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La Pasión Inútil

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Tras la ruptura de Stirner con el grupo de Los Libres –Die Freien-, la crítica empezó a asociar su nombre con las más variadas ideologías: la anarquía, el liberalismo, la burguesía y hasta el fascismo. Sin embargo, dentro de tantas supuestas filiaciones, quizá solo la del nihilismo resulta útil para explicar la esencia de su filosofía.

Stirner es un filósofo nihilista porque encarna una negación de la metafísica, más estrictamente, de los discursos que sostienen su validez en el hecho de preceder al individuo o en afirmar valores superiores a este. Justamente por ello, en El único y su propiedad (1844) Stirner presentó la figura del Einzige –el Único-, es decir, el individuo que, desprendiéndose de todo yugo, se convierte en el egoísta para el cual prevalece únicamente su propio interés.

El nihilismo de Stirner, con todo, se evidencia también en sus Escritos Menores, colección de textos publicados entre 1842 y 1848 que, aun sin redactarse con una pretensión sistemática, desarrollan una de las tesis fundamentales de su postura, a saber: el movimiento permanente del mundo hace imposible cualquier predicación absoluta.

Se trata de una reformulación, pues se sabe que Heráclito fue el primer pensador occidental en plantear la cuestión del movimiento: πάντα ρεῖ καὶ οὐδὲν μένει –“todo fluye, nada permanece”- y, así mismo, la tensión entre el ser y el no ser: ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς ἐμβαίνομεν τε καὶοὐκ ἐμβαίνομεν, εἶμεν τε καὶοὐκ εἶμεν τε –“en los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos”.

Stirner trabaja a partir de esta doctrina que demuestra que, en un determinado momento, el mundo y el individuo son algo y no son todo lo demás, así como después serán otra cosa y no serán. En su ensayo El falso principio de nuestra educación, por ejemplo, el autor sostiene que, ni la educación centrada en la cultura, ni la de sesgo más práctico, son saludables para el individuo, toda vez que ninguna de ellas escapa a la sumisión frente a un discurso prefijado que desvirtúa el cambio connatural del hombre y su creación de sí mismo.

“Crearse a sí” no consiste en aprender de otro o convertirse en su colaborador; por el contrario, implica ser capaz de “no cesar de liberarse una y otra vez”, tanto de quienes enseñan como de quienes exigen el cumplimiento de deberes indiscutibles. Así, la noción de movimiento se traduce aquí en un impulso a ganar reiterativamente la libertad, pues esta se encuentra en disputa a cada momento: “Llegar a ser un carácter que a la vez padece, palpita y tiembla en la bienaventurada pasión de un rejuvenecimiento y un renacimiento incesantes”.

Stirner habla de padecer porque todo nihilismo implica un pathos. En el caso de la educación, quien aspira a ser libre sufre esa revelación de sí mismo que surge de su emancipación frente a las autoridades. Lo que descubre el individuo detrás de todo lo impuesto es su propia y primera imagen, y esta es la señal de su aislamiento definitivo, porque la pretensión del Único no es hallar lo común con otros, sino lo que solo está en él y que, por efecto del movimiento, permanentemente pierde y descubre, muere y nace.

En otro ensayo, Los recensores de Stirner, el autor vuelve sobre esta idea. En él, afirma lo siguiente: “Si algo valiese para ti, en este instante (pues solo en el instante tú eres tú, solo como instantáneo eres real; tomado como un ‘tú universal’, por el contrario, serías ‘otro’ a cada instante), si algo valiese, pues, para ti en este instante como algo ‘más elevado’ que otra cosa, entonces no lo sacrificarías por lo más bajo; bien al contrario, sacrificas en cada instante solamente aquello que, en ese mismo instante, vale para ti como ‘más bajo’ o ‘menos importante’”.

Como se ve, tras un nuevo guiño a Heráclito, Stirner da un paso adelante al sostener que el valor atribuido a algo depende de las condiciones del instante, no de principios que están más allá de él. En otras palabras, en tanto Único, el individuo juzga el valor del mundo según el instante en el que vive y ese valor cambia indefectiblemente porque, después, juzgará siendo otro individuo enfrentado a un mundo diferente.

