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La Pasión Inútil

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Tras una ardua labor de rastreo y recuperación, hace algunas décadas se logró organizar el corpus titulado La habitación del poeta, conjunto de textos desconocidos que Robert Walser habría escrito entre 1896 y 1910 para ser publicados en distintos periódicos de Austria, Alemania, Suiza y Hungría.

El libro, por tanto, remite a la época en la que Walser vendía sus escritos a las agencias encargadas de abastecer las secciones culturales o de entretenimiento de los diarios europeos y reúne textos que se salvaron de desaparecer en las manos del propio Walser (como fue el caso de tres de sus novelas) o dispersos en la corriente de las pequeñas publicaciones.

Hay tres tipos de textos recogidos aquí: prosas, poemas y fragmentos. Los primeros conforman la mayoría y, sin duda, superan el cuento en tanto género, debido a la ambigüedad desde la que fueron concebidos. Los poemas, por su parte, son apenas cinco, todos caracterizados por su sencillez estructural y el modo en que compaginan humor y sabiduría estoica. Los fragmentos, finalmente, siguen la orientación de la estampa para desarrollar temas de índole social.

Como bien afirma Bernhard Echte, a pesar de su aparente disparidad, los textos de Walser están unificados por una banalidad provocadora, esto es, por el gusto que encuentra el autor en lo insólito. De tal suerte, sin importar que Walser se incline por la narración, la semblanza o, incluso, a veces, la crítica literaria, siempre se hallará en él la exploración de lo ordinario como algo que sucede inusitadamente.

En este sentido, cabe señalar que, en La habitación del poeta, así como ocurre en sus obras más importantes, apropiándose de una escritura enfática, Walser recoge todo tipo de excentricidades: ancianos que se quitan máscaras, poetas que viven en bañeras, hombres que sostienen romances con estatuas, niños que antes fueron olas o funcionarios que confiesan sus problemas a las flores.

Por supuesto, Walser no se limita a elaborar un inventario excéntrico. Detrás del modo en el que se acerca a tanta irreverencia se halla un sustrato filosófico: la idea de que la igualdad de los hombres revela una facilidad que no concuerda con el afán de hacernos diferentes. En otras palabras, hay una “rareza inmensa, irrefutable” que no coincide con nuestra supuesta uniformidad y, en consecuencia, debemos cortar ese ritmo monótono que menoscaba la capacidad de ser y vivir lo otro.

Lo que pretende indicar Walser es que cientos de matices escapan habitualmente de la mirada. En Algo sobre el ferrocarril, por ejemplo, los pasajeros del tren observan las ciudades desde la ventana como si se tratara de “imágenes sin vida” y, sin embargo, allí está hirviendo todo: el golpe del herrero, el relincho del caballo, el llanto de un niño, el ruido de las máquinas, la alegría de un secreto. Y lo mismo ocurre en De la lectura de la prensa, relato que desvela el sinnúmero de hechos inadvertidos que pululan en la plétora de las noticias.

Siguiendo esta convicción, Walser explora la ciudad como un “mar agitado” que resulta confuso para sus habitantes: en ella hay siempre algo a la vez familiar e inconcebible. El asunto es que en la mayor parte de las personas triunfa el abotargamiento y, así, pocos están dispuestos a la menor ruptura o estropicio, olvidando aquel precepto que nos abriría más los ojos y que Walser recuerda en el cuento Niños y casitas: “Muchas cosas raras son posibles”.

Teniendo en cuenta lo expuesto, puede sostenerse que esta obra de Walser pone en marcha un juego de vaivén: la extrañeza conduce a la familiaridad, mientras que la intimidad devuelve a la distancia. Dinámica, por cierto, a la que el propio Walser parece referirse como cultivo de la atención, es decir, una clase especial de sensibilidad y movimiento que ha de servir para salvar los sucesos de la vida.

Por esta razón, como antes lo fuese para von Kleist, el atributo que descuella en Walser como escritor es el de la hipersensibilidad, solo que, en su caso, esa apertura no se da hacia el plano de lo onírico, sino de lo real –diríase, inclusive, de lo fáctico-. Él mismo expone esta condición al sostener que “el escritor acecha los acontecimientos, persigue las rarezas del mundo, busca lo extraordinario y verdadero (…), está siempre a punto, siempre dispuesto a atacar por sorpresa (…) con su afilada pluma, impregnada del terrible veneno que es el don de la observación”.

