Miguel de Cervantes - Don Quijote de la Mancha

by - marzo 31, 2021


Pensaba Foucault que de la infructuosa “búsqueda de similitudes” que emprende don Quijote entre el discurso caballeresco y el mundo en el que vive deriva el carácter moderno de la novela: “En ella el lenguaje rompe su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que ya no saldrá sino convertido en literatura”.

La disparidad entre mundo y discurso se hace evidente en la primera parte de la novela –por ejemplo, en el relato de los molinos, la aventura del yelmo o la liberación de los galeotes-; mientras que el advenimiento del lenguaje como literatura caracteriza la segunda parte, pues en ella se opera la transformación de lo real que permite nuevamente la coincidencia entre las palabras y las cosas –v. gr., el duelo con el caballero de los espejos, la estadía en el castillo de los duques o el gobierno de Sancho-.

Hablar solo de similitudes, en todo caso, desestima la profundidad de la obra: en realidad Don Quijote no presenta rupturas o afinidades, sino que realiza el mito mismo de la caballería, y esto, primero, porque su relato ocurre en una época que ya no corresponde a la de los caballeros y, segundo, porque su protagonista encarna los elementos necesarios para erigir ese mito.

Es clara la nostalgia que siente don Quijote por el pasado –de allí que se incluya un capítulo como el Discurso de la edad dorada-, y también la incomodidad frente a su tiempo –el de “la pólvora y el estaño”, el de la ociosidad, el vicio y la teoría-. A partir de estos presupuestos él advierte la necesidad de armarse caballero, de resucitar aquella edad de oro, apropiándose del discurso caballeresco para fundarlo de nuevo en el mundo.

La figura modelada por Cervantes esgrime los dos elementos fundacionales del mito: la libertad y la palabra. Lo primero, incluso, supone todo un tópico dentro del libro, pues Don Quijote es, por antonomasia, la obra contra los verdugos, la que mejor ensalza el sentido de aventura que posee la vida.

La cuestión de la palabra es un poco más intrincada, ya que se ejecuta en dos movimientos: primero, don Quijote la hereda de los libros, concibiéndola como sagrada –“era la verdad que por él caminaba”- y, después, adecuándose a ella –“todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído”- la resucita, creando a través de ella el mundo que surge de su pronunciamiento; la profusión de formas que hay en el libro –diálogos, cartas, poemas, canciones, epitafios, prólogos- obedece precisamente a este propósito instaurador.

Lo significativo de esto son las dimensiones que se alcanzan: la palabra sirve de conciencia a don Quijote –“yo sé quién soy, y sé qué puedo ser”-; es, asimismo, voluntad de acción –deshacer agravios, enderezar tuertos, etcétera-; y, obviamente, fundación de cosas según el deseo: hazañas, intereses, castigos, atributos y consecuencias.

Cervantes entrega así un manifiesto nominalista. Hasta el Renacimiento existió una correlación entre lenguaje y mundo; Don Quijote anuncia, por el contrario, que la palabra es generadora de un universo individual: “Eso que a ti te parece bacía de barbero –dice don Quijote a Sancho- me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa”. Semejante descubrimiento abre las puertas a las mitologías personales: “Yo imagino que todo lo que digo es así –dice otra vez don Quijote- sin que sobre ni falte nada y píntola (a Dulcinea) en mi imaginación como la deseo”.

El lenguaje es un equivalente de la acción en Don Quijote, un modo de vida; la palabra es fe muerta si no tiene obra. La prueba de ello está en la quijotización que se efectúa a lo largo de la novela y que transforma tanto el ámbito material como el discursivo. El mito de la caballería arrastra el juicio de los otros; ni la burla, ni el desconcierto, ni el ataque pueden domeñar esa lanza en ristre que es la palabra de don Quijote: todos son por turno avasallados, subsumidos por el mito, hasta ese contrapunto tenaz que es Sancho Panza, quien cederá igualmente al delirio en la aventura del caballo Clavileño o durante su gobierno de la ínsula Barataria.

El poder del lenguaje es tan grande que trasciende los límites del relato para acceder a otros espacios. Por un lado, la obra se enriquece con el intertexto: Cervantes incluye su libro La Galatea entre los expurgados por el cura y el barbero; a la narración se suman las muchas digresiones y episodios de la primera parte –como El cautivo o El curioso impertinente-; hay numerosas referencias al Quijote apócrifo que redactó Avellaneda –sea para burlarlo o criticarlo-; y se vincula en la obra a Álvaro Tarfe, personaje de aquel libro ilegítimo, para dirimir con él, desde la ficción, los conflictos históricos entre ambos autores.

Además Don Quijote vira su mirada hacía sí mismo, estableciendo una suerte de metaliteratura: propone interesantes cambios de narradores, sugiere dudas sobre la veracidad del relato, ofrece respuestas a las críticas que recibió la parte publicada del libro en 1605, y se permite la teorización literaria, bien por boca de don Quijote o bien por la de un narrador.

La novela llega a incidir, finalmente, en la realidad del lector, pues, por citar un caso, de la aventura de don Quijote en la cueva Montesinos deriva la fabulación de una geografía: el mago Merlín es quien engendra las lagunas de la Ruidera. Todo lo cual, sumándose a la obvia influencia del mito en la cultura, termina dejando clara la fortaleza de su palabra.

Sostener que Cervantes quiso advertir con Don Quijote sobre algún peligro es echar al traste su crucial inventiva: el libro instaura el discurso de la caballería andante y, con él, la asunción de las mitologías individuales. Si es válido aceptar aquellas palabras del cura sobre el protagonista –“me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad”- es justamente porque su locura representa una visión iluminada: aquella que transforma al hombre en quien anhela ser. En ausencia de ello solo puede hallarse aquel don Quijote del final, muriéndose, lejos de la aventura, de fiebre y melancolía.

CERVANTES, M. de (2005) Don Quijote de la Mancha. Bogotá: Alfaguara.
DAUMIER, H. (1868) Don Quichotte et Sancho Pansa.

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