Para Stirner los discursos –políticos, religiosos, ideológicos- que condicionan las apreciaciones sobre el mundo son fantasmas que niegan lo que para un individuo constituye su propiedad, esto es, sus intereses, su deseo, su unicidad. En este sentido, los valores defendidos por otros siempre serán elementos superpuestos, enajenantes y en pugna con lo instantáneo e intraducible de la propiedad individual.

Si, en Sobre la obligación de los ciudadanos de pertenecer a alguna confesión religiosa, Stirner rechaza toda fe, tradición y autoridad, es precisamente porque las considera inhumanas: en ellas se abandona el instante en el que el individuo pone en juego sus intereses para dar paso a una metafísica que mide atemporalmente las cosas.

Por otra parte, a Stirner no se le escapa otro serio problema: la dificultad nominal del individuo. ¿Cómo llamar a algo que, por una parte, obedece a una individualidad única y, por otra, responde al movimiento de cambio permanente? Para él, lo que se engloba bajo el Único es algo que rebosa todo lenguaje: “El Único es una palabra sin pensamiento, una palabra que no tiene ningún contenido de pensamiento. Es un contenido que no puede estar ahí por segunda vez, y que, por tanto, tampoco se puede expresar, pues si se pudiera expresar real y completamente, entonces estaría ahí por segunda vez, estaría ahí en la ‘expresión’”.

De este modo, también es una clave heracliteana la que sigue Stirner para abordar el problema nominal del individuo; se trata de una prolongación epistemológica del Πάντα ῥεῖ. El Único es ese hombre de Heráclito que “no puede estar ahí –en el río- por segunda vez” y que no puede reducirse a una sola expresión, puesto que es, como el resto del mundo, puro movimiento, aquello que simple y llanamente a cada momento deviene.

STIRNER, M. (2013) Escritos menores. Rioja: Pepitas de Calabaza.
SPITZWEG, C. (1839) Der arme Poet.
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En 1785 apareció en Liepzig una reseña que acusaba a Los bandidos (1781) de incitar al crimen y advertía que “una nación civilizada no podía tener una tragedia así”. Tal recelo se debía, primero, a los supuestos ataques que la obra esgrime a la religión y a las buenas costumbres y, segundo, a que su autor acotara que la escribió como “un ciudadano que no sirve a ningún príncipe”.

Lo extraño de esto es que esa desconfianza también la expresa uno de los personajes de la obra –“dos personas como yo arruinarían todo el edificio del mundo moral”-, y que el propio Schiller aclaró que no se proponía hacer apología de la violencia, por lo cual, quien juzgara lo contrario, tergiversaba su objetivo y actuaba injustamente.

Al estudiar Los bandidos dentro de la línea programática del Sturm und Drang, así como desde las circunstancias en que Schiller concibió el drama –es decir, su permanencia en la Karlsschule-, y sin olvidar su deseo de que la obra no llegara a representarse, se comprende que, en realidad, su pretensión fue estimular, aprovechando la expresividad del texto teatral, la reflexión sobre los conflictos que vive el hombre cuando en él se debaten la razón y las pasiones.

Al respecto, el epígrafe de Hipócrates con que abre el drama resulta decisivo –quae medicamenta non sanat, ferrum sanat. Quae ferrum non sanat, ignis sanat-, pues con él se sugiere que ciertas enfermedades son susceptibles de curarse, mientras que otras –quae vero ignis non sanat, insanabilia reputari oportet-, las más arraigadas y perniciosas, condenan al hombre irremediablemente, y ningún artificio sería capaz de restituirlo a su estado natural.

Schiller propone una historia puntual para probarlo: un conde de Franconia es padre de dos hijos, Franz y Karl. Este último marcha de la ciudad y cae presa de los vicios; su hermano, aprovechando la situación, urde un plan para desheredarlo y, fingiendo que ha muerto, logra que su padre lo maldiga. De este modo, Franz vence y corteja a la prometida de su hermano –Amalia-, mientras este, enterado del rechazo de su padre, se convierte en un forajido, el líder de unos bandidos, con quienes volverá en algún momento a vengar las mentiras de su hermano.

En la pieza, Franz Moor es un personaje astuto y frío, un “malvado razonador” que dispone sin escrúpulos cada cosa en su provecho. Se trata de una figura versátil, dotada de máscaras que le permiten calcular y engañar a los demás. A diferencia de su hermano, escondido en los bosques de Bohemia, su lugar es la ciudad, pero participa en lo social usando un discurso fraudulento, que no acepta más leyes que las que redundan en alguna ventaja para él.