Semejante concepción implica una desintegración inevitable de la subjetividad. Para Walser solo existe una religión a la cual el escritor apela: refugiarse en la vida de los demás, pues aunque él, como autor, escriba la primera frase del texto, a lo largo de este ya no querrá saber nada más sobre sí. Acaso se trate de una suerte de sacrificio, de disgregación que, muy a tono con lo que sería después la filosofía de Levinas, invita a dar vida a los otros dejando la propia existencia lo menos posiblemente vivida.

Esta idea está todavía más fortalecida con la crítica que Walser hace, si bien no declaradamente, al progreso y la técnica, ya que estos rasgos de la civilización que, en lo cotidiano, el hombre experimenta a través del tráfico, el ruido, la rapidez de los cambios, etcétera, son barreras que impiden alzar la vista hacia lo heterogéneo y llenarse de todo lo que provee una atención mejor dispuesta.

La habitación del poeta es, en síntesis, una invitación a ver el mundo desde una fórmula que facilita una percepción más clarificadora del tiempo, del movimiento que se oculta en la experiencia y, así mismo, es una fuerza que impulsa a vivir la sorpresa de lo común y regular, evitando sucumbir ante la sentencia de la vulgata latina nihil sub sole novi –nada nuevo bajo el sol-.

WALSER, R. (2005) La habitación del poeta. Madrid: Siruela.
DALÍ, S. (1929) Les plaisirs illuminés.
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Julius Frauendstädt, albacea de Schopenhauer y editor de sus escritos póstumos, publicó por primera vez en 1864 el libro Eristik, texto que el filósofo había preparado durante su época de profesor en Berlín (1820-1831) como respuesta a la creciente degeneración de las discusiones académicas y la excesiva especulación de muchas de ellas.

El texto participa, por ello, del giro con que Schopenhauer enfrentó, tanto el idealismo alemán como el auge del hegelianismo, instancias que, a su parecer, estaban plagadas de galimatías. Así, en medio de los reveses que sufría por entonces –a raíz del affaire Marquet, el desinterés que causaba su obra y el fracaso de sus traducciones-, Schopenhauer se lanzó a la redacción de este opúsculo con el que radicalizaba su pesimismo y viraba hacia una filosofía de tono más práctico.

Lastimosamente, el libro no llegó a publicarse mientras Schopenhauer vivía, sino que fue archivado como esbozo bajo el título Eristische hasta cuando apareció acerca de él un comentario retrospectivo en Sobre la controversia, ensayo de Parerga y Paralipómena (1851) en el que el autor da cuenta del propósito que tenía aquel texto y el camino por el que trató de llevarlo a término.

Schopenhauer aclara que las astucias a las que se recurre para tener razón son tan variadas y se repiten tan regularmente que no puede eludirse la reflexión sobre ellas. De este modo, él quiso “separar lo que tales estratagemas tuvieran de puro formal de lo material y, como si de un limpio anatómico se tratase, observarlas detalladamente”. El origen de estos “ardides” los atribuye Schopenhauer a la maldad e improbidad connaturales del hombre, de suerte que, en su opinión, su estudio y uso estén justificados.

El libro presenta 38 estratagemas –Kunstgriffe- inscritas en lo que el filósofo denomina dialéctica erística. Estas pueden utilizarse para atacar y defenderse en las discusiones o, visto desde el lenguaje aristotélico, para formular –κατασκευάζειν- y refutar –ὰυασκευάζειν- enunciados.

En este sentido, para Schopenhauer la dialéctica es, ante todo, el “arte de discutir de tal manera que se tenga razón lícita o ilícitamente”. Se trata de una τέχνη a la que no le interesa la consecución de la verdad objetiva, sino la imposición sobre un contrincante en el marco de una discusión; por consiguiente, su éxito se mide siempre a posteriori, es decir, una vez se concluye la disputa y se conoce quién prevaleció en ella.

