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La Pasión Inútil

Timeo Hominem Unius Libri

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En una entrevista fechada un año después de publicar su primera novela, Coronación (1957), José Donoso confesaba que, a pesar de haberse trasladado para escribirla al ambiente propiciador de Isla Negra y de recibir buenos comentarios sobre sus versiones preliminares, no dejó de rehacer la obra por lo menos quince veces antes de sentirse conforme con ella.

Quizá por esto, la novela fue celebrada por la crítica y, vista hoy, prefigura dos de los rasgos que tendría la narrativa posterior de Donoso: por un lado, el contraste espacial entre el interior –la casa como escenario de acciones- y el exterior –la calle, la ciudad que rumorea-; por otro, el permanente viraje hacia el pasado: esa casi manía de recuperar o reconstruir una época perdida en el tiempo.

De este modo, Coronación, como –más tarde- Este domingo o El obsceno pájaro de la noche, es una novela que se despliega en varios niveles. Puede leerse como relato que refiere la decadencia de una familia connotada, los Ábalos, de la que apenas sobreviven la anciana Elisa y su nieto Andrés, ambos abocados al delirio retrospectivo; o como un retrato que compara, en términos vitales, la suntuosidad de la casa de los Ábalos con la situación de pobreza que pulula afuera.

La primera línea de lectura se indica en la casa misma. Es claro que se trata de una residencia enorme, pero de aspecto “cadavérico” y plagada de objetos caducos, de un lujo más que expirado. Por esta razón, quienes la habitan –misiá Elisa y sus tres empleadas: Lourdes, Rosario y Estela- viven rodeadas de recuerdos y se remontan una y otra vez al mundo que existió antes allí y que solo se reactiva ilusoriamente cuando reciben visitas por el santo o el cumpleaños de la anciana.

En todo caso, el declive de la familia Ábalos no es estrictamente material. La novela atestigua, sobre todo, el derrumbe de sus ideales. Andrés, por ejemplo, es un soltero cincuentón que se dedica a leer libros y coleccionar bastones; un hombre que, hasta entonces, gracias a su holgura económica, ha dejado que todo fluya sin preocuparse, manteniéndose en el umbral de la acción y limitándose a soslayar la vida, a ver por el resquicio lo que les sucede a los demás.

Sin embargo, la cercana muerte de su abuela medra en su interior como ansiedad. Ella constituye el único lazo que lo une a la existencia, de suerte que la pregunta por lo que habrá después se torna acuciante. Este es uno de los sustratos existenciales de la novela, porque Donoso revela cómo donde se levantaba la seguridad –o, al menos, la aceptación muda que liberaba de todo compromiso- ahora habita la flaqueza y, en consecuencia, se requiere una fe para ir más allá del momento presente.

La crisis de Andrés Ábalos pertenece a la de “los seres que necesitan saber y no comprenden el porqué de las cosas”. De allí que la dificultad para hallar la fe que necesita radique en su arraigado escepticismo: en todo lo que existe intuye mecanismos de engaño que se le antojan inadmisibles. La mayor parte de la novela el personaje luce extraviado, inquieto y, únicamente en las postrimerías, aunque esto parezca más una patología, identifica en su amor hacia Estela –la joven que contrata para cuidar a su abuela- una posibilidad de redención.

Ahora bien, como se dijo, Coronación establece un puente entre las formas en que dos mundos experimentan sus particulares desesperaciones. Por tal razón, paralela a la exploración metafísica de Andrés, Donoso traza la realidad material de Mario, René y Dora, personajes pobres y ajenos a la casa de los Ábalos, pero que entran en contacto con esta a través de Estela, quien sostiene un amorío con el primero de ellos.

Más que un contrapunto, Donoso establece aquí una acusada fricción entre los personajes e, indudablemente, el mérito del juego de disparidades que propone consiste en no romantizar a Mario y compañía, sino presentarlos con la justeza que corresponde a seres atrabiliarios, malhadados casi siempre a causa de su propia vileza y ofuscados, acaso más de lo necesario, por la fortuna de los otros.

