Antonio Gramsci - Cartas a Yulca

by - noviembre 16, 2022


Antonio Gramsci conoció a Julia Schucht en Serebriani Bor, lugar al que se había dirigido para someterse a una cura de reposo en 1922. Un año después se separó de ella para regresar a Italia y solo volvieron a verse entre 1925 y 1926, temporada al final de la cual Schucht retornó a Rusia con sus dos hijos –Delio y Giuliano-, mientras Gramsci era condenado a prisión por el régimen fascista.

Cartas a Yulca recoge la correspondencia enviada por Gramsci a su esposa en medio de estas dos coyunturas, es decir, la época precarcelaria (1922-1926) y el periodo de confinamiento (1927-1937). Se trata de un corpus que supera las cien cartas, pero que adolece, tanto de lo que Gramsci califica de “falta de asiduidad”, como de ese enturbiamiento en el que caen las emociones cuando deben restringirse a la escritura.

La primera parte de la correspondencia presenta una conjunción entre biografía y teoría revolucionaria. Gramsci reconoce allí que su fatalidad radica en no poder ser amado y confiesa que incubó esta idea desde niño, al descubrir que su enfermedad constituía una carga para su familia. De este modo, hay para él una “cicatriz que sigue doliendo”, un veneno que, en las cartas, parece únicamente desterrado gracias a la bondad de Julia.

La conexión de esta intimidad con los asuntos revolucionarios la explica Gramsci al decir: “Cuántas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando no se había querido a nadie, ni siquiera a la propia familia; si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas individuales”. En este sentido, Schucht sería, para Gramsci, esa individualidad que redime el amor personal y, así mismo, quien ratifica el camino hacia los vínculos colectivos.

Por supuesto, fue la natal Cerdeña, en el marco de la pobreza y las luchas de independencia, el lugar del germen revolucionario; pero es a través de su relación con Julia Schucht que Gramsci suple aquel requisito de afecto individualizado que él exige para unirse a las masas. De hecho, una de sus cartas lo destaca: “Nuestro amor es y debe ser una colaboración de quehaceres, una unión de energías para la lucha, además de la búsqueda de nuestra propia felicidad”.

Hay, así, un sinnúmero de cuestiones políticas –elecciones, traducciones, teorías, críticas- que Gramsci va comentando en su correspondencia, sin dejar de reafirmar en ello una lucha personal, puesto que la derrota del fascismo significa el advenimiento del mundo libre que él desea para su familia; una concreción que acaso haya influido en el modelaje de la revolución sentipensante por la que él propende y en el énfasis no-objetivo de su filosofía de la praxis.

A partir de noviembre de 1926, fecha en la que Gramsci es encarcelado, se observa un giro en su correspondencia, ya que aquel horizonte revolucionario irá difuminándose para dar paso a una escritura más introspectiva. Gramsci mismo lo atestigua indicando que la cárcel suscita una presión psicológica que, en su caso, se ve amplificada por la poca continuidad con la que recibía cartas de su esposa.

Debe recordarse que para esta época la correspondencia de Gramsci es pública en la medida en que se atiene a las revisiones y restricciones penitenciarias: un hecho, sin duda, inhibitorio. Además, el temple festivo que Gramsci solía mostrar cae en un progresivo apocamiento: solo tres horas al día se halla en compañía de otros reclusos y esto, por un lado, merma su sociabilidad y, por otro, justifica, tanto sus alusiones a una vida vegetativa, como el tono monogal que ofrecen ciertas cartas.

Teniendo en cuenta que desde 1929 Gramsci inició la redacción de los 33 volúmenes que constituyen sus Cuadernos de la cárcel –base de sus teorías sobre la hegemonía, los intelectuales, el Partido, etcétera-, resulta por lo menos diciente que los intereses políticos sean desplazados en sus cartas, bien por la reivindicación de un pasado que lo reconforta, bien por el apuro de recuperar las impresiones inmediatas de una familia de la que hace parte, pero se sabe sustraído.

El conjunto de cartas escritas desde la cárcel, por ello, rezuman lo que Gramsci denomina una metafísica de la impaciencia, esto es, la condición que surge de no poder imaginar la cotidianidad de la familia, de ir perdiendo los lazos de confidencia con su esposa, de sentir que no ejerce una paternidad viva y, en general, de estar desconectado de un exterior que solo puede figurarse a través de referencias.

Fruto de esta situación que se torna cada vez más extrema son las numerosas notas que Gramsci redacta, por ejemplo, para indicar a Julia cómo educar a sus hijos. Una y otra vez la exhorta a no acelerar sus inclinaciones, a potenciar el robinsonismo que declina por efecto de la tecnología, a hacerles visibles sus coerciones, o a no dejarse tentar por los sentimentalismos o por el discurso psicoanalítico