La dialéctica erística, expuesta así, no es lógica –pues desatiende el problema de la verdad- ni mera sofística –porque no pretende hacer pasar por verdadero lo falso-. Más bien, es una esgrima intelectual que se vale de todos los movimientos propios de la deshonestidad, usualmente concebidos como subterfugios o engaños para imponer de forma práctica un punto de vista.

El libro de Schopenhauer ofrece inicialmente un prefacio, luego una sección titulada Base de toda dialéctica –en la que se explican los modos y vías a través de los cuales se adelanta convencionalmente la formulación y refutación de las tesis- y, finalmente, el desarrollo de cada una de las estratagemas por medio de una aproximación conceptual y ejemplificaciones en buena parte de los casos.

Esas estratagemas podrían clasificarse apelando a dos criterios. El primero se atendría a su procedimiento, esto es, si este se hace enmascarándose en el discurso o si, por el contrario, se muestra en él abiertamente. El otro criterio radicaría en dividirlas señalando las que movilizan primordialmente un ataque y aquellas otras que se centran en un desplazamiento defensivo.

Entre las estratagemas que tienen énfasis en el ataque se cuentan, por ejemplo, usar premisas falsas (E5), provocar la irritación del oponente (E8), introducir conclusiones apresuradas (E11), elegir símiles de acuerdo a nuestra conveniencia (E12), conseguir que el público se ría del adversario (E28), utilizar el vulgo como argumento ad verecundiam (E30), aturdir con una locuacidad excesiva (E36) o ultrajar groseramente al contrincante (E38).

Por su parte, entre las estratagemas predominantemente defensivas se hallan ampliar exageradamente la tesis rival (E1), cambiar el sentido de lo dicho o llevarlo al absurdo (E3 y E23), apresurar cambios de conversación –mutatio controversiae- (E18), no aceptar peticiones de principio (E22), aducir contraejemplos –instantia- que nieguen las afirmaciones (E25), devolver el argumento contra quien lo expuso –retorsio argumenti- (E26), declararse incompetente para entender lo que se dice (E31) o ligar la tesis esgrimida con cosas aborrecibles (25).

Como se ve, todas estas argucias constituyen un inventario amplísimo, del cual cada hombre se sirve de acuerdo a su grado de maldad, pues, como se indicó, para Schopenhauer, el hombre posee estos recursos de forma innata y vive en un terreno de discordia permanente con los otros. Algo que explica, por cierto, la decisión tomada por Schopenhauer de usar palabras cuya etimología, de entrada, establece esa convicción belicista: στρατήγημα –vinculada a las maniobras militares- y ἐριστικὴ –que remite a la diosa griega de la discordia-.

En Parerga y Paralipómena Schopenhauer ponderaba menos radicalmente esta postura e indicaba que todos esos subterfugios, aunados a la vanidad e improbidad que los auspician en los hombres le resultaban a esas alturas “repugnantes”. Sin embargo, en una época como la nuestra, en la que por todas partes se propaga el relativismo, acaso sigan vigentes, tanto la visión pesimista que tenía Schopenhauer frente al mundo, como el uso de todas estas artimañas que solemos mirar con desprecio, aunque nuestro propio discurso esté atravesado por ellas.

SCHOPENHAUER, A. (2007) Dialéctica erística. Madrid: Trotta.
BROECK, C. v. d. (1500) An Allegory of Truth and Deception.
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Esta Séptima poesía vertical (1982) se halla justamente en la mitad del itinerario poético de Roberto Juarroz, pues la obra del autor consta de catorce libros homónimos –el último de ellos publicado póstumamente-, y presenta algo más de cien poemas cuya norma de escritura es: “El último poema se parecerá al primero”.

El que Juarroz haya mantenido el mismo título para sus libros y un estilo más que homogéneo en sus poemas indica que ambos –libros y poemas- fueron creciendo orgánicamente, es decir, que cada uno de ellos está incorporado en un todo superlativo: el proyecto de esa mirada que desde la verticalidad emprende la resemantización del mundo.

Probablemente cualquier poesía efectúe un programa como este, pero el carácter filosófico de Juarroz singulariza el suyo a tal grado que puede concebirse la poesía vertical como una disposición fenomenológica en la que pensar equivale a nombrar y mirar a hablar, todo ello convergiendo sin restricciones en la experiencia abierta por el poema.

