D. H. Lawrence - El Amante de Lady Chatterley

by - mayo 01, 2024


La censura que prohibió por más de treinta años en Inglaterra la publicación de El amante de Lady Chatterley (1928) resulta, por lo menos, sorprendente si se considera que no hay en esta novela un lenguaje que pudiera parecer particularmente escandoloso a una sociedad que tenía desde dos siglos atrás un antecedente como Fanny Hill, obra que constituye el verdadero epítome de la obscenidad en el marco de las letras inglesas.

Pareciera, por tanto, que la clave para entender la prohibición descansara, más que en la exacerbación de lo sexual, en el modo en que Lawrence, valiéndose de ella, ataca dos discursos que Inglaterra viene defendiendo a ultranza desde hace tiempo, a saber: la industrialización y el racionalismo. La crítica sería rigurosamente puntual: fiat veritas, pereat vita, todo impulso vital, todo llamado a la vida –como el sexual– sucumbe ante el rampante empuje del utilitarismo.

En otras palabras, lo que condenaron los autores de la censura no fue, en realidad, el revuelo moral que pudiese traer la novela, sino la reprobación ideológica y política que esta moviliza. Leída desde esta perspectiva, ciertamente la novela establece tres blancos de juicio: la guerra que incapacita al hombre para hacer aquello que por naturaleza haría, el progreso que quiebra el ritmo y color del paisaje y, por último, el dinero que cultiva el valor de la superficialidad. A todas estas críticas subyace la misma reivindicación de la naturaleza que Lawrence sitúa en el terreno de lo sexual y cuya dificultad lo lleva a decir ya en la primera línea de la novela: “Nuestra época es fundamentalmente trágica”.

Podrían hallarse dos referentes de la ideología enjuiciada por Lawrence en sir Clifford Chatterley y en el proceso de industrialización de las Midlands inglesas. El primero es un personaje meditabundo, mezcla de aristócrata y burgués que, desde la presunción de su rol, no cree en la igualdad humana; además, debido a la paraplejia que le produjo una herida de guerra, ha mudado toda su anterior jovialidad por la simple proyección intelectual de la escritura y de sus investigaciones sobre minería, radio o maquinarias.

Dicha racionalidad es la base de su comprensión del mundo. Para Clifford, el matrimonio evita la vulgarización de las emociones, pues la costumbre que le es inherente pesa más que las excitaciones que caracterizan la vida de los solteros. Por supuesto, sería inexacto afirmar que Clifford es intransigente al respecto; es solo que, estando imposibilitado para una sexualidad normal, apela recurrentemente a la tesis, según la cual, la base del matrimonio es un plan superior e integral que no requiere para sostenerse del drama de lo sexual que, para él, no es otra cosa que un intercambio transitorio de sensaciones.

El otro sentido desde el que Lawrence explora la disolución de lo natural radica en la mecanización del paisaje. Clifford vive con su esposa en una región –las Midlands– cuya soledad ha sido rota por el ruido de las máquinas, que ha abandonado su ritmo para entregarse al afán operativo y que ya no sabe de mudanzas, sino de la falsa persistencia del metal y el plástico.

Esa nueva raza de hombres que crece en las Midlands está completamente muerta para la espontaneidad y reproduce el discurso impersonal de la industrialización que se asentó sobre la Inglaterra rural. Esta imagen es justamente la que se le revela a Constance Chatterley en sus paseos por el campo: la inevitable pérdida de lo orgánico, la humanidad arrebatada a quienes ahora tienen cuerpos de hojalata, domesticados y sin impulsos distintos al trabajo.

Lawrence dibuja, de esta forma, cómo se pone en marcha la ideología del progreso racional y material, tanto al interior de la familia como en un ámbito social más amplio. Desde luego, esta tensión es también la que provoca la progresiva ansiedad de Lady Chatterley, mezcla de compasión hacia su esposo y del deseo inaplazable, para ella, de dar rienda suelta a su cuerpo. Poco a poco, se desvela a sus ojos que, en una realidad como la suya, la única denostada es la vida y, en consecuencia, se rebelará frente al encierro del hogar, frente a las palabras que se interponen entre ella y el sexo, y frente a las sujeciones que por todas partes quieren mantenerla alejada de su instinto.

Si El amante de Lady Chatterley suele describirse como una novela de profundísima penetración psicológica es, precisamente, porque ahonda en los motivos y frustraciones que explican ese paso del retraimiento a la soltura, de la cautela a la osadía del romance. Lawrence no desestima, en este sentido, la importancia de ofrecer al lector la formación temprana de la protagonista –primordialmente estética–, la libertad moral de su padre y hermana y, así mismo, el temperamento fuerte e indómito de Oliver Mellors, el guardabosques que, a la postre, se convertirá en su amante.

Toda la segunda parte de la obra brinda la contracara a la domesticación que conlleva el progreso. Lawrence expone allí, a través de los encuentros entre Constance y Oliver, la vida en el interior de la vida, los lances de esa “impertinencia” que es el cuerpo, el arrobamiento del contacto físico, la reactivación del vínculo que se pone en paréntesis cuando se prefiere la máquina, la razón e, incluso, la palabra. Lo natural no es la desconexión, sino el cuerpo que expresa su ser en la sexualidad: la sensación del útero, el temblor de los labios, los muslos cruzándose, el roce en la espalda o el vientre.

Debe subrayarse que esta especie de fisiología que reactiva la naturaleza no se restringe a la experiencia personal de los protagonistas. Lady Chatterley reduce la brecha entre lo individual y lo colectivo, de suerte que su reivindicación se convierte en algo así como una proclama: las masas, en su opinión, deben ser paganas de nuevo, entregarse a las orgías de Pan con las que los griegos celebraban la fertilidad. Solo una exaltación semejante puede reanimar esa humanidad que ha quedado encallada en la figura del uróboros, la serpiente que se traga a sí misma.

Atendiendo a esto, el mayor simbolismo de la novela indudablemente descansa en esa defensa, ya sin palabras, que hace Constance Chatterley cuando, lejos de la casa en la que su marido la espera, lejos también del barullo de la industria, se lanza desnuda al bosque bajo una lluvia torrencial, y abriendo los brazos, danzando como lo hacían las Ménades, golpeando sus caderas brillantes, levantándose e inclinándose, convoca al hombre que la mira a distancia hasta que, finalmente, él admite ser parte de esta especie de homenaje y salvaje sumisión.

LAWRENCE, D. H. (2016) El amante de Lady Chatterley. Madrid: Sexto Piso.
RAMSAY, H. (1901) Nude Reclining.

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