Joseph Conrad - La locura de Almayer

by - abril 14, 2023


Pocas ediciones de La locura de Almayer (1895) incluyen la nota de autor en la que Conrad explica cómo esta obra fue concebida en oposición a las críticas que, durante su época, solían descalificar los relatos basados en lo extraeuropeo como “barbarizantes”. Una omisión desfavorable, pues, con ella, se esfuma el anuncio de uno de los derroteros que sigue la novela, a saber: la defensa de aquel mundo tradicionalmente calificado de salvaje.

Dicha reivindicación no consistió en denostar lo europeo o avivar las diferencias para mostrarlas irreconciliables. Por el contrario, Conrad sostuvo la posibilidad de vincular ambas instancias, la europea y la foránea, a partir de la certeza de que el “escenario de la vida” se dibuja con los mismos detalles en el conjunto de la Naturaleza y, complementariamente, que los hombres, sin importar su procedencia, reproducen rasgos comunes.

Para alcanzar tal objeto, Conrad estructuró una novela que retrata la decadencia del viejo negociante Almayer, un descendiente de europeos que, después de casarse con una mujer malaya a razón de un compromiso adquirido, se instala en las riveras del río Patai como factótum, hasta que su falta de astucia para los negocios, la mala suerte y la férrea oposición de los nativos lo condenan a la ruina.

La novela proyecta, así, dos focos de trabajo: el del colono en busca de enriquecimiento y el de la discusión racial. Respecto de lo primero, son ya dicientes los espacios en los que transcurre la historia: Macasar –“un hervidero de vida y comercios: punto en el que gravitan los buscadores de fortuna”- y, más tarde, Kalimantan, zona destinada por los europeos para la explotación de recursos y la apertura de rutas comerciales.

La imagen de Almayer, en todo caso, no coincide con la de los colonos que se impusieron a finales del siglo XIX en África, Asia u Oceanía, sino a la del hombre blanco que, contrariamente, fracasa en este empeño. Esto explica que el libro narre las vicisitudes de Almayer en su relación con los nativos malayos, destacando que el sentido común de estos les permite mantenerse en ventaja y, así mismo, que los propios prejuicios de Almayer impiden que sea visto por ellos con el respeto que se desprende del valor o la sabiduría.

A Conrad le interesa subrayar ese carácter pusilánime contrastando, por un lado, los vanos deseos de dominio que cultiva Almayer con su progresivo menoscabo y las humillaciones que sufre entre los “salvajes”. Pero, por otra parte, Conrad también se ocupa de la forma en la que esa falta de fortaleza se convierte a los ojos de otros colonos en un motivo de burla y desprecio; de allí que la obra atestigüe la caída progresiva del protagonista en las dos esferas en las que se desenvuelve su vida.

Paralelo a esta indagación, el autor aborda el problema, a todas luces más espinoso, del mestizaje. Inicialmente, en la larga analepsis que da cuenta de la juventud de Almayer, ese asunto está ligado a la vergüenza que siente el personaje por haber contraido matrimonio –obligado por las circunstancias- con una malaya que, en su opinión, posee la condición de esclava. Esa sensación se irá haciendo más intensa pues, paradójicamente, aquella mujer, no solo rehúsa el verse como servidora, sino que, paso a paso, pondrá al descubierto su menosprecio por la simpleza del hombre blanco.

El mutuo resentimiento que sostienen estos personajes se halla atado a sustratos culturales que ambos consideran indeclinables: en el caso de la mujer, la superstición, la creencia en los djinn y los talismanes, la admiración por la entereza malaya, etcétera; en Almayer, por su parte, el interés material, la convicción de la superioridad racial y la orientación de la acción –ad calendas graecas- hacia el progreso.

De cualquier forma, donde Conrad sondea con mayor agudeza el mestizaje es en el vínculo entre Almayer y Nina, su hija. La niña no es, en tanto vástago de un europeo y una malaya, ni lo uno ni lo otro, y esa dualidad definirá, incluso, su carácter. Ella estará, por decirlo así, en medio del fragor de sus padres hasta que Almayer pierda también este conflicto, tanto porque le resulta imposible revelar a su hija ese otro mundo del que es portavoz, como por la creciente influencia de su madre y el romance con Dain, el príncipe malayo que reproducirá, ante Nina, la temeridad y grandeza de los jefes malayos.

Es importante destacar que el tratamiento de Conrad es todavía más complejo: no se limita a las descripciones manidas de los blancos como usurpadores y de los “no-europeos” como diferentes o exóticos; antes bien, involucra otros elementos que elevan la dificultad del problema. El principal es que Almayer defiende una posición asaz extraña, pues propende por los valores del europeo sin haber estado jamás en Europa. Es cierto que desciende de blancos, pero él nació en Buitenzorg y, en consecuencia, su imagen del continente es para él mismo un misterio construido a partir de los relatos de su madre.

El otro aspecto problematizador es que, aunque para malayos y europeos, el mestizaje se presente como una zona de indefinición, hay matices que salvaguardar. Para Almayer, por ejemplo, resulta reprochable que un hombre blanco se case con una malaya, tal y como a él la mala suerte lo forzó a hacer; pero es imperdonable que una mujer blanca lo realice con un malayo. A esta idea se aferra con locura Almayer, ya que su hija, si bien no totalmente, es la mujer blanca más cercana a él en aquella tierra de bárbaros y, por ende, le aterra pensar en entregarla a uno de ellos.

En todo caso, si antes se mencionó que la nota introductoria escrita por Conrad constituye un indicador hermenéutico es porque, más allá de todos estos desencuentros, las situaciones de la obra van remarcando que, en el fondo, “el bárbaro y el que llamamos civilizado se encuentran en el mismo terreno”, o sea, el del honor, los celos, los rencores o la ambición. En este sentido, la novela ejecuta una especie de fundición que reduce las diferencias a un plano exterior o nominal, mientras conserva las similitudes de los rasgos internos.

Por supuesto, pareciera que la novela exhíbe el hundimiento del hombre blanco; sin embargo, leída con atención, en realidad, esta concluye que la suerte es errática y envuelve a todos en su contingencia: a Almayer, Lingard, Abdullah, Dain o Nina. Aceptando dicha lectura, podría sostenerse que el mayor punto de convergencia entre los hombres es la infelicidad que deriva de su obstinación por determinados prejuicios y valores. Y, por ello, acaso la única sabiduría a la que quepa aspirar corresponda a la que el propio Almayer personifica al final de sus días, es decir, la de dedicarnos a olvidar todo aquello en lo que hemos creído.

CONRAD, J. (2011) La locura de Almayer. Barcelona: Barataria.
THOMPSON, E. (1879) The Remnants of an Army.

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