Debido a estas cualidades, los críticos suelen calificar la poesía de Juarroz de metafísica y no es desacertado hacerlo porque él mismo concibe las ideas como ojos, como mecanismos para mirar verticalmente, esto es, desistiendo de esa horizontalidad plana, sin vértigos, que aprendemos por imitación y que se afinca en las identidades, nomenclaturas y posiciones.

Para Juarroz, además de esa mirada fija, existe otra capaz de mutar o inventar su propia óptica. A esta clase pertenece la mirada vertical que, dejando atrás los convencionalismos de espacio y tiempo, hace surgir nuevas y numerosas zonas de la realidad: toda una cartografía compuesta por lo indefinido, ignorado e intersticial.

Es posible aproximarse a las particularidades de esta mirada por diferentes caminos. Uno consistiría en entender la verticalidad como una visión desde la que todo parece fuera de sitio. Acaso en esto se asemeje a lo vivido en las alucinaciones, ya que también en los poemas de Juarroz hay una crisis radical de los registros, “unos ojos más abiertos que el mundo” y una proliferación de presencias que no tienen nombre o han sido apenas provisoriamente bautizadas.

La otra ruta resulta mucho más declarativa. Supondría que la poesía de Juarroz obliga, en primer lugar, a consentir nuestra ignorancia, a admitir la inconmensurabilidad del mundo y el modo en el que las palabras tratan –a veces vanamente- de sostenerlo o soltarlo. Desde esta perspectiva, la verticalidad sería, alternativamente, un trabajo de deconstrucción con el que se retiran los significados caducos de la realidad y, así mismo, el gesto que permite al poema alzarse hasta el lugar de esas nuevas imágenes que deben poblarse convenientemente.

De lo que no cabe duda, más allá de estas dos concepciones, es que Juarroz transgrede sistemáticamente los límites; con cada verso las cosas son forzadas a dar algo más y, en consecuencia, el poema provoca un incontrolable desborde: “He descubierto un color negro –dice Juarroz- más negro que el negro”. Se trata del prurito por acentuar las márgenes, los paréntesis, las interferencias, todas esas áreas y superficies que carecen de soporte, pero cuya existencia constata el poema.

La manera en la que Juarroz asume la desubicación de lo que existe, su marginalidad, exilio, etcétera, explica el interés que han tenido los franceses en su poesía. En todo caso, no es menos cierto que la relación entre esta y las teorías de los posestructuralistas –Derrida, Barthes o Deleuze, por ejemplo- se ha establecido solo incipientemente y, por tanto, todo el interés de Juarroz por la diferencia como expresión emergente está todavía por dibujarse: “Todo hombre necesita una canción intraducible”.

Por demás, la impronta filosófica en Juarroz, como se indicó, es insoslayable. Sus poemas ofrecen un inventario amplísimo de cuestiones asociadas al valor del no-ser y, especialmente, a la tensión entre el flujo y la permanencia, tema heracliteano que obsesiona a Juarroz y lo lleva a decir: “Ser algo es ya una forma de no serlo”.

La naturaleza de estos problemas explica que Juarroz se apropie del silogismo para ponderar opuestos, contrastarlos y proyectar unificaciones. Una labor desafiante, primero, porque su poesía es pendular, esto es, trabaja las antinomias siempre en movimiento –diríase mejor, en oscilaciones-; y, segundo, porque la lista de elementos puestos en juego es ingente: olvido y memoria, pensamiento y vacío, adentro y afuera, dios y hombre, vida y muerte, imagen y reflejo, presencia y ausencia, monólogo y diálogo, cuerpo y sombra, entrada y salida, vigilia y sueño, entre otros.

Por supuesto, también el uso riguroso del oxímoron y la sinestesia permiten a Juarroz generar la contradictio in terminis que está implicada en su idea de verticalidad. Hay una variación absoluta de los puntos de referencia, ampliados o reducidos, en ocasiones también trastocados o borrados, y únicamente apelando al recurso de estas figuras pueden sus poemas expresar las líneas de semejante (de)formación.