La necesidad, el robo, los hijos, el lenguaje de la calle, los divertimentos de la gente pobre y todos los otros elementos que integran ese mundo sórdido y desconocido comparecen ante Andrés y, de alguna manera, constituyen una de las vías por las cuales tambalea su racionalidad. En efecto, el personaje sufre una doble humillación porque, primero, su gusto por Estela lo obliga a entrar en contacto con un sector que, pese a su miseria, se agita intensamente, esto es, posee la vitalidad que él añora; y, segundo, porque se persuade de que estar con ella implica, en su caso, hundirse en un fondo oscuro.

Además de esta confrontación, la novela esgrime otro núcleo: la locura. Desde el inicio, la casa de los Ábalos se dibuja como un ambiente que amenaza la cordura, pues, cuando la abuela Elisa escapa de su habitual marasmo, deja ver todo el rigor de su demencia: una mezcla de autocompasión, santidad, juicio moralista y presunción de nobleza.

Al respecto, la obra muestra una extraña tensión entre la impotencia de Andrés para aplacar la locura de la anciana y el creciente atractivo que esta genera en su interior. El personaje colige que “todo lo que se ha mantenido guardado –en su abuela-, al debilitarse la esclusa de la conciencia, llena su vida”; y ya que esta es una experiencia semejante a la suya, Andrés atraviesa un itinerario que va del desconcierto a la sumisión frente a la locura. La declaración de esto se encuentra en la pregunta: “¿Podría ser la locura la única manera de llegar a ver hondo en la verdad de las cosas?” Sin duda, un apunte que permite sostener que, en la obra, la locura se concibe como una herencia para defenderse de los espantos de la vida.

En esto, Donoso coincide con Lawrence, para quien "la vida siempre es un sueño o un frenesí en un lugar cerrado”. Con Coronación, la tesis se probaría por el hecho de estar ante un mundo de orden aparente, bajo el cual palpita el caos –la fuerza dionisíaca- y la broma de un dios, también loco, que ha creado a unos hombres capaces de advertir ese desorden, pero sin la menor posibilidad de corregirlo.

DONOSO, J. (1988) Coronación. Barcelona: Seix Barral.
CIENFUEGOS, G. (1991) El desayuno.
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Aunque Cicerón no hizo parte de la conjura que llevó a la muerte de Julio César, sí defendió a los implicados en varias instancias políticas, gesto que le valió la enemistad de Marco Antonio y el exilio en el que escribiría su última obra filosófica: De Officiis –Sobre los deberes- (44 a.e.c.).

Según acostumbraba, Cicerón recurrió a fuentes estoicas para confeccionar este tratado, particularmente a las de Panecio –quien es glosado en numerosos pasajes- y Posidonio; pero, así mismo, a tesis provenientes del aristotelismo. La obra, por otra parte, fue dedicada a su hijo Marco, de quien se sabe por el testimonio de Séneca, que desatendió el llamado de su padre a la rectitud, llegando a deshonrar su nombre.

En términos generales, el tratado versa sobre la honestidad –honestas, κᾶλον- como virtud cardinal y los modos en que esta se expresa en los deberes particulares de la sabiduría (en el plano teórico) y de la justicia, fortaleza y templanza (en el práctico). Para dar cuenta de ello, Cicerón dedica toda la primera parte de su trabajo a la descripción de estos deberes; después, se ocupa de su utilidad en la vida cotidiana; y, finalmente, desmiente las aparentes contradicciones entre lo honesto y lo útil.

Las consideraciones sobre la sabiduría son las menos prolijas en el libro, debido a que el interés de Cicerón es, ante todo, la consecución de un hábito –ἦθος, mos-. De hecho, plantea que toda teoría concerniente a la sabiduría habría de reducirse a resolver la pregunta: ¿cómo tomar determinaciones sobre las cosas honestas? Y, en buena medida, la respuesta la provee él mismo al exhortar, por un lado, a no dar por conocido lo que se ignora y, por otro, a evitar el celo desmedido por cuestiones innecesarias.

