Yasunari Kawabata - Mil Grullas
Mil grullas (1952) se ubica en un punto central de la trayectoria de Kawabata como escritor y, al igual que ocurre con otras obras suyas, a esta novela la anima el afán de sondear ese Japón ancestral que va desapareciendo por efecto de la occidentalización, pero que todavía es posible rastrear acentuando elementos históricos que favorezcan la regresión.
De este modo, tal como lo hace con el juego en El maestro de go o con la figura de la geisha en País de nieve, Kawabata recupera aquí otra forma de la tradición: la ceremonia del té. Es así que la novela presenta a Kikuji –el hijo de un experto en esta ceremonia-, quien, tras la muerte de su padre, conoce a dos de las amantes de este a través de encuentros en los que, no solo se oficia este ritual, sino que también se desata una misteriosa transferencia de deseos y culpas que, a la postre, vinculará fantasmagóricamente a todos los personajes.
Las páginas que dedica el autor para aproximarse a la ceremonia del té describen en tono delicado la silueta de los recipientes, su procedencia y los motivos representados en ellos. Con todo, la mayor fineza de Kawabata reposa en la manera en que atiende las cuestiones del movimiento, la atmósfera, la concentración y la solemnidad que son características del ritual y que, por expresarse a modo de flujo de conciencia, tienen una nitidez especial en lo que concierne a colores, sonidos, aromas o sensaciones.
Desde luego, aunque todas esas imágenes gozan de un altísimo valor per se, Kawabata las elabora empeñándose en exaltarlas como incongruentes frente a los objetos y valores europeos. En este sentido, la ceremonia del té funciona como un vértice de observación que, por un lado, indaga la historia de los recipientes que se utilizan en ella –algunos de los cuales superan los 400 años- y, por otro, añora el paisaje silencioso y lento que se vivió in illo tempore, cuando Japón se mantenía ajena al fragor y abarrotamiento de las ciudades.
La grandeza de la crítica a esa suerte de extranjerismo –que, por demás, puede rastrearse en otros autores como Tanizaki-, estriba en revelar el modo en que los recipientes rituales han labrado también un destino: estos han conocido sucesivas generaciones y llevan las marcas de un uso que indica sus travesías, su devenir. Dicho de otra manera, los tazones evocan a quienes antes se sirvieron de ellos, porque para Kawabata el objeto, no solo es memoria de sí mismo y de otros objetos, sino, además, de los hombres y mujeres que ya murieron, pero cuyas almas se reúnen aún en el ritual como recuerdos o fantasmas.
Esta idea de que la vida de un hombre es menos prolongada que la de las cosas permite a Kawabata sostener que el objeto constituye, en rigor, un puente de conexión entre los hombres. La novela, de hecho, se basa en una metáfora de transferencia, pues los tazones ceremoniales que Kikuji hereda de su padre y que llegan a él, a veces de las manos de sus amantes, van forjando una dinámica de homogeneización que consiste, básicamente, en que las identidades de padre e hijo se superponen hasta tal punto que terminan constituyendo una sola.
Son varias las vías por las que esa transferencia ocurre: en ocasiones es la pasión, otras, la nostalgia o el afecto. Lo cierto es que el escenario de la ceremonia conduce a los personajes a un mundo en el que los objetos hablan de lo que fue y de los que fueron, reactivándolo todo e instándolo a renacer en quienes ahora viven. Un desplazamiento que, como se dijo, diluye los límites y lleva a la indistinción entre padres e hijos.
Esta forma particular en la que Kawabata plantea el parentesco, inicialmente, parece algo aterrador, una especie de hechizo que amenaza el equilibrio de la propia identidad. Pero, poco a poco, los personajes van descubriendo en esto cierta embriaguez, quizá la fantasía de eternidad que palpita en ellos mismos, pues la ceremonia del té hace que los hijos vivan lo que vivieron sus padres y, de alguna manera, que estos puedan volver también a vivirlo a través de sus hijos. Hay, por decirlo así, una inversión de generaciones o, al menos, un trastrocamiento del orden: el adulto que rejuvenece en el hijo y el joven que envejece en el padre.
La compenetración filial es tan intensa en Mil grullas que los personajes no pueden restringir sus sentimientos; es decir, llegan, incluso, a sentir o, como mínimo, a intuir profundamente las cosas –por ejemplo, la belleza o la sensualidad- de forma semejante a como ya se habían vivido. Basta para probarlo ver que Fumiko –la hija de una de las amantes del padre de Kikuji- experimenta la misma tristeza de su madre cuando asiste a las ceremonias, o que el propio Kikuji desea con idéntica intensidad que la de su padre el cuerpo de la señora Ota.
En medio de esta equiparación, Kawabata despliega un contrapunto trágico: la transferencia del objeto, sumada a la herencia de lo sentido, desemboca en una responsabilidad demoledora. En el interior de los jóvenes –Kikuji y Fumiko- también germinan las culpas y remordimientos por aquello que hicieron sus padres y que, ahora, ellos viven como suyo. Casi se diría que ellos se enfrentan al problema sugerido por el poeta Accio: “El mismo padre sirve de sepulcro a los hijos”, solo que, a diferencia del pesimismo romano, la muerte y el nombre de los padres comporta para los personajes de Kawabata motivos de hondísimo respeto.
Desde esta perspectiva, los muertos están siempre activos en la novela, pero no se ven allí mancillados por el rencor, sino, antes bien, redimidos por la vida de sus descendientes. En otras palabras, más allá de las culpas heredadas, está la certidumbre creciente de que “los muertos no importunan a los vivos con consideraciones morales” y de que, aunque el recuerdo tienda a cosificar la presencia de quienes murieron, en realidad, a ellos nos ata, tanto un vínculo metafísico como una persistencia corporal, la cual tiene lugar en su encarnación en los otros: sus hijos. Y solo en ese sentido cabría comprender la formulación primordial del parentesco hecha por Kawabata: “El padre se hace conocer a través del hijo”.
Mil grullas es una novela lenta y poética que tiene la virtud de revelar que nos conocemos los unos a los otros de muchas e intrincadas maneras. Una de ellas consiste en el vínculo que abren los objetos que nos preceden y sucederán. Kawabata parece afirmar, por ello, que la vida se hace un poco más intensa mientras nosotros vivimos, pero esa misma existencia ya ha estado antes y estará después. Posiblemente sea esa la sabiduría que se esconde detrás del poema de Muneyuki que él mismo cita: “Por siempre verdes, los pinos, sin embargo, son más verdes en la primavera”.
KAWABATA, Y. (2003) Mil grullas. Buenos Aires: Emecé.
TOSHIKATA, M. (1896) 日本語: 「茶の湯日々草」より『道具しらへの圖』、木版画.
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