Con Franz, Schiller dirige una censura a la razón ilustrada, arguyendo que esta es capaz de convertirse en déspota cuando se hace sorda al clamor de los sentimientos o los manipula como formulaciones de su tiranía. Al inicio del segundo acto, por ejemplo, asistimos a esa escena terrible en la que Franz sopesa con toda frialdad el tipo y grado de las pasiones con que castigará a su padre por haber preferido siempre a Karl: furia, aflicción, melancolía y miedo.

En contraparte, Karl Moor posee un espíritu febril, sensible a los estímulos, entregado a la acción más que al pensamiento. Se presenta como un inconforme frente a su época, a la que considera agónica, sin ímpetu, llena de sistemas que merman el impulso de las hazañas: “Todavía la ley no ha hecho ningún gran hombre –dice-, sin embargo la libertad incuba colosos y seres extraordinarios”.

Karl es un ser impulsivo, la prueba de ello está en su rápida adscripción al crimen tras el “desahucio” de su padre; pero también es un hombre noble, de manera que, con él, Schiller indaga el mal que produce, no el vicio, sino la degeneración de las buenas pasiones. Por ello, la emoción que lo pone en el camino de los rufianes no impide que siga un código de honor, a diferencia de los otros salteadores, que solo le permite ser criminal si con su acción resarce una injusticia o no castiga a un inocente.

El análisis de Schiller desvela así el temperamento de cada hermano, pero también una amplia zona de coincidencias. De entrada, ambos personajes encarnan el desprendimiento del padre: Franz justificando su derecho a triunfar sobre él; Karl, silenciando las razones que le evitarían entregarse a la corriente del odio. Ambos, además, son portavoces del discurso fratricida: “Quiero erradicar todo lo que hay a mi alrededor que me limita en ser señor”, sentencia Franz; y Karl, a su vez, se pregunta: “¿Quién piensa cuando yo ordeno algo?”.

Otro punto en común radica en el padecimiento que se moviliza en sus interiores y que, al final, los somete. En el caso de Franz ese tormento se manifiesta en sus sueños, alucinaciones y sospechas, en el temor creciente a la muerte: “¡Morir!, ¿por qué me afecta tanto la palabra?”. En lo que concierne a Karl, surge del verse desterrado, de haber dado el paso que lo separó indefectiblemente de los puros; de allí que advierta: “Aquí sales también del círculo de la humanidad”.

Para ninguno de los hermanos es factible volver al calor paterno o encontrar la redención: el declive más radical de Franz adviene precisamente cuando le sea vedado incluso el recurso de ese dios plebeyo del que tanto descreyera: “Todo tan desierto… Tan marchito. No sé rezar”. Por su parte, la perfección malograda de Karl, la palabra que prendó al crimen, pesan tanto en su conciencia que no es posible ya un nuevo comienzo junto a su padre o Amalia.

Con Los bandidos se descubre el cariz de los hombres malvados, la fortaleza que hay en la pronunciación del vicio, y el modo en que resaltan los crímenes cuando son puestos a la luz de las virtudes. Más allá de estas sutilezas, Schiller propone aún dos cosas: que toda ascensión o caída las socava la muerte, y que sin importar en quiénes nos convirtamos, cada uno siempre será su propio cielo y su mayor infierno.

SCHILLER, F. von (2006) Los bandidos. Madrid: Cátedra.
GE, N. (1871) Петр I допрашивает царевича Алексея Петровича в Петергофе.
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Aunque Focio atribuyó la Biblioteca a Apolodoro el Gramático, los filólogos han venido demostrando que esta presunción es improcedente, bien porque el texto parece corresponder a una época posterior (siglo I o II a.n.e.), o bien porque su autor, en realidad, es un homónimo, de suerte que sea preferible hablar de un Pseudo-Apolodoro.

Sea como fuere, es claro que el texto ofrece una exposición muy apreciable para quienes indagan las fuentes clásicas de la mitología griega. Esto lo reconoce el propio Apolodoro, a quien Focio también le adscribe el siguiente epigrama: “La sucesión de los tiempos la podrás conseguir a través de mi erudición y podrás conocer las fábulas antiguas. No habrás de mirar en las páginas de Homero, ni en la elegía, ni en la musa trágica, ni en la poesía mélica, ni buscar en la obra sonora de los poetas cíclicos, sino solo mirarme y encontrarás en mí todo lo que contiene el mundo”.