En cuanto a la justicia, el abordaje de Cicerón es predominantemente político, pues la define como la especie de lo honesto que mantiene unida la sociedad. Así, la injusticia se advertiría tanto en quien injuria, como en el que, descuidando su obligación de amparar, no defiende al injuriado. Detrás de esta formulación se rastrea a Terencio –“Nada que sea propio de los hombres nos es ajeno”- e, incluso, a Horacio –Tua res agitur paries cum proximus ardet-, con quienes Cicerón coincide al fundamentar la justicia en la fidelidad a las promesas, la conducción sabia de la benignidad, la distinción público-privado y la elusión de la venganza.

El estudio de la fortaleza, posteriormente, lo desarrolla Cicerón a partir de una línea negativa (el desprecio de las cosas externas si estas no son honrosas, v. gr., el dinero o la fama) y otra positiva (la observancia de lo grande y útil, aunque esto revista dificultad). En este aspecto, la obra sigue el estoicismo tradicional, si bien dicho engarce se rompe cuando Cicerón se inclina, no hacia la vida tranquila del retiro y el cuidado de bienes pequeños, sino hacia lo más provechoso para el género humano. Tan convencido está de ello que asegura que quienes desprecian cargos públicos o militares para favorecer su ascetismo, deberían ser vituperados, ya que virtudes como la dirección de la razón, la disciplina del cuerpo o el sosiego ante la inestabilidad de la fortuna solo revelan su verdadera magnitud en el rol de ciudadano –cīvitātis-.

Cerrando su revisión de los deberes, Cicerón medita acerca de la templanza. Al respecto, distingue cuatro formas en que se manifiesta la condición del hombre –lo que es por Naturaleza (un ser racional), lo que tiene de persona (su carácter), lo que hacen de él las circunstancias y lo que llega a ser por voluntad-. Su esquema es fértil para estudiar cómo evadir la sedición de las pasiones, pero, sobre todo, para subrayar que, a diferencia del estoicismo arquetípico, Cicerón promueve una filosofía que no pretende experimentar lo que pertenece a temperamentos ajenos, sino privilegiar la actuación conforme a la propia personalidad.

Ya que, según Cicerón, la Naturaleza nos ha puesto en el mundo para la austeridad y las graves ocupaciones, aquí aparece de nuevo la inveterada búsqueda de adecuar las acciones a la moral, seguir la ley natural y pensar reiteradamente el género de vida que tenemos y el modo en que este es congruente o no con una visión armónica del mundo. En este sentido, su disertación encara las doctrinas del orco rerum y el oportunitas temporum, entendiendo que la virtud descansa en la conformidad con el orden y el tiempo en el que las cosas deben darse.

Como antes se indicó, la segunda parte del libro la emplea Cicerón para investigar el tema de la utilidad. En su opinión, de las cosas dispuestas para la conservación humana (sean estas animadas o no) jamás podrá aseverarse algo eo ipso. En consecuencia, que estas sean útiles dependerá de la sabiduría desde la que nos relacionemos con ellas para no turbar la paz del alma, perder los límites de la moderación o romper la conciliación social a la que estamos abocados.

Cicerón hace hincapié en el nexo entre política y utilidad, alertando con numerosos ejemplos sobre el peligro de confundir la justicia con la crueldad, regocijarse con los aduladores y arruinarse malinterpretando la benevolencia. En él, hay un tono continuamente  reprobatorio de los vicios que encarnaron los gobernantes de su época, a saber: anteponer los espectáculos a las obras, expropiar los bienes privados o justificar la rapiña tras las victorias bélicas.

Sobre los deberes concluye con la discusión en torno al dilema entre lo honesto y lo útil. Para Cicerón es vergonzosa la simple insinuación de que haya acciones honestas que no sean útiles o acciones útiles que no sean honestas; en todo caso, analiza varias de ellas con el objetivo de refutarlas. Sin duda, la de mayor interés, dada su vigencia, corresponde a la del asesinato del tirano. Cicerón califica este acto de útil y no deshonroso en la medida en que las acciones terribles del tirano declaran de facto su salida del derecho social y, por tanto, nadie habría de sentirse compelido por alguna clase de deber frente a él.

