Johann Wolfgang von Goethe - Fausto
Suele interpretarse a Fausto como la gran obra sobre la soberbia, la insatisfacción y la angustia existencial. Un juicio acertado, sin duda, porque Goethe logró trazar en ella uno de los más logrados exámenes acerca del modo en que el hombre transita el mundo sin hallar aquello que podría saciarlo.
Los intríngulis de la obra conducen a explicar esta suerte de ὕβρις arguyendo tanto un impulso inherente a Fausto como su dependencia de fuerzas externas. La primera vía plantea un personaje que pierde la tranquilidad debido a su propia voluntad de saber, mientras que la segunda perfilaría a un Fausto que se debate entre la corrección divina y las instigaciones de Mefistófeles.
Sea como fuere, a ambas perspectivas subyace el mismo drama: Fausto no solo sabe justamente las cosas que no precisa, sino que, además, ignora las que le hacen falta. Por consiguiente, el personaje padece el anhelo de asir lo alto y lo bajo, de hundirse en todo conocimiento, persuadido de que, en algún momento, hallará lo que le satisfaga y, con ello, demostrará la dignidad de los hombres ante los dioses.
Resulta sorprendente cómo Goethe, privilegiando la figura de la apuesta sobre la de pacto, logra movilizar, por un lado, la perenne pregunta por el destino, es decir, si este responde a una voluntad exclusivamente individual o en él intervienen fuerzas extrahumanas y, por otro, si desestimando la razón o excediéndose en ella no se aboca el hombre a una idéntica condición de inconformidad y pesadumbre.
Por encima de esto, sin embargo, una mirada todavía más oscura anima la obra: la sabiduría de Sileno. Ciertamente, Mefistófeles revela a Fausto que aquel deseo vago e incomprensible que lo fuerza a recorrer el espacio y el tiempo jamás podrá esclarecerse, pues es imposible traducirlo racionalmente –“las palabras son apenas humo y ruido”–, de manera que no habrá después, como tampoco lo hubo antes, el medio para sobrepasar esta limitación.
Lo que colige Fausto de ese mistagogo que es Mefistófeles coincide con la revelación de Sileno al rey Midas, con la sentencia que eternizó la elegía de Teognis: lo mejor para el hombre sería no haber nacido. Solo que, a diferencia de lo que dicho saber produjo entre los griegos, esto es, su aceptación y canto, Fausto infiere que el sinsentido de la vida, la banalidad de cualquier afán, debe conducir a la aniquilación. De este modo, casi desde el inicio de la obra medra un impulso destructivo contra lo humano –representado en la muerte de Gretchen o Euforión– y contra el engaño que nos hace avivar lo que debería perecer.
En este sentido, Fausto es el fugitivo, el sin hogar, el “monstruo sin meta ni reposo” que vaga por el mundo destruyendo, atacando la nada; y lo propiamente trágico de su situación estriba en que todo ese movimiento no lo lleva a alcanzar un nuevo estado, sino que lo hunde más en el absurdo. De allí que Goethe se permita insinuar que las criaturas que se aferran a la idea de equipararse a los dioses –incluso, en este espíritu vindicativo– se condenan a ser cada vez más iguales a sí mismos.
Como ocurre con Edipo, la búsqueda emprendida por Fausto es la que lo extravía, pues constituye un movimiento que no puede resistirse hacia un destino también irrevocable. Lo irónico es que la anagnorisis de Fausto no se produce tan pronto: no reconoce, como Edipo, su error, ni decide castigar su atrevimiento; al contrario, se mantiene ciego frente al hecho de que obcecarse con la destrucción, en últimas, constituye otro absurdo, y, en su cinismo, es capaz de encarar a Mefistófeles con la pregunta: “¿Qué sabes tú de lo que los hombres desean?”.
Dicha ceguera es especialmente rastreable en las secciones de la obra en las que Fausto extiende su “mirada a reinos sin medida”, ya sea remontándose a la Grecia Antigua o por medio de la κατάβασις que le permite acceder a lo que no han visto los ojos humanos. Es entonces cuando parece que aquello que quiere vencer Fausto es la fuerza sin objeto de lo indómito y, por lo tanto, asistimos a un juego en el que el personaje se anima y crece ciegamente para luego recular y perecer en la nada.
Con todo, el contrapunto que permite a Goethe dirigir la obra hacia su resolución es Wagner. Al contrario del nihilismo de Fausto, este personaje no se entrega a la sabiduría de Sileno y realiza lo admirable: crea la vida y saca su misterio a la luz. Homúnculus, el hombre creado por Wagner, es lo opuesto a todo ánimo faústico, pues representa el anhelo de nacer al mundo, y demuestra que cualquier voluntad de ir más allá de lo permitido no es más que una manifestación de la locura.
Por eso, más allá de ese arduo peregrinaje que hay en Fausto y que algunos críticos, como Bloom, han calificado de “grotesco e inadmisible”, sí adviene una resolución a la tragedia. Las dos partes de la obra poseen entre ellas una oposición formal –la prosa del joven Goethe (1808) y el verso clásico de un autor maduro (1832)– y, así mismo, una discrepancia en cómo asumen al personaje: la primera, sumergiéndolo en los tormentos causados por hurgar la oscuridad de la existencia; la segunda, –como bien opinaba Nietzsche, radicalmente antitrágica–, permitiendo un Fausto en el que aflora poco a poco una naturaleza no-destructiva junto a la convicción de que se está en el mundo para celebrar lo que existe.
Para muchos, el final de Fausto podrá dejar cierto resabio: la plenitud de vivir en lo comunitario, la libertad vista como conquista diaria, el llamado a crear sin importar que todo se arrastre después hacia la noche. Y, quizá, aquellos preferirán terminar la obra al cierre de su primera parte, sustrayéndose para siempre de la salvación que Goethe augura a los que se esfuerzan, y sumergiéndose en esa intuición más pesimista y trágica del velo de Maya: “Todo lo perecedero no es más que una imagen”.
GOETHE, J. W. von (2020) Fausto. Madrid: Abada.
FORTUNY, M. (1866) Fantasía sobre Fausto.
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