Apolodoro - Biblioteca

by - abril 08, 2021


Aunque Focio atribuyó la Biblioteca a Apolodoro el Gramático, los filólogos han venido demostrando que esta presunción es improcedente, bien porque el texto parece corresponder a una época posterior (siglo I o II a.n.e.), o bien porque su autor, en realidad, es un homónimo, de suerte que sea preferible hablar de un Pseudo-Apolodoro.

Sea como fuere, es claro que el texto ofrece una exposición muy apreciable para quienes indagan las fuentes clásicas de la mitología griega. Esto lo reconoce el propio Apolodoro, a quien Focio también le adscribe el siguiente epigrama: “La sucesión de los tiempos la podrás conseguir a través de mi erudición y podrás conocer las fábulas antiguas. No habrás de mirar en las páginas de Homero, ni en la elegía, ni en la musa trágica, ni en la poesía mélica, ni buscar en la obra sonora de los poetas cíclicos, sino solo mirarme y encontrarás en mí todo lo que contiene el mundo”.

Lo que destaca en la Biblioteca efectivamente es, en primer lugar, su convergencia de fuentes, las cuales proceden tanto de los poetas –Homero, Hesíodo, Píndaro-, como de los mitógrafos –Acusilao, Ferecides, Herodoro- y los autores trágicos –Eurípides, Sófocles-.

Así mismo, en relación con su ingente labor referencial, resalta la objetividad de Apolodoro: su Biblioteca no sigue el canon de la épica, ni el tono poético o trágico; tampoco es evidente su preocupación por racionalizar los mitos o filosofar a partir de ellos. Su interés es solo presentar la información en la versión más común que exista o contrastar las variantes, cuando se requiera, sin tomar parte por alguna de ellas.

El texto de Apolodoro, tal como nos ha llegado, se encuentra dividido en cuatro partes. En el Libro I se aborda una teogonía que parte de los uránidas –la Biblioteca prescinde de alusiones cosmogónicas- y la genealogía de Deucalión; en el Libro II la descendencia de Ínaco; en el Libro III, la de Agénor, Pelasgo, Atlante y Asopo, así como la línea de reyes que tuvo Atenas desde Cécrope hasta Teseo; finalmente, en el Epítome se describe la progenie de Pélope y los sucesos relacionados con la guerra de Troya.

La atención dada a todos estos elementos es dispar; por ejemplo, los comentarios hechos sobre los mitos relacionados con Prometeo y Pandora o la guerra entre titanes y olímpicos resultan en exceso sucintos si se los compara con los prolongados tratamientos que se hacen del mito de Jasón y los argonautas, los trabajos de Heracles o el regreso de los griegos tras la caída de Ilión.

En todo caso, con cada apunte, conciso o vasto, Apolodoro va tejiendo el numeroso inventario de nombres con el que trabaja. Su obra, en este sentido, exhibe una erudición admirable, pues se mueve, por igual, en distintas dimensiones: la de las regiones donde ocurren los hechos –Mesenia, Tracia, Lacedemonia, Ática, Arcadia, Macedonia-, la de los conflictos entre dioses, y la de las tragedias individuales de los héroes –Edipo, Fedra, Antígona, Orestes, etcétera-.

Un eje que permitiría vincularlo todo tiene que ver con la adivinación, esto es, las prácticas supersticiosas. Desde las iniciales predicciones de Gea hasta los oráculos que recibe Ulises al final de sus días –tema con el que concluye la obra-, Apolodoro registra todo género de vaticinios vinculados a deidades, pueblos e individuos. Se trata de un abordaje, como se indicó, ecuánime, exento de emociones, lo cual permite concebir en su cariz más laberíntico y fatal el papel que jugaba la adivinación entre los griegos.

Los oráculos están vinculados a mitos fundamentales, es decir, no son saberes aislados o prescindibles: su incidencia es decisiva en relatos como el de los argonautas o el de Heracles –a quien una pitia lo llama por primera vez, no Alcides, sino Heracles, “la gloria de Hera”-. Así, en la medida en que las premoniciones fungen incluso como auspiciadoras para la fundación de ciudades –Tebas o Atenas, por citar dos casos-, paralelamente a las otras genealogías, se va construyendo la de los adivinos: Calcante, Fineo, Casandra, Laocoonte o Tiresias.

Resalta, además, en la obra de Apolodoro la consideración de los epónimos, pues las montañas, los ríos o las regiones que toman su nombre de los héroes convierten el mito en parte activa del entorno griego. Lo mismo puede afirmarse de los catasterismos, abundantes también en la Biblioteca: el de Andrómeda, el del Centauro, el de los gemelos, el de Perseo, entre otros.

Por otra parte, algunos fragmentos de la obra indican cómo las acciones del pasado perviven en las costumbres griegas. Así, por ejemplo, el humor de las Tesmoforias lo deriva Apolodoro de la broma con que Yambe hizo sonreír a Deméter cuando la diosa buscaba a su hija, raptada por Plutón; o las imprecaciones propias de los sacrificios a Heracles los entiende el autor como réplicas de las maldiciones que un boyero lanzó al héroe cuando este mató uno de sus bueyes durante su estadía en Termidras.

Hay, por último, un espacio en la Biblioteca dedicado a lo anecdótico: Apolodoro considera a Támiris el primer hombre en enamorarse de otro varón –Jacinto, hijo de Clío y Píero-; afirma que Eneo, rey de Calidón, inició el cultivo de la vid, tras recibirla de Dioniso; o que los hermanos Acrisio y Preto, rivales desde el vientre materno, fueron quienes usaron por primera vez los escudos en la guerra.

La Biblioteca, como se ve, más allá de sus posibles interpolaciones o datos espurios, es un compendio que conduce al mundo profundo y complejo de los griegos; un texto que abre el horizonte de sus creencias, destinos, luchas, peregrinajes y saberes, muchos de los cuales están en la base del pensamiento occidental, pues, como dijera Cicerón “totum Graecorum est” y “nihil Graeciae humanum nihil sanctum".

APOLODORO (1998) Biblioteca. Madrid: Planeta DeAgostini.
RUBENS, P. P. (1638) Raub der Hippodameia.

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