En suma, el tratado de Cicerón constituye una de las mayores obras del estoicismo político y esto justifica su positiva recepción histórica. Voltaire mismo afirmaba del libro: “Jamás podrá escribirse algo más sabio, ni más verdadero, ni más útil”. Su puesta en marcha, empero, es siempre un asunto más complicado y da ocasión a preguntarse, recuperando la vieja metáfora de Giges, si actuaríamos con corrección y honor si tuviésemos la absoluta certeza de que un poder superior ocultará para siempre a los demás la verdad de nuestros actos.

CICERÓN (2008) Sobre los deberes. Madrid: Alianza.
WATERHOUSE, J. W. (1883) The Favourites of the Emperor Honorius.
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Heinrich Heine encarna un caso de fortuna y desgracia, pues, aunque su nombre se enarboló en Alemania a lo largo del siglo XIX como el último gran representante del Romanticismo, más tarde este fue duramente repudiado por los nazis, quienes, sin olvidar su origen foráneo, se negaron a considerarlo como una verdadera figura del Volkgeist ario.

El resultado de dicha vicisitud ha sido que su obra se lea todavía con recelo. El Libro de las canciones (1827), por ejemplo, aun cuando llegó a reeditarse al menos 45 veces solo durante los primeros 50 años que siguieron a su publicación original, se ve aún empañado por la crítica que reprueba su facilismo –esto es, la dilección que muestra por los temas amorosos- y su exageración de los recursos románticos.

De cualquier modo, dicho texto continúa ofreciendo para muchos un modelo de poesía que, en consonancia con las pretensiones del autor, florece como pensamiento mientras deja medrar en su interior las pasiones. En este sentido, constituye una obra que fractura el dualismo entre sentir y pensar, y que traduce, además, esa confluencia espiritual de judaísmo, cristianismo y helenismo desde la que se alza la poética de Heine.

El Libro de las canciones está dividido en cinco grandes partes. La primera se titula Sufrimientos jóvenes y se asienta por completo en la exploración onírica del amor. Como en ella predomina el tono pesimista, el sueño suele concebirse como lo único que perdura de la ventura amorosa –“solo quedaste tú, huérfano canto”- y la muerte constituye una presencia siempre al acecho. En los momentos más patéticos, la voz poética, transida de dolor, se entrega, incluso, a lo fáustico, a una superstición que busca valerse de cualquier ensalmo para superar la pérdida de lo querido.

Ya en estos poemas, los más tempranos de Heine, se apela a las fuentes del cristianismo y de la Antigua Grecia. Esto, sumado a que los sentimientos actúan sobre numerosos personajes (Hedwig, Ulrich, Lise) y en escenarios diferentes (Toledo, Babilonia, Paderborn), hace que el amor se exprese como un hechizo, una trampa tendida sobre todos los hombres –amor omnibus idem- y con efectos semejantes en ellos: la desesperación, la pena o el exilio.

El segundo grupo de poemas se presenta como Intermezzo lírico y ya había aparecido en la obra Tragedias, publicada en 1823. Se trata de un apartado que escruta primordialmente el vaivén de las pasiones, cuestionando “el sentido de que el amor mezcle con la muerte y los pesares la fruición que ofrece a los hombres”. Hay, por lo tanto, una tensión intensa aquí entre, por un lado, la ilusión, la fe o la belleza y, por otro, la perfidia, la altivez y el derrumbe de los ideales.

Más adelante aparece la sección El regreso, la más amplia del libro. Su nombre indica el retorno al lugar idílico en donde se vivió la juventud, el cual se recoge por vía de contraste con lo conocido después. De este enfoque mana una especie de doble pálido –“la visión se ha extinguido y otra vez me envuelven las sombras”- que pone sobre el bastidor “la eterna marcha”, “la eterna despedida”, el rumor de los viajes y las experiencias cosechadas en otras latitudes, especialmente, en España.