Con la Séptima poesía vertical, así como sucede con sus otros poemarios, Juarroz nos aboca al asunto del mirar: “La mirada de afuera no sirve para mirar adentro / La mirada de adentro no sirve para mirar afuera / ¿Dónde está el ojo único?”. Sus poemas, por ello, esbozan la visión que se dirige hacia todas las direcciones, el pensamiento que hila todos los extremos; solo que en el ínterin, en medio de ese finísimo tejido que va creciendo, una y otra vez nos recuerdan que pensar y mirar son siempre movimientos efectuados sobre el abismo de las incertidumbres.

JUARROZ, R. (1982) Séptima poesía vertical. Caracas: Monte Ávila.
MAZURU, D. (1984) Les voix intérieures.
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Humillados y ofendidos (1861) fue la primera novela escrita por Dostoievski tras su confinamiento en Siberia y la obra con la que intentó recuperar el interés que años atrás había despertado con su libro Pobres gentes (1846). Lastimosamente, ese propósito no se materializó por completo, en buena medida, debido a la influencia de críticos como Grigoriev que reprocharon la supuesta propensión del autor a convertir sus personajes en títeres.

El mismo Dostoievski reconocía las limitaciones de esta obra, originalmente publicada por entregas en la revista Vremia –propiedad de su hermano-, aunque la defendía de los ataques arguyendo que en ella se encuentran algunos pasajes llenos de vida y, por lo menos, cincuenta páginas de las que personalmente se sentía orgulloso.

Tal arraigo tuvo esta obra para Dostoievski que resultaría difícil desprenderla de su sustrato biográfico. Es verdad que en ella no hay alusiones a Siberia, pero, valiéndose de un narrador intradiegético –que, además, es escritor-, la novela plantea muchas cuestiones que atañen a la estrechez en que vivía Dostoievski, el modo en que aplacaba sus nervios con la escritura, la mala reputación que enfrentaba como hombre de letras, su relación con una aristocracia que lo restringía y hasta su reacción ante los comentarios que lo tildaban de autor esforzado.

Hay, además, hilvanadas en la narración, varias referencias a la opera prima de Dostoievski. Con ellas se recupera el estado previo a la publicación de aquel libro que dio forma a “penas y alegrías” que él mismo compartía y; adicionalmente, se replican las objeciones que todavía entonces se alegaban frente a su final, a todas vistas desalentador.

Las indicaciones biográficas permiten dar cuenta, asimismo, de la enfermedad que acosaba a Dostoievski durante la redacción de la novela, mal que él calificaba de terror místico y; finalmente, a través de un par de incisos que funcionan como metarrelatos, el texto mismo vuelve sobre lo que constituyó el origen de sus personajes y líneas argumentales.

Fuera de esta suerte de biografía soterrada, Humillados y ofendidos es “una de esas historias sombrías, tenebrosas y alucinantes que suelen pasar inadvertidas bajo el cielo de Petersburgo”. En ella, utilizando una técnica especular, Dostoievski compagina dos relatos que tienen en común la ruptura familiar: padres que se sienten zaheridos por las hijas que los abandonan para seguir una ilusión e hijos que son burlados por sus padres cuando estos les imponen la fuerza de sus propios intereses.

De este modo, la novela despliega uno de esos profundos exámenes, habituales en Dostoievski; en este caso sobre la psicología del ofensor y el ofendido, de quien humilla y el humillado. Para lo primero, el autor se vale del perfil del príncipe Valkovski: un hombre adusto, hostil, calculador, defensor de la “fría razón” y de la conducta sin escrúpulos que contraviene la metafísica filantrópica de personajes como Aliosha o Natasha.

Valkovski, en tanto ofensor, es una figura que se oculta si es necesario, pero tampoco encuentra reparos a la hora de mostrarse sin máscaras. Se burla de todo lo que los demás califican de sublime e invaluable y suele decir: “Para mí ha sido creado el mundo”, principio del cual desprende, no solo la legitimidad de sus acciones, sino su consigna para emanciparse de las trabas u obligaciones que la sociedad le interpone.

