Kenzaburō Ōe - Arrancad las Semillas, Fusilad a los Niños
Antes de que la narrativa de Kenzaburō Ōe virara hacia la intimidad que exhibe desde Una cuestión personal (1964), muchas de sus inquietudes giraron en torno al tema de la guerra. Para comprobarlo bastaría leer obras como La presa (1957) o Cuadernos de Hiroshima (1963) en las que se despliegan consideraciones sobre los motivos, derroteros y consecuencias de este fenómeno.
La novela Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958) podría figurar también dentro de este grupo, ya que la Segunda Guerra Mundial provee el contexto de su trama. En la obra, quince niños de un orfanato son trasladados desde una ciudad que está evacuándose a raíz de los combates hacia una aldea donde, más tarde, serán abandonados, pues sus habitantes marcharán huyendo de una epidemia.
Ōe utiliza esta coyuntura para apuntar sus señalamientos. Condena, por ejemplo, la “locura colectiva” que la guerra desprende sobre Japón, el modo en que esta envilece los sentimientos y, sobre todo, la incongruencia que provoca en el comportamiento de los adultos, quienes, a pesar de sufrir el ataque de hombres lejanos, se llenan de aprensión hacia sus propios jóvenes y están dispuestos a castigarlos severamente.
Es cierto que lo que más interesa a la novela estriba, no en la guerra, sino en narrar la experiencia de los niños viviendo a su suerte; uno de los personaje lo declara perfectamente al decir: “Parece increíble que fuera de este pueblo haya una guerra”. Sin embargo, eventualmente Ōe enlaza a esta vivencia la figura de un soldado desertor que constituye el nexo entre el territorio aislado de la aldea y el conflicto que se vive en el resto de Japón.
Más allá, incluso, la misma formulación de la novela remite a un carácter, si no bélico, al menos conflictivo. La llegada de los huérfanos resulta incómoda para los nativos; estos mantienen una actitud escrutadora, cáustica, de manera que, sin serlo, los chicos son puestos inmediatamente en condición de extranjeros. A aquellos hombres les invade el orgullo de su casta ancestral y, en nombre de ella, se oponen a todo lo restante.
Frente a dicha reticencia –cuyo epítome es el bloqueo que los campesinos emprenden contra el pueblo- la primera reacción de los personajes es amoldarse, aceptar su rango de seres observados –“como las piedras, las flores o los árboles”-, animarse a sobrevivir pese a las contorsiones exigidas. Pero, esa sujeción que primero los abruma va mudando hasta convertirse en ira sorda: una hostilidad y un rencor que parecen dirigidos a todo el género humano.
Este es el nodo de la novela, porque el abandono al que son sometidos los niños sienta las bases para su transformación radical. Ellos atestiguan, sin duda, el estancamiento de un tiempo que parece, como todo en la aldea, requerir la supervisión adulta para moverse; pero, a partir de esa fatiga y encierro que padecen precipitan, uno a uno, los sucesos con los que van restituyendo su vida.
Lo interesante de Ōe es la manera en la que él conduce esta circunstancia hacia una especie de refracción, pues el abandono obliga a los niños a emprender, por sí mismos, el proceso civilizatorio o, si se quiere, a replegarse en la naturaleza para abrirse desde ella nuevamente hacia el mundo. La idea queda poéticamente evocada con la expresión: “Estábamos más cerca de los pájaros que de los adultos que nos apuntaban con sus armas desde la otra ladera del valle”.
Este desplazamiento se vislumbra ya en el lenguaje estentóreo que utilizan los chicos y, principalmente, en su conformación siguiendo la estructura de clan. Será así, como manada, que conciban la realización de las tareas –la caza, la cocina, los castigos, los entierros- y como se inicie una tendencia hacia la jerarquización consistente en descollar por atributos como la valentía, la sagacidad o la fuerza.
La sexualidad es otro de los elementos desde los que se dibuja este primitivismo. La novela destaca por sus continuas alusiones a la anatomía, pero, en especial, por examinar cómo, dentro del aislamiento, este tipo de contacto surge desprovisto de cualquier sentimiento: los niños lo descubren como un deseo que los “impacta”, un instinto avasallador que los pone en la ruta del placer momentáneo.
Ōe desvela, así, en contraste con la guerra –la cual se apropia también, a su modo, de impulsos primigenios-, una experiencia en la que la vida necesariamente se retrae, aferrándose a los lazos constitutivos que la naturaleza le tiende. Son los animales, el campo, el fuego, la caza y, finalmente, los rituales en los que todo ello desemboca los componentes de esa forma de existir tribal y atávica que recuerda las palabras de Nietzsche: “Cantando y bailando se exterioriza el ser humano como miembro de una comunidad superior”.
La muerte es, indudablemente, el otro gran hallazgo al que se abocan los personajes. La guerra y la epidemia multiplican, ante sus ojos, aquella imagen que, a la luz de su arcaísmo, es vista apenas como inexistencia futura, como fuerza que se prolongará hasta cubrir por entero el mundo; pero, también, en los momentos en que esta se cierne personalmente sobre ellos, la muerte será un misterio que echa raíces y que exige instaurar en el interior un mito propio.
En este sentido, Arrancad las semillas, fusilad a los niños es una obra que sigue un tránsito. La niñez abandonada expresa una regresión a lo rudimentario, pero, desde allí, el movimiento sigue su curso hacia el descubrimiento de la muerte y la conciencia de la individualidad como otra forma de aislamiento. En ambas direcciones parece desenmascararse lo mismo y esa es la certeza que palpita en la visión desgarradora del final: “Tanto dentro, como fuera, hay puños duros y brazos brutales dispuestos a golpearme”.
ŌE, K. (1999) Arrancad las semillas, fusilad a los niños. Barcelona: Anagrama.
ISHIDA, T. (1997) Jellyfish’s Dream.
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