Sin duda, las más logradas instantáneas del paisaje escritas por Heine se encuentran en este punto. A pesar del ánimo predominantemente apesadumbrado, medroso, desde el que estos poemas se escriben, ese hombre “doliente y extraño” es capaz de capturar con sus metáforas imágenes impresionantes de la lluvia, los bosques, la borrasca o los cielos y colocar justo en medio de ellas algún recuerdo que vuelve a la vida.

Los seres mitológicos comparecen de nuevo en forma de ondinas, sirenas o héroes y ratifican la idea de que siempre “hay un hombre mirando a las alturas”. La heterodoxia de Heine lo faculta para abordar, en paralelo, la religiosidad cristiana y el fervor helénico; y, aunque sea verdad que el mayor griego entre los alemanes fue Hölderlin, Heine elabora también varios poemas loables en esta dirección –v. gr., Ocaso de los dioses o Los dioses de Grecia- que, por añadidura, aportan una cuota no desdeñable de metapoesía.

Del viaje al Harz es la cuarta parte del libro y se centra en exaltar la simpleza de la vida del campo. Desde luego, el único poema que la compone es el que mejor recoge la sentencia de Heine: “Entre los errores más desafortunados de los hombres figura el pueril menosprecio de los dones que la Naturaleza nos regala”. Así, el texto se apropia de la forma dialogada para sostener la tesis de que la Naturaleza es un medio para restañar el dolor y un reino superior que puede despertarse a través del contacto o el conjuro de la imaginación.

Por último, se incluye el capítulo Mar del norte que, en correspondencia con su título, rastrea las peripecias de una nueva voz que viaja por Escocia, Holanda y Noruega, recogiendo en cada sitio “leyendas olvidadas, deliciosas consejas de inmemoriales tiempos”. Obviamente, como antes, la poesía vuelve a ancorar aquí en asuntos amorosos, esta vez observados desde la óptica del viajero: una insistencia que apoyaría a Marcuse en su opinión de que la fallida relación de Heine con su prima Amelie –post corda lapides- constituyó, para el autor, su predestinación y, para los lectores, una clave de entendimiento.

En todo caso, el ciclo segundo de esta sección se aleja de la susodicha estrechez y abriga con calidez el mundo mitológico. Allí surge casi una obsesión por los orígenes y, si bien los nombres de Poseidón, Caronte, Tetis, Thalassa, etcétera, son pronunciados en estos poemas luctuosamente –“ni siquiera el reino de los dioses perdura”-, de lejos deben constituir la parte más oscura e interesante del libro.

Ese aire penumbroso que hay al final de la obra es la atmósfera perfecta para cerrar el ritual romántico oficiado en ella. “Cada vez más en las ondas penetra mi mirada –dice Heine- hasta que al fin consigue vislumbrar los abismos”; y su poema Purificación abre con la línea aún más negra: “Quédate en el abismo”. Esa tentación de acercarse a las simas, aun en los momentos en que la luminosidad del amor parece protegernos, ha de ser el sello más particular de la poesía de Heine.

HEINE, H. (2015) Libro de las canciones. Madrid: Akal.
FRIEDRICH, C. D. (1822) Mondaufgang am Meer.
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Mil grullas (1952) se ubica en un punto central de la trayectoria de Kawabata como escritor y, al igual que ocurre con otras obras suyas, a esta novela la anima el afán de sondear ese Japón ancestral que va desapareciendo por efecto de la occidentalización, pero que todavía es posible rastrear acentuando elementos históricos que favorezcan la regresión.

De este modo, tal como lo hace con el juego en El maestro de go o con la figura de la geisha en País de nieve, Kawabata recupera aquí otra forma de la tradición: la ceremonia del té. Es así que la novela presenta a Kikuji –el hijo de un experto en esta ceremonia-, quien, tras la muerte de su padre, conoce a dos de las amantes de este a través de encuentros en los que, no solo se oficia este ritual, sino que también se desata una misteriosa transferencia de deseos y culpas que, a la postre, vinculará fantasmagóricamente a todos los personajes.