Dostoievski insiste en este modelaje, haciendo decir al príncipe: “Quien no se comporta de forma egoísta no hallará nada que hacer en este mundo”. Una sentencia que cuestiona, incluso, ciertas generosidades que, en realidad, parecen esconder una versión más mordaz de lo mezquino. El ofensor, así, se opone a todo afán solidario, llámese socialismo o familia, a la par que concibe lo demás en su simple papel de comparsa.

La psicología de los ofendidos, por su parte, es mucho menos unívoca. Dostoievski supera la visión de estos como víctimas de desalmados o locos. Su aproximación, de hecho, subvierte esta concepción para argüir que los ofendidos suelen ser “hombres y mujeres de corazón ingenuamente romántico” que llevan su devoción a extremos ridículos. Por tal razón, los personajes que cumplen esta condición en la novela –Natasha, Elena, Aliosha o el propio Vania- creen que su deber es sufrir hasta el final en nombre de una felicidad incierta y no existiría para ellos algo más noble que esta esclavitud voluntaria.

El malestar que los ofendidos experimentan, de acuerdo con Dostoievski, radica en ensalzar más de lo debido a los otros seres, porque todo dolor se multiplica cuando uno se sabe culpable. Por lo demás, no hay forma de sustraerse de esta situación porque estos hombres se obcecan con la idea del martirio, se complacen en ahondar religiosamente las heridas y convierten este sufrimiento en un rasgo hasta tal punto connatural de sus vidas que se convencen de la necesidad de descargarlo sobre otros, de volverlo un lastre hereditario.

Puede decirse, por ello, que los humillados y los ofendidos se cierran, se contraen y, solo en contadas ocasiones, pueden abrirse a la gratitud o al amor no metafísico. Acaso se vislumbren los únicos ejemplos de esto en el perdón y en el esbozo que la obra ofrece del socialismo, pues, en esas páginas –redactadas con toda la cautela de un expresidiario-, Dostoievski dibuja una nobleza solidaria, una virtud que insta a actuar recta y honradamente.

En el fondo de todo lo descrito habita el problema de la franqueza. ¿Cuántos apuros podrían evitarse si los hombres se expresaran cabalmente? Pero, también, ¿cuánto “hedor insoportable” saldría de esos pensamientos por fin expuestos? Por eso, la obra de Dostoievski desvela, tanto la paradoja de ser ofendidos casi siempre por los más cercanos, como la marca de ese destino de desconfianza, bien capturado en el verso de Polonski: “Mi casa es solo una habitación oscura y triste”.

DOSTOIEVSKI, F. (2009) Humillados y ofendidos. Barcelona: Juventud.
MALCZEWSKI, J. (1883) Na etapie (Aresztanci).
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Antes de que la narrativa de Kenzaburō Ōe virara hacia la intimidad que exhibe desde Una cuestión personal (1964), muchas de sus inquietudes giraron en torno al tema de la guerra. Para comprobarlo bastaría leer obras como La presa (1957) o Cuadernos de Hiroshima (1963) en las que se despliegan consideraciones sobre los motivos, derroteros y consecuencias de este fenómeno.

La novela Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958) podría figurar también dentro de este grupo, ya que la Segunda Guerra Mundial provee el contexto de su trama. En la obra, quince niños de un orfanato son trasladados desde una ciudad que está evacuándose a raíz de los combates hacia una aldea donde, más tarde, serán abandonados, pues sus habitantes marcharán huyendo de una epidemia.

Ōe utiliza esta coyuntura para apuntar sus señalamientos. Condena, por ejemplo, la “locura colectiva” que la guerra desprende sobre Japón, el modo en que esta envilece los sentimientos y, sobre todo, la incongruencia que provoca en el comportamiento de los adultos, quienes, a pesar de sufrir el ataque de hombres lejanos, se llenan de aprensión hacia sus propios jóvenes y están dispuestos a castigarlos severamente.

Es cierto que lo que más interesa a la novela estriba, no en la guerra, sino en narrar la experiencia de los niños viviendo a su suerte; uno de los personaje lo declara perfectamente al decir: “Parece increíble que fuera de este pueblo haya una guerra”. Sin embargo, eventualmente Ōe enlaza a esta vivencia la figura de un soldado desertor que constituye el nexo entre el territorio aislado de la aldea y el conflicto que se vive en el resto de Japón.