Lo que destaca en la Biblioteca efectivamente es, en primer lugar, su convergencia de fuentes, las cuales proceden tanto de los poetas –Homero, Hesíodo, Píndaro-, como de los mitógrafos –Acusilao, Ferecides, Herodoro- y los autores trágicos –Eurípides, Sófocles-.

Así mismo, en relación con su ingente labor referencial, resalta la objetividad de Apolodoro: su Biblioteca no sigue el canon de la épica, ni el tono poético o trágico; tampoco es evidente su preocupación por racionalizar los mitos o filosofar a partir de ellos. Su interés es solo presentar la información en la versión más común que exista o contrastar las variantes, cuando se requiera, sin tomar parte por alguna de ellas.

El texto de Apolodoro, tal como nos ha llegado, se encuentra dividido en cuatro partes. En el Libro I se aborda una teogonía que parte de los uránidas –la Biblioteca prescinde de alusiones cosmogónicas- y la genealogía de Deucalión; en el Libro II la descendencia de Ínaco; en el Libro III, la de Agénor, Pelasgo, Atlante y Asopo, así como la línea de reyes que tuvo Atenas desde Cécrope hasta Teseo; finalmente, en el Epítome se describe la progenie de Pélope y los sucesos relacionados con la guerra de Troya.

La atención dada a todos estos elementos es dispar; por ejemplo, los comentarios hechos sobre los mitos relacionados con Prometeo y Pandora o la guerra entre titanes y olímpicos resultan en exceso sucintos si se los compara con los prolongados tratamientos que se hacen del mito de Jasón y los argonautas, los trabajos de Heracles o el regreso de los griegos tras la caída de Ilión.

En todo caso, con cada apunte, conciso o vasto, Apolodoro va tejiendo el numeroso inventario de nombres con el que trabaja. Su obra, en este sentido, exhibe una erudición admirable, pues se mueve, por igual, en distintas dimensiones: la de las regiones donde ocurren los hechos –Mesenia, Tracia, Lacedemonia, Ática, Arcadia, Macedonia-, la de los conflictos entre dioses, y la de las tragedias individuales de los héroes –Edipo, Fedra, Antígona, Orestes, etcétera-.

Un eje que permitiría vincularlo todo tiene que ver con la adivinación, esto es, las prácticas supersticiosas. Desde las iniciales predicciones de Gea hasta los oráculos que recibe Ulises al final de sus días –tema con el que concluye la obra-, Apolodoro registra todo género de vaticinios vinculados a deidades, pueblos e individuos. Se trata de un abordaje, como se indicó, ecuánime, exento de emociones, lo cual permite concebir en su cariz más laberíntico y fatal el papel que jugaba la adivinación entre los griegos.

Los oráculos están vinculados a mitos fundamentales, es decir, no son saberes aislados o prescindibles: su incidencia es decisiva en relatos como el de los argonautas o el de Heracles –a quien una pitia lo llama por primera vez, no Alcides, sino Heracles, “la gloria de Hera”-. Así, en la medida en que las premoniciones fungen incluso como auspiciadoras para la fundación de ciudades –Tebas o Atenas, por citar dos casos-, paralelamente a las otras genealogías, se va construyendo la de los adivinos: Calcante, Fineo, Casandra, Laocoonte o Tiresias.

Resalta, además, en la obra de Apolodoro la consideración de los epónimos, pues las montañas, los ríos o las regiones que toman su nombre de los héroes convierten el mito en parte activa del entorno griego. Lo mismo puede afirmarse de los catasterismos, abundantes también en la Biblioteca: el de Andrómeda, el del Centauro, el de los gemelos, el de Perseo, entre otros.

Por otra parte, algunos fragmentos de la obra indican cómo las acciones del pasado perviven en las costumbres griegas. Así, por ejemplo, el humor de las Tesmoforias lo deriva Apolodoro de la broma con que Yambe hizo sonreír a Deméter cuando la diosa buscaba a su hija, raptada por Plutón; o las imprecaciones propias de los sacrificios a Heracles los entiende el autor como réplicas de las maldiciones que un boyero lanzó al héroe cuando este mató uno de sus bueyes durante su estadía en Termidras.

Hay, por último, un espacio en la Biblioteca dedicado a lo anecdótico: Apolodoro considera a Támiris el primer hombre en enamorarse de otro varón –Jacinto, hijo de Clío y Píero-; afirma que Eneo, rey de Calidón, inició el cultivo de la vid, tras recibirla de Dioniso; o que los hermanos Acrisio y Preto, rivales desde el vientre materno, fueron quienes usaron por primera vez los escudos en la guerra.

La Biblioteca, como se ve, más allá de sus posibles interpolaciones o datos espurios, es un compendio que abre las puertas al mundo profundo y complejo de los griegos; un texto que abre el horizonte de sus creencias, destinos, luchas, peregrinajes y saberes, muchos de los cuales están en la base del pensamiento occidental, pues, como dijera Cicerón “totum Graecorum est” y “nihil Graeciae humanum nihil sanctum".

APOLODORO (1998) Biblioteca. Madrid: Planeta DeAgostini.
RUBENS, P. P. (1638) Raub der Hippodameia.
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Pensaba Foucault que de la infructuosa “búsqueda de similitudes” que emprende don Quijote entre el discurso caballeresco y el mundo en el que vive deriva el carácter moderno de la novela: “En ella el lenguaje rompe su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que ya no saldrá sino convertido en literatura”.

La disparidad entre mundo y discurso se hace evidente en la primera parte de la novela –por ejemplo, en el relato de los molinos, la aventura del yelmo o la liberación de los galeotes-; mientras que el advenimiento del lenguaje como literatura caracteriza la segunda parte, pues en ella se opera la transformación de lo real que permite nuevamente la coincidencia entre las palabras y las cosas –v. gr., el duelo con el caballero de los espejos, la estadía en el castillo de los duques o el gobierno de Sancho-.

Hablar solo de similitudes, en todo caso, desestima la profundidad de la obra: en realidad Don Quijote no presenta rupturas o afinidades, sino que realiza el mito mismo de la caballería, y esto, primero, porque su relato ocurre en una época que ya no corresponde a la de los caballeros y, segundo, porque su protagonista encarna los elementos necesarios para erigir ese mito.

Es clara la nostalgia que siente don Quijote por el pasado –de allí que se incluya un capítulo como el Discurso de la edad dorada-, y también la incomodidad frente a su tiempo –el de “la pólvora y el estaño”, el de la ociosidad, el vicio y la teoría-. A partir de estos presupuestos él advierte la necesidad de armarse caballero, de resucitar aquella edad de oro, apropiándose del discurso caballeresco para fundarlo de nuevo en el mundo.

La figura modelada por Cervantes esgrime los dos elementos fundacionales del mito: la libertad y la palabra. Lo primero, incluso, supone todo un tópico dentro del libro, pues Don Quijote es, por antonomasia, la obra contra los verdugos, la que mejor ensalza el sentido de aventura que posee la vida.

La cuestión de la palabra es un poco más intrincada, ya que se ejecuta en dos movimientos: primero, don Quijote la hereda de los libros, concibiéndola como sagrada –“era la verdad que por él caminaba”- y, después, adecuándose a ella –“todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído”- la resucita, creando a través de ella el mundo que surge de su pronunciamiento; la profusión de formas que hay en el libro –diálogos, cartas, poemas, canciones, epitafios, prólogos- obedece precisamente a este propósito instaurador.

Lo significativo de esto son las dimensiones que se alcanzan: la palabra sirve de conciencia a don Quijote –“yo sé quién soy, y sé qué puedo ser”-; es, asimismo, voluntad de acción –deshacer agravios, enderezar tuertos, etcétera-; y, obviamente, fundación de cosas según el deseo: hazañas, intereses, castigos, atributos y consecuencias.

Cervantes entrega así un manifiesto nominalista. Hasta el Renacimiento existió una correlación entre lenguaje y mundo; Don Quijote anuncia, por el contrario, que la palabra es generadora de un universo individual: “Eso que a ti te parece bacía de barbero –dice don Quijote a Sancho- me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa”. Semejante descubrimiento abre las puertas a las mitologías personales: “Yo imagino que todo lo que digo es así –dice otra vez don Quijote- sin que sobre ni falte nada y píntola (a Dulcinea) en mi imaginación como la deseo”.

El lenguaje es un equivalente de la acción en Don Quijote, un modo de vida; la palabra es fe muerta si no tiene obra. La prueba de ello está en la quijotización que se efectúa a lo largo de la novela y que transforma tanto el ámbito material como el discursivo. El mito de la caballería arrastra el juicio de los otros; ni la burla, ni el desconcierto, ni el ataque pueden domeñar esa lanza en ristre que es la palabra de don Quijote: todos son por turno avasallados, subsumidos por el mito, hasta ese contrapunto tenaz que es Sancho Panza, quien cederá igualmente al delirio en la aventura del caballo Clavileño o durante su gobierno de la ínsula Barataria.

El poder del lenguaje es tan grande que trasciende los límites del relato para acceder a otros espacios. Por un lado, la obra se enriquece con el intertexto: Cervantes incluye su libro La Galatea entre los expurgados por el cura y el barbero; a la narración se suman las muchas digresiones y episodios de la primera parte –como El cautivo o El curioso impertinente-; hay numerosas referencias al Quijote apócrifo que redactó Avellaneda –sea para burlarlo o criticarlo-; y se vincula en la obra a Álvaro Tarfe, personaje de aquel libro ilegítimo, para dirimir con él, desde la ficción, los conflictos históricos entre ambos autores.

Además Don Quijote vira su mirada hacía sí mismo, estableciendo una suerte de metaliteratura: propone interesantes cambios de narradores, sugiere dudas sobre la veracidad del relato, ofrece respuestas a las críticas que recibió la parte publicada del libro en 1605, y se permite la teorización literaria, bien por boca de don Quijote o bien por la de un narrador.

La novela llega a incidir, finalmente, en la realidad del lector, pues, por citar un caso, de la aventura de don Quijote en la cueva Montesinos deriva la fabulación de una geografía: el mago Merlín es quien engendra las lagunas de la Ruidera. Todo lo cual, sumándose a la obvia influencia del mito en la cultura, termina dejando clara la fortaleza de su palabra.

Sostener que Cervantes quiso advertir con Don Quijote sobre algún peligro es echar al traste su crucial inventiva: el libro instaura el discurso de la caballería andante y, con él, la asunción de las mitologías individuales. Si es válido aceptar aquellas palabras del cura sobre el protagonista –“me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad”- es justamente porque su locura representa una visión iluminada: aquella que transforma al hombre en quien anhela ser. En ausencia de ello solo puede hallarse aquel don Quijote del final, muriéndose, lejos de la aventura, de fiebre y melancolía.

CERVANTES, M. de (2005) Don Quijote de la Mancha. Bogotá: Alfaguara.
DAUMIER, H. (1868) Don Quichotte et Sancho Pansa.
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Un rasgo fundamental del Romanticismo que se desarrolló en Alemania fue su universalismo, esto es, el no restringirse a las manifestaciones artísticas, sino alcanzar, a través de su soporte teórico, un impacto de mayor envergadura en la cultura. De allí que la obra de autores como Novalis, Hölderlin o Schlegel se mueva alternativamente entre la ficción y la filosofía.

Al considerar el contexto en el que se gestaron las teorías de estos autores del Frühromantik advienen dos cuestiones: la que es producto de la imposibilidad kantiana de conocer la realidad de la cosa en sí –el noúmeno-, y la que tiene que ver con el exceso de racionalismo que se fomentó en el seno de la Ilustración.

La reacción ante estos dos temas se captura muy bien en Ideas (1799), texto publicado en Athenaeum –la revista difusora del Círculo de Jena- en donde Schlegel propone una revaloración de lo religioso, por un lado, como modo de salvaguardar esa relación del hombre con lo absoluto que parecía perdida con Kant y, por otro, como el horizonte para la verdadera ilustración que habría de entenderse como formación de la sensibilidad.

Tal y como lo entendieron los románticos, se trató de una revolución sagrada, orientada por el deseo de recuperar la unión primigenia con el universo –el Ursein-: “Barruntar por todas partes hasta encontrar lo esencial”, “remitir todos los conceptos a la intuición originaria”, comprender el acuerdo que existe entre el mundo y uno mismo o, en fin, sentir los propios límites sin perder la relación sustancial que se tiene con todo.

Esto resulta posible, en opinión de Schlegel, porque lo absoluto constituye una suerte de lejanía que, en todo caso, es susceptible de recobrarse a través de la alegoría: si su condición, más que la de aquello que puede ser explicado, corresponde con lo que simplemente se revela o contempla, en efecto, se requiere una espiritualidad que emprenda esa recuperación estableciendo y expresando el vínculo que hace participar al hombre de lo infinito.

Es en este sentido que Schlegel presenta al hombre como mediador –Mittler-: “Aquel que percibe lo divino dentro de sí y se sacrifica a sí mismo para anunciar, transmitir y representar eso divino a todos los hombres”. Huelga decir que ese ser espiritual no se establece desde los imperativos del deber –aquí esgrimieron los románticos otra forma de rechazo a Kant-, sino a partir de una “libre autoconsagración”, una vocación que expresa la forma más alta de ser humano: serlo en unión con todo.

Pero, ¿cómo puede alcanzarse esta pretensión? Según Schlegel, la religión posee dos formulaciones primordiales, a saber: la filosofía y la poesía. Por medio de alguna de ellas y especialmente de su conjunción se logra la comunicación de y con lo absoluto, pues esas dimensiones de lo espiritual son extremos –del idealismo y el realismo, de la moral y la creación- que se conectan por esa experiencia central que consiste en buscar lo absoluto.

La noción de centro –Mitte, Zentrum- es vital dentro de la interpretación romántica porque es la que permite la comunicación del hombre con lo originario. Así, el artista-filósofo es quien “tiene su centro en sí mismo” y, prolongando su movimiento hacia lo otro que existe, se vincula a ello. En otras palabras, el centro es el punto en que convergen los extremos del mundo y, en tanto comunión, un principio ontológico: “Conoceremos el hombre cuando conozcamos el centro de la tierra” –dice Schlegel- y “un hombre verdadero es aquel que ha logrado llegar al centro de la humanidad”.

En muchos de los 155 aforismos que integran sus Ideas, Schlegel se aproxima a la descripción de ese artista que revela su ser eterno, su centro, haciendo énfasis en cómo el arte está abierto para él y cómo le permite convertir su vida en una experiencia creativa. “La fantasía es el órgano de los hombres para la divinidad”, afirma Schlegel, pero esa entrega mística requiere la convicción de una fe: “Habrá de no querer nada en la tierra salvo conformar lo finito según lo eterno”.

Por supuesto, la concepción romántica de la armonía con lo absoluto opera lejos de todo presupuesto servil o utilitarista: ni el Estado ni la cultura mundana garantizan aquel vínculo, puesto que esos elementos funcionan desde el aislamiento; por el contrario, el ser espiritual que hace al artista “exhala la humanidad entera”, se erige como tal en el contexto de todas las ideas, en el territorio de lo infinito.

Hasta tal punto se formula la amplitud de esta espiritualidad que, para Schlegel, lo religioso no está anclado a una religión, esto resultaría insoportable; de hecho, sus ideas se alimentan por igual del pietismo, el paganismo, la mitología grecolatina, etcétera. Lo absoluto a lo que se aspira es, por antonomasia, indeterminado, de allí que sentencie Schlegel: “Solo puede ser artista quien tiene una religión propia”, y el mismo Novalis puntualiza esta idea arguyendo que “el artista es absolutamente irreligioso: por eso puede trabajar la religión como el bronce”.

Todo lo anterior aclara por qué los románticos refutan los propósitos de la Ilustración –Aufklärung-: el entendimiento es apenas una forma de la educación; la verdadera formación –Bildung- tiene su horizonte en la sensibilidad que se requiere para expresar los vínculos con lo absoluto. En consecuencia, si algo puede deberse a la revolución ilustrada será solo el haber sido la más “fuerte incitadora de la religión oculta”, de esa formación capaz de levantar al hombre de su finitud a las ideas universales.

Los románticos, al igual que Kant, reconocen el carácter fragmentado de lo real, pero para aquellos, esa misma escisión se convierte en la manifestación simbólica de lo absoluto, aquello que Schleiermacher llamó la “intuición del universo”. En esa dirección se movilizaron sus esfuerzos y su fe se propuso desde el primer momento en términos definitivos: “Es hora de romper el velo de Isis y desvelar el secreto. Y quien no pueda soportar el aspecto de la diosa, que huya o perezca”.

SCHLEGEL, F. (2011) Ideas (Con las anotaciones de Novalis). Valencia: Pre-Textos.
OEHME, E. F. (1828) Prozession im Nebel.
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