Las páginas que dedica el autor para aproximarse a la ceremonia del té describen en tono delicado la silueta de los recipientes, su procedencia y los motivos representados en ellos. Con todo, la mayor fineza de Kawabata reposa en la manera en que atiende las cuestiones del movimiento, la atmósfera, la concentración y la solemnidad que son características del ritual y que, por expresarse a modo de flujo de conciencia, tienen una nitidez especial en lo que concierne a colores, sonidos, aromas o sensaciones.

Desde luego, aunque todas esas imágenes gozan de un altísimo valor per se, Kawabata las elabora empeñándose en exaltarlas como incongruentes frente a los objetos y valores europeos. En este sentido, la ceremonia del té funciona como un vértice de observación que, por un lado, indaga la historia de los recipientes que se utilizan en ella –algunos de los cuales superan los 400 años- y, por otro, añora el paisaje silencioso y lento que se vivió in illo tempore, cuando Japón se mantenía ajena al fragor y abarrotamiento de las ciudades.

La grandeza de la crítica a esa suerte de extranjerismo –que, por demás, puede rastrearse en otros autores como Tanizaki-, estriba en revelar el modo en que los recipientes rituales han labrado también un destino: estos han conocido sucesivas generaciones y llevan las marcas de un uso que indica sus travesías, su devenir. Dicho de otra manera, los tazones evocan a quienes antes se sirvieron de ellos, porque para Kawabata el objeto, no solo es memoria de sí mismo y de otros objetos, sino, además, de los hombres y mujeres que ya murieron, pero cuyas almas se reúnen aún en el ritual como recuerdos o fantasmas.

Esta idea de que la vida de un hombre es menos prolongada que la de las cosas permite a Kawabata sostener que el objeto constituye, en rigor, un puente de conexión entre los hombres. La novela, de hecho, se basa en una metáfora de transferencia, pues los tazones ceremoniales que Kikuji hereda de su padre y que llegan a él, a veces de las manos de sus amantes, van forjando una dinámica de homogeneización que consiste, básicamente, en que las identidades de padre e hijo se superponen hasta tal punto que terminan constituyendo una sola.

Son varias las vías por las que esa transferencia ocurre: en ocasiones es la pasión, otras, la nostalgia o el afecto. Lo cierto es que el escenario de la ceremonia conduce a los personajes a un mundo en el que los objetos hablan de lo que fue y de los que fueron, reactivándolo todo e instándolo a renacer en quienes ahora viven. Un desplazamiento que, como se dijo, diluye los límites y lleva a la indistinción entre padres e hijos.

Esta forma particular en la que Kawabata plantea el parentesco, inicialmente, parece algo aterrador, una especie de hechizo que amenaza el equilibrio de la propia identidad. Pero, poco a poco, los personajes van descubriendo en esto cierta embriaguez, quizá la fantasía de eternidad que palpita en ellos mismos, pues la ceremonia del té hace que los hijos vivan lo que vivieron sus padres y, de alguna manera, que estos puedan volver también a vivirlo a través de sus hijos. Hay, por decirlo así, una inversión de generaciones o, al menos, un trastrocamiento del orden: el adulto que rejuvenece en el hijo y el joven que envejece en el padre.

La compenetración filial es tan intensa en Mil grullas que los personajes no pueden restringir sus sentimientos; es decir, llegan, incluso, a sentir o, como mínimo, a intuir profundamente las cosas –por ejemplo, la belleza o la sensualidad- de forma semejante a como ya se habían vivido. Basta para probarlo ver que Fumiko –la hija de una de las amantes del padre de Kikuji- experimenta la misma tristeza de su madre cuando asiste a las ceremonias, o que el propio Kikuji desea con idéntica intensidad que la de su padre el cuerpo de la señora Ota.

En medio de esta equiparación, Kawabata despliega un contrapunto trágico: la transferencia del objeto, sumada a la herencia de lo sentido, desemboca en una responsabilidad demoledora. En el interior de los jóvenes –Kikuji y Fumiko- también germinan las culpas y remordimientos por aquello que hicieron sus padres y que, ahora, ellos viven como suyo. Casi se diría que ellos se enfrentan al problema sugerido por el poeta Accio: “El mismo padre sirve de sepulcro a los hijos”, solo que, a diferencia del pesimismo romano, la muerte y el nombre de los padres comporta para los personajes de Kawabata motivos de hondísimo respeto.

Desde esta perspectiva, los muertos están siempre activos en la novela, pero no se ven allí mancillados por el rencor, sino, antes bien, redimidos por la vida de sus descendientes. En otras palabras, más allá de las culpas heredadas, está la certidumbre creciente de que “los muertos no importunan a los vivos con consideraciones morales” y de que, aunque el recuerdo tienda a cosificar la presencia de quienes murieron, en realidad, a ellos nos ata, tanto un vínculo metafísico como una persistencia corporal, la cual tiene lugar en su encarnación en los otros: sus hijos. Y solo en ese sentido cabría comprender la formulación primordial del parentesco hecha por Kawabata: “El padre se hace conocer a través del hijo”.

Mil grullas es una novela lenta y poética que tiene la virtud de revelar que nos conocemos los unos a los otros de muchas e intrincadas maneras. Una de ellas consiste en el vínculo que abren los objetos que nos preceden y sucederán. Kawabata parece afirmar, por ello, que la vida se hace un poco más intensa mientras nosotros vivimos, pero esa misma existencia ya ha estado antes y estará después. Posiblemente sea esa la sabiduría que se esconde detrás del poema de Muneyuki que él mismo cita: “Por siempre verdes, los pinos, sin embargo, son más verdes en la primavera”.

KAWABATA, Y. (2003) Mil grullas. Buenos Aires: Emecé.
TOSHIKATA, M. (1896) 日本語: 「茶の湯日々草」より『道具しらへの圖』、木版画.
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Mijaíl Bulgákov trabajó como médico voluntario durante la Primera Guerra Mundial y desempeñó, además, esta misma profesión en el Hospital Militar de Kiev y en una provincia de Smolensko. Esa experiencia le permitió dar forma, más tarde, a Diario de un joven médico (1925), libro que sondea situaciones que amilanan el ánimo de los médicos como la incredulidad, la presión de los procedimientos, la reacción de los pacientes y la extrema responsabilidad de hacerse cargo de la vida.

Se trata de una obra en la que el autor se mueve a caballo entre la novela y el cuento. En efecto, los nueve relatos que la componen pueden leerse independientemente ya que no existe una plena continuidad narrativa entre ellos; no obstante, el conjunto funciona también tutti unisono, pues conforma un cuerpo asociado por el tema, el tono, el tipo de narrador, los personajes, etcétera.

Extrañamente, aunque tanto la época en la que Bulgákov fungió de médico como aquella otra en la que redactó su libro colindan con la Revolución Rusa, las alusiones a esta coyuntura están apenas esbozadas. Así, si bien pueden encontrarse líneas acerca del derrocamiento del zar Nicolás II, el estado de los prisioneros soviéticos, el golpe de estado en Moscú o el arribo de los bolcheviques a Ucrania, salvo por el hecho de que el protagonista hace parte de los médicos reservistas que fueron trasladados por aquel entonces a zonas rurales, la Revolución es un tema incidental.

El centro de la obra radica, más bien, en la manera en que el inexperto médico Bomgard enfrenta el destino de “luchar solo, sin apoyos ni orientaciones” en la lejana provincia de Múrievo, uno de esos lugares “dejados de la mano de dios”. De hecho, ya en el relato inicial se advierte que solo comprenderá lo escrito allí quien haya transitado por las estepas rusas, de una isba a otra, desastrado por ese clima inhumano y conminatorio que parece deshacer cualquier buena expectativa.

Son abundantes las reflexiones que el libro establece sobre dicho destino. La primera tiene que ver con el hecho mismo de ser un joven que ejerce la medicina, esto es, de hallarse en una posición en la que es común, no el recato, sino el franco escepticismo frente a las capacidades personales, máxime porque, como sucede al protagonista, la lejanía de cualquier colega lo obliga a encargarse por entero de todas las urgencias e intervenciones sin tener experticia en ninguna de ellas.

Muchos de los cuentos se aproximan expresamente a esta circunstancia y revelan la forma en la que el personaje encara la desconfianza de los otros y cómo oculta su propia intranquilidad. Diríase que Bulgákov expone, filtradas por el cedazo de su experiencia, la culpabilidad que prima durante los primeros años en ciertos médicos por aceptar un compromiso que exige más de lo que creen poseer y, así mismo, el temor, a veces verdaderamente apabullante, de provocar la muerte y ser expulsados del cuerpo médico y la humanidad entera.

En todo caso, paralelamente, el libro plantea que esa experiencia de abocamiento, de saberse lanzado a un terreno de inseguridades, es la que permite superar el simple conocimiento de los exámenes o vademécums y adquirir la lenta destreza de la profesión. Desde esta perspectiva, un descubrimiento decisivo se vive en todos los relatos, pues cada caso particular –un parto, una amputación, el tratamiento para esta u otra enfermedad- son una prueba a la entereza y el marco en el que va labrándose la reputación de Bomgard.

Sin duda, Bulgákov se muestra bastante inteligente al tejer esa relación entre médico y hombre. Son magistrales sus apreciaciones sobre la imposibilidad del médico para experimentar el dolor ajeno, condición que desemboca en su progresiva insensibilidad frente al sufrimiento mismo –nil admirari-; y también resultan notables, primero, su retrato de la repulsión que genera lo humanamente desagradable de las enfermedades y, segundo, su acercamiento al mundo del anfiteatro: esa zona limítrofe entre el fallecimiento y el asesinato en la que los médicos se debaten.

Por tratarse de un texto mayoritariamente anclado en el modo en que se vive en el campo, al autor le preocupa probar la veracidad de los que afirman que “el ser humano, en realidad, necesita muy poco”. Es así que varios relatos, en especial La erupción estrellada, aterrizan sobre asuntos vinculados a la rudeza que caracteriza al hombre de la estepa y cómo, para este, nada relacionado con su salud resulta terrible, pues se encuentra endurecido por las supersticiones, la ignorancia, el descuido o el trabajo.

Es verdad que una faceta harto diferente se refleja en el cuento Morfina. Allí, Bulgákov, opone la responsabilidad total del médico rural a la bien definida división de funciones que predomina en las ciudades y, además, estudia las vías de una posible degeneración moral de los médicos. El texto, parcialmente autobiográfico, corresponde al diario de un profesional –a quien conoce Bomgard- que se hace adicto a la morfina y rastrea, tanto las justificaciones iniciales de su consumo como las impresionantes imágenes de sus efectos, una vez se ha perdido el control del medicamento y su necesidad se sufre de forma más acuciante.

Existe un fragmento en Un ojo desaparecido en el que el protagonista adelanta un inventario de su labor médica a partir del libro de visitas. De acuerdo con esos datos, solo en un año ha llegado a atender 15613 enfermos, ha internado a 200 de ellos y ha visto morir a 6. Aunque estas cifras puedan o no coincidir con las que el propio Bulgákov vivió como médico, con ellas puede tenerse una idea de las magnitudes en que se mueve esta profesión, las tensiones que se dan en su cotidianidad y lo inviable que sería, dentro de ella, pensar en que alguien pueda, finalmente, declarar: “Ya lo he visto todo”.

Por esta especie de recuento anecdótico que Bulgákov elabora y, principalmente, por su capacidad para transmitir al lector todo lo que en sus historias hay de estremecedor, reflexivo y hasta repugnante, le fue conveniente a él –como a su personaje de El asesino- dejar la medicina y dedicarse a la literatura. No de otra forma, podría alcanzarse esa imagen característica del médico, para quien nada en el exterior parece cambiar nunca, mientras que, en su interior, cada cosa radicalmente está bullendo y transformándose todo el tiempo.

BULGÁKOV, M. (2015) Diario de un joven médico. Madrid: Alianza.
FILDES, L. (1891) The Doctor.
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