Más allá, incluso, la misma formulación de la novela remite a un carácter, si no bélico, al menos conflictivo. La llegada de los huérfanos resulta incómoda para los nativos; estos mantienen una actitud escrutadora, cáustica, de manera que, sin serlo, los chicos son puestos inmediatamente en condición de extranjeros. A aquellos hombres les invade el orgullo de su casta ancestral y, en nombre de ella, se oponen a todo lo restante.

Frente a dicha reticencia –cuyo epítome es el bloqueo que los campesinos emprenden contra el pueblo- la primera reacción de los personajes es amoldarse, aceptar su rango de seres observados –“como las piedras, las flores o los árboles”-, animarse a sobrevivir pese a las contorsiones exigidas. Pero, esa sujeción que primero los abruma va mudando hasta convertirse en ira sorda: una hostilidad y un rencor que parecen dirigidos a todo el género humano.

Este es el nodo de la novela, porque el abandono al que son sometidos los niños sienta las bases para su transformación radical. Ellos atestiguan, sin duda, el estancamiento de un tiempo que parece, como todo en la aldea, requerir la supervisión adulta para moverse; pero, a partir de esa fatiga y encierro que padecen precipitan, uno a uno, los sucesos con los que van restituyendo su vida.

Lo interesante de Ōe es la manera en la que él conduce esta circunstancia hacia una especie de refracción, pues el abandono obliga a los niños a emprender, por sí mismos, el proceso civilizatorio o, si se quiere, a replegarse en la naturaleza para abrirse desde ella nuevamente hacia el mundo. La idea queda poéticamente evocada con la expresión: “Estábamos más cerca de los pájaros que de los adultos que nos apuntaban con sus armas desde la otra ladera del valle”.

Este desplazamiento se vislumbra ya en el lenguaje estentóreo que utilizan los chicos y, principalmente, en su conformación siguiendo la estructura de clan. Será así, como manada, que conciban la realización de las tareas –la caza, la cocina, los castigos, los entierros- y como se inicie una tendencia hacia la jerarquización consistente en descollar por atributos como la valentía, la sagacidad o la fuerza.

La sexualidad es otro de los elementos desde los que se dibuja este primitivismo. La novela destaca por sus continuas alusiones a la anatomía, pero, en especial, por examinar cómo, dentro del aislamiento, este tipo de contacto surge desprovisto de cualquier sentimiento: los niños lo descubren como un deseo que los “impacta”, un instinto avasallador que los pone en la ruta del placer momentáneo.

Ōe desvela, así, en contraste con la guerra –la cual se apropia también, a su modo, de impulsos primigenios-, una experiencia en la que la vida necesariamente se retrae, aferrándose a los lazos constitutivos que la naturaleza le tiende. Son los animales, el campo, el fuego, la caza y, finalmente, los rituales en los que todo ello desemboca los componentes de esa forma de existir tribal y atávica que recuerda las palabras de Nietzsche: “Cantando y bailando se exterioriza el ser humano como miembro de una comunidad superior”.

La muerte es, indudablemente, el otro gran hallazgo al que se abocan los personajes. La guerra y la epidemia multiplican, ante sus ojos, aquella imagen que, a la luz de su arcaísmo, es vista apenas como inexistencia futura, como fuerza que se prolongará hasta cubrir por entero el mundo; pero, también, en los momentos en que esta se cierne personalmente sobre ellos, la muerte será un misterio que echa raíces y que exige instaurar en el interior un mito propio.

En este sentido, Arrancad las semillas, fusilad a los niños es una obra que sigue un tránsito. La niñez abandonada expresa una regresión a lo rudimentario, pero, desde allí, el movimiento sigue su curso hacia el descubrimiento de la muerte y la conciencia de la individualidad como otra forma de aislamiento. En ambas direcciones parece desenmascararse lo mismo y esa es la certeza que palpita en la visión desgarradora del final: “Tanto dentro, como fuera, hay puños duros y brazos brutales dispuestos a golpearme”.

ŌE, K. (1999) Arrancad las semillas, fusilad a los niños. Barcelona: Anagrama.
ISHIDA, T. (1997) Jellyfish’s Dream.
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