducirlo racionalmente –“las palabras son apenas humo y ruido”–, de manera que no habrá después, como tampoco lo hubo antes, el medio para sobrepasar esta limitación.

Lo que colige Fausto de ese mistagogo que es Mefistófeles coincide con la revelación de Sileno al rey Midas, con la sentencia que eternizó la elegía de Teognis: lo mejor para el hombre sería no haber nacido. Solo que, a diferencia de lo que dicho saber produjo entre los griegos, esto es, su aceptación y canto, Fausto infiere que el sinsentido de la vida, la banalidad de cualquier afán, debe conducir a la aniquilación. De este modo, casi desde el inicio de la obra medra un impulso destructivo contra lo humano –representado en la muerte de Gretchen o Euforión– y contra el engaño que nos hace avivar lo que debería perecer.

En este sentido, Fausto es el fugitivo, el sin hogar, el “monstruo sin meta ni reposo” que vaga por el mundo destruyendo, atacando la nada; y lo propiamente trágico de su situación estriba en que todo ese movimiento no lo lleva a alcanzar un nuevo estado, sino que lo hunde más en el absurdo. De allí que Goethe se permita insinuar que las criaturas que se aferran a la idea de equipararse a los dioses –incluso, en este espíritu vindicativo– se condenan a ser cada vez más iguales a sí mismos.

Como ocurre con Edipo, la búsqueda emprendida por Fausto es la que lo extravía, pues constituye un movimiento que no puede resistirse hacia un destino también irrevocable. Lo irónico es que la anagnorisis de Fausto no se produce tan pronto: no reconoce, como Edipo, su error, ni decide castigar su atrevimiento; al contrario, se mantiene ciego frente al hecho de que obcecarse con la destrucción, en últimas, constituye otro absurdo, y, en su cinismo, es capaz de encarar a Mefistófeles con la pregunta: “¿Qué sabes tú de lo que los hombres desean?”.

Dicha ceguera es especialmente rastreable en las secciones de la obra en las que Fausto extiende su “mirada a reinos sin medida”, ya sea remontándose a la Grecia Antigua o por medio de la κατάβασις que le permite acceder a lo que no han visto los ojos humanos. Es entonces cuando parece que aquello que quiere vencer Fausto es la fuerza sin objeto de lo indómito y, por lo tanto, asistimos a un juego en el que el personaje se anima y crece ciegamente para luego recular y perecer en la nada.

Con todo, el contrapunto que permite a Goethe dirigir la obra hacia su resolución es Wagner. Al contrario del nihilismo de Fausto, este personaje no se entrega a la sabiduría de Sileno y realiza lo admirable: crea la vida y saca su misterio a la luz. Homúnculus, el hombre creado por Wagner, es lo opuesto a todo ánimo faústico, pues representa el anhelo de nacer al mundo, y demuestra que cualquier voluntad de ir más allá de lo permitido no es más que una manifestación de la locura.

Por eso, más allá de ese arduo peregrinaje que hay en Fausto y que algunos críticos, como Bloom, han calificado de “grotesco e inadmisible”, sí adviene una resolución a la tragedia. Las dos partes de la obra poseen entre ellas una oposición formal –la prosa del joven Goethe (1808) y el verso clásico de un autor maduro (1832)– y, así mismo, una discrepancia en cómo asumen al personaje: la primera, sumergiéndolo en los tormentos causados por hurgar la oscuridad de la existencia; la segunda, –como bien opinaba Nietzsche, radicalmente antitrágica–, permitiendo un Fausto en el que aflora poco a poco una naturaleza no-destructiva junto a la convicción de que se está en el mundo para celebrar lo que existe.

Para muchos, el final de Fausto podrá dejar cierto resabio: la plenitud de vivir en lo comunitario, la libertad vista como conquista diaria, el llamado a crear sin importar que todo se arrastre después hacia la noche. Y, quizá, aquellos preferirán terminar la obra al cierre de su primera parte, sustrayéndose para siempre de la salvación que Goethe augura a los que se esfuerzan, y sumergiéndose en esa intuición más pesimista y trágica del velo de Maya: “Todo lo perecedero no es más que una imagen”.

GOETHE, J. W. von (2020) Fausto. Madrid: Abada.
FORTUNY, M. (1866) Fantasía sobre Fausto.
Share
Tweet
Pin
Share
No comentarios
Older Posts

Buscar en el blog

El autor

Mi foto
Alejandro Jiménez
Soy un hombre sin importancia colectiva, exactamente un individuo.
Ver todo mi perfil

Síguenos

  • facebook
  • instagram
  • goodreads

Etiquetas

Biografía Cuento Ensayo Filosofía Mitografía Novela Poesía Teatro

Recientes

Textos en preparación

  • E.T.A. Hoffmann - Los elíxires del diablo
  • Fiodor Dostoievski - Crimen y castigo

Visitas

Facebook Twitter Instagram Goodreads

Created with by BeautyTemplates | Distributed by Blogger