Carl Sternheim - Las Bragas

by - noviembre 21, 2020


Existe una característica del expresionismo alemán que responde al desarrollo de una tesis nietzscheana: dirigir la obra literaria de tal manera que no se concentre en la descripción de impresiones externas, sino en el modo en que el propio interior establece una determinada visión de lo externo.

Este punto de partida es decisivo para comprender una pieza como Las bragas (1911), ya que, en ella, Sternheim propone un juego en el que varios personajes, concibiendo de forma diferente la situación en la que se encuentran, deben medir sus fuerzas y alcanzar la voluntad de poder que les permita imponerse sobre los demás.

La obra de Sternheim no escapa al fondo sesudo de los dramaturgos nórdicos –Ibsen y Strindberg, especialmente-, pero no está exenta de comicidad. La situación que origina el conflicto tiene ya esa connotación: a Luise Maske se le caen accidentalmente sus bragas en la calle y esto despierta, de modo paralelo, la incomodidad de su esposo Theobald, el deseo de dos hombres –Mandelstam y Scarron- que acudirán a su casa para alquilar un cuarto y cortejarla y, finalmente, la posibilidad de que ella caiga en la infidelidad al saberse pretendida por otros.

Como se observa, la obra propone un conflicto entre personajes que, dada la admiración del autor por Nietzsche, se despliega haciendo que solo haya un victorioso. En otras palabras, Sternheim da pie a la expresión libre de sus personajes, pero, al mismo tiempo, dispone la obra para que únicamente exista en ella uno que encarne la figura del superhombre, esto es, que pueda mostrar la superioridad de su perspectiva.

Ese personaje, claramente, no es Luise Maske, porque, aun siendo cierto que ella interpreta su circunstancia como una oportunidad para ser infiel e, incluso, lo declara abiertamente –“deseo salir de esta servidumbre, de estas riendas y ataduras, lejos de este dedo alzado, en pos de la libertad”-, en ella todavía se manifiesta una dependencia, en primer lugar, moral, frente a su consejera Gertrud Deuter, la vecina que fomenta sus impulsos y, en segundo término, corporal, frente a Scarron, el hombre a quien ha escogido como amante, pero cuya aquiescencia extrañamente nunca llega. La certidumbre que alcanza Luise sobre esto es, quizá, lo que le permite, una vez ha comprobado la imposibilidad de su deseo, entender que este no fue, en el fondo, nada más que una “enorme confusión”, declarando con ello su retorno a la moral del matrimonio.

Tampoco parece estar en el pretendiente Mandelstam el ejemplo de quien vence a los otros a través de su voluntad. De entrada, este personaje carece de vitalidad y fortaleza fisiológica, elementos claves en los trabajos de Nietzsche al respecto. “La salud es la fuerza de todo”, le recuerda Theobald, pero él, contrariamente, transluce cansancio y enfermedad. Así mismo, si bien al personaje lo anima su interés por Luise, no deja de comportarse como un pusilánime, incapaz de descubrir una pasión que, por otra parte, parece vinculada más a la necesidad afectiva que engendró su orfandad que a un instinto de supervivencia: “Se está tan estúpidamente solo… Sin raíces en la tierra, nada sobre lo que apoyar lo que se tiene”.

Muchos lectores identificarían al seductor Frank Scarron con el superhombre, y esto, no solo por afirmar que Nietzsche “enseña el evangelio de nuestra época”, sino por el tenor característico de sus ideas: la supremacía del individuo sobre la masa, la necesidad de superar la compasión del pasado, el llamado a separarse de los designios divinos, la tenacidad con que insiste en lo masculino, la denuncia de la moral de esclavos, etcétera.

Sin embargo, la contradicción de Scarron radica en que su voluntad se halla todavía en un terreno esencialmente espiritual. Esto se demuestra en el estilo ampuloso de su lenguaje y, sobre todo, en el idealismo que subyace a la belleza que le atribuye a Luise. La presencia de la mujer lo atrae y, no obstante, le es imposible soportarla: se ve abocado a contemplarla como si fuese un objeto religioso o a huir de su inminencia para traducirla en palabras o imágenes. Es por ello que ese cambio radical que personifica Scarron al final de la obra es solo en apariencia intempestivo, pues, en realidad, obedece a una voluntad que todavía no está preparada para la acción vital, sino para la pura atracción metafísica de las ideas.

Theobald Maske, en cambio, es el ejemplo más ilustrativo del hombre de acción. En la obra, el Maske al que se califica de “máquina”, que evita los escándalos y respeta obsesivamente el orden, se transforma completamente tras persuadirse de que, en realidad, no hay ninguna condena pública tras la incorrección de su esposa, sino, al contrario, un cambio positivo en su situación económica –por la renta de los cuartos a los pretendientes de Luise- y matrimonial –pues el dinero extra le permite acceder al deseo de su esposa de ser madre-.

Así, siguiendo la idea nietzscheana, Maske descubre que ningún discurso es inexorable, ni siquiera el de la moral burguesa que él temía; antes bien, la naturaleza permite al individuo acondicionarse a ella para sacar  provecho de las circunstancias. En este sentido, más que Scarron, Maske moviliza la doctrina del Πάντα ῥεῖ heracliteano, reconociendo la condición mutable de las cosas y comprendiendo –como lo indica su propio nombre- que cada nueva instancia requiere de él una máscara distinta, un acondicionamiento que le permita sobreponerse a todo.

Las bragas es una obra construida sobre una medición de fuerzas, una lucha de urdimbre nietzscheana en la que triunfa la voluntad del más fuerte: Theobald Maske. La grandeza de este personaje, por todo lo demás corriente, se halla en captar el principio de movimiento del mundo –omnia mutantur, nihil interit- y, a partir de él, encontrar en sí mismo la expresión que mejor se ajusta a esa transformación; en esto, quizá sin saberlo él mismo, se opone al miedo metafísico y a la moral del rebaño.

STERNHEIM, C. (2009) Las bragas. Madrid: Cátedra.
KIRCHNER, L. (1913) Berliner Straßenszene.

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