Bjørnstjerne Bjørnson - Un Muchacho de Buen Temple
Un muchacho de buen temple (1860) puede presentarse como una Bildungsroman que armoniza la intensa exaltación de la naturaleza propia de Bjørnstjerne Bjørnson con el didactismo que cabe aguardar de una novela anclada en los aprendizajes de un personaje, a todas luces, arquetípico del escandinavo como lo es Oeyvind Thoresen.
La novela no tiene mayores pretensiones estilísticas, pues, a pesar de acopiar distintas formas textuales (como relatos, poemas, cartas o canciones), su principal apuesta se juega a nivel temático: reflexionar en torno a la niñez como una experiencia que concita el anhelo de volver a ella o, en su defecto, el afán de alcanzar algo que reconcilie con su imagen.
Para lograr esto, Bjørnson traza la historia de Oeyvind, un niño que crece en una árida región de Noruega, en donde trabaja junto a sus padres y vive todas aquellas cosas que cimientan su formación inicial, es decir, el amor, la desigualdad o el deber. A pesar de su pobreza, el chico logra viajar a Cristianía con el ánimo de hacerse profesional y, tras descubrir allí una visión inédita del mundo, regresa a su tierra impelido por la doble voluntad de participar en su progreso y luchar por el amor, antes prohibido, de Marit.
Como se observa, la obra se divide en tres partes esenciales: la niñez, el viaje y el retorno. La primera elabora la idea de una radicalidad de la experiencia infantil, esto es, del modo en que los niños viven definitivamente cada acción. En este sentido, el autor recorre las decepciones que hacen suponer la continuidad indefinida del dolor, las motivaciones de una felicidad inconmensurable, la revelación fundamental de la palabra y, particularmente, la compenetración del hombre y la naturaleza.
Dichos aprendizajes los extrae Oeyvind de su propia vida o de la de otros, ya que la voz de los demás tiene para él la condición de “religión y esencia”. Esto valida las narraciones enmarcadas que Bjørnson incorpora –por ejemplo, la del maestro Baard- y que, por mantener el tono general de la obra, acentúan las vivencias personales, especialmente, la del desamor –“desde el momento en que amamos hemos perdido la alegría”- y la del menoscabo social –aquella inferioridad que la niñez dota inocentemente de valor-.
Desamor y desigualdad son precisamente los ejes problemáticos de la novela: Oeyvind Thoresen ha de superarlos, valiéndose, en primer lugar, de la educación ennoblecedora que recibe de su maestro de escuela y, más adelante, de su particular concepción del estudio, visto, no ya como un motivo de vanidad o despecho frente a las circunstancias, sino como el medio más idóneo para el progreso que lo hará digno a los ojos de todos.
El viaje a Cristianía que da forma a toda la segunda parte de la novela le permite al personaje, efectivamente, resignificar la frustración del amor y la inferioridad social a través de un nuevo sentido de su acción. Encontrará en el conocimiento las fuerzas requeridas para no sucumbir ante el estatismo del campo y el auxilio de esa otra mirada que, invocando la solidez del progreso, Oeyvind pregonará, desde entonces, motu proprio.
No obstante, la transición de niño a adulto que se halla en la raíz de aquel viaje no agota su valor en la consecución de un título académico, el de agrónomo. Por el contrario, esta se amplía con una creciente apertura hacia la continencia religiosa, una suerte de fe que Oeyvind erige como fórmula para su vida: no apegarse o alejarse demasiado de las cosas, comprender que toda sabiduría proviene del dolor, distinguir convenientemente lo serio de lo cómico, etcétera.
Sin duda, estos dos elementos que la novela trabaja alternativamente no constituyen para el autor ninguna trivialidad. Bjørnson los enuncia prácticamente como núcleos del Volksgeist nórdico, sosteniendo que la ecuación del progreso equivale, en rigor, a sumar dios y labor; y, en las postrimerías de la historia, ratificará esta tesis subrayando que, en definitiva, lo que ha unido los grandes episodios de la vida de Oeyvind no ha sido más que “un caudal de fe y trabajo”.
De esta manera, cuando regresa al campo y, con ello, se da apertura al cierre de la obra, el personaje posee ya una mirada renovada que rompe la adustez del padre y su inclinación a no ambicionar e imaginar como único destino del pobre la reproducción de su estado. Oeyvind se enfrenta, así mismo, a la supuesta inmutabilidad de las clases, pues el progreso que ahora encarna lo dignifica como persona y le permite moverse socialmente de abajo a arriba.
Bjørnson ofrece aquí una particular comprensión de lo romántico, puesto que, no solo se opone a la tradicional concepción de los amores desgraciados –“el rubor debe dar paso al libre vivir”-, sino que el camino que progresivamente abre para consentir el vínculo entre Marit y Oeyvind, más que a recursos pasionales, obedece a la introducción de un discurso regularmente contrario a las valoraciones románticas, a saber: la razón del progreso. Dicho de otro modo, a diferencia de la Marit que se obceca con el deseo de volver a la niñez, época feliz en la que la inocencia mantuvo a raya los argumentos que luego se levantaron contra sus sentimientos, Oeyvind anuncia la necesidad de sobreponerse a esa añoranza y reconfortarse con la certeza de que la fe y el trabajo abren un nuevo espacio para el encuentro.
Con base en esto es posible afirmar que ambos personajes coinciden en la declaración firmemente romántica de Marit: “A mis ojos, el primer lugar lo ocupa el amor” (acaso reminiscencia de la famosa sentencia de Werther: “Y tienen derecho los sentimientos”), pero solo la férrea posición de Oeyvind evita que, en conjunto, se entreguen a lo trágico, a la nostalgia del pasado o al pesimismo de lo irrealizable y se sientan, en cambio, estimulados a luchar, en su caso puntual, contra las instancias sociales que los amenazan.
Por algún extraño motivo, el nombre original de la novela, En glad Gut, que se traduciría literalmente como Un joven feliz, se ha vertido al español como Un joven de buen temple. Aprovechando, en todo caso, ese capricho de traductor y el tenor heideggeriano que ese título evoca, podría aducirse, para cerrar, que Bjørnson procura ofrecer con su obra pistas sobre cómo es posible pulir el ánimo, el temple específico del amor por medio de una síntesis entre religión y progreso. Quizá esa sea la única manera de hacer realidad la difícil máxima latina verus amor, nullum novit haber modum –el verdadero amor no tiene límites-.
BJØRNSON, B. (1983) Un muchacho de buen temple. Barcelona: Orbis.
MILLET, J. F. (1859) L'Angélus.
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