Knut Hamsun - Bendición de la Tierra

by - noviembre 29, 2023


Una conocida frase de Hamsun indica que los hombres llaman providencia a aquello que consideran bueno, mientras califican de destino a lo que se les presenta como malo. Se trata, con todo, de una escisión apenas aparente si nos fijamos en cómo el autor nos remite en su novela Bendición de la tierra (1917) a la relación que el hombre establece con la naturaleza.

La obra inicia con un hombre llamado Isak, quien, después de un largo peregrinaje, encuentra un lugar donde establecerse. La escena reproduce, así, el paso de la errancia al asentamiento y, con esto, al surgimiento del vínculo con el suelo. Isak es un personaje meditabundo y supersticioso que ha abierto un camino hasta allí, el sendero que atraviesa ciénagas y bosques; pero, desde ahora, es también el que ha dejado atrás las moradas para poseer un hogar.

A partir de dicho punto la novela no es más que la historia del modo en que ese establecimiento se convierte en providencia y destino. En efecto, Isak no es un asceta que aspire a la comunión con la naturaleza, a vivir in puris naturabilis; tampoco es alguien que se arredre ante la dureza del campo. Él es, más bien, un hombre pletórico que lleva en sí la voluntad de cambio, de adaptación e, incluso, de imposición a lo que existe.

Ahora bien, si en Bendición de la tierra esos principios –providencia y destino– no resultan excluyentes obedece a que Hamsun prescinde por completo de la romantización bucólica. Aunque la obra rechaza en muchos sentidos la técnica, al mismo tiempo defiende cierta idea de progreso evidente en la ampliación y preparación de los terrenos, el uso de los animales o la apropiación de las máquinas. Complementariamente, tampoco hay una idealización en detrimento de la ciudad, pues el campesino alcanza la gracia del campo, solo después de arrostrar todos los males que este tiene: la mudanza, la sequía, la hostilidad.

Es verdad que Hamsun adjudica a su personaje una visión religiosa de lo rural. Declara, explícitamente, que es posible que dios se le hubiese revelado a Isak una noche y, además, ese dios continúa mostrándosele en la nieve, las montañas o el día de descanso. De este modo, hay siempre milagros oficiándose, un fuego divino que consagra el silencio y permite la asunción de una certeza: divina natura dedit agros.

No obstante, la misma novela añade que Isak labra “las tierras dejadas de la mano de dios” y sentencia la imposibilidad de otear lo que se esconde debajo de la tierra. Por lo tanto, paralela a esa suerte de religiosidad, Hamsun elabora su noción de hombre-trabajador: un ser solitario, tosco y robusto, capaz de captar el inalterable sonido del cielo y comunicar lo bueno, a través de sus manos, al otro, a los animales y a la tierra misma.

De acuerdo con esto, puede asegurarse que el autor traza el nexo entre hombre y naturaleza, no valiéndose de una dirección idealista, sino acogiendo la idea de tradición. La siembra, por ejemplo, se concibe como una herencia que se remonta al pasado, un acto de devoción a la tierra porque esta entrega al hombre su pábulo, el bienestar de lo simple, la satisfacción que sucede a los esfuerzos más descomunales.

Y justamente esta comprensión es la que entra en pugna con aquella que no ve en la tierra más que propiedad. La novela critica esta perspectiva expresada en los discursos de la agrimensura, la escrituración y los litigios, vías por las que la conexión inmediata con la naturaleza, es decir, la implicación del hombre con el suelo que trabaja y que es su hogar y fundamento, se pierde. Esta caracterización, muy cercana a la polivalencia del vocablo Grund, formula un tipo especial de pertenencia a la tierra en la que se vive y, así mismo, de la que se vive; ese espacio que le es propio a Isak y que declarativamente él llama Sellanrå –lugar natural–.

La tensión entre pertenencia y propiedad se amplifica en Bendición de la tierra hasta elaborar la oposición campo-ciudad. Personajes como la esposa de Isak –Inger–, su hijo –Eleseus– o Barbro, se convierten en portavoces de un lenguaje antinatural que se superpone, a veces, sobre la vida del campo y que se manifiesta en el refinamiento, la ligereza, el individualismo y la exacerbación del dinero.

Hamsun mantiene al respecto una postura radical: sucumbir ante lo citadino es trastornarse, romper las raíces míticas. La ciudad es el espacio del esnob, del gasto a espuertas, del ocultamiento, de la caída en las trampas tendidas por “judíos y yanquis”. De manera que la obra sugiere un estar más allá de esto y cultivar una sabiduría que no reposa en los libros, sino en la apertura vital al fuego, la bestia, la siega o el pedernal.

Por supuesto, la técnica no es restrictiva de la ciudad. Hamsun rastrea también su irrupción en el campo mismo, ocupándose de asuntos como el telégrafo, las minas, la migración o el comercio. De cualquier forma, la novela cuestiona aquí otra vez ese desarrollo como nocivo: una intransigencia que consiste en la negación de adecuarse al ritmo de la vida, obstinándose en ir más rápido que esta o en introducírsele a destiempo como una cuña.

Pese a todo, como se indicó, Hamsun evita concienzudamente la romantización. La existencia en el campo es dura, reacia a la manifestación de los afectos y violenta. Acaso, por esto, el autor describa con marcado tremendismo las faenas, los conflictos, los abortos, las relaciones familiares y las persecuciones de las que son blanco las mujeres, en nombre de las cuales Hamsun escribe varias páginas que siguen la ruta abierta décadas atrás por un compatriota suyo en Casa de muñecas.

Bendición de la tierra es, en definitiva, el relato de cómo un suelo yermo rompe su letargo y vive; una contemplación sin artificios de las antiguas montañas noruegas y del hombre que se enraiza con ellas; el canto a una naturaleza que nos pertenece fuera de toda mezquindad; la odisea de un campesino de novecientos años que mantiene con sus manos la vida y que, por este prodigio, es “un resucitado del pasado que señala el futuro”.

HAMSUN, K. (2007) Bendición de la tierra. Barcelona: Bruguera.
MILLET, J. F. (1859) L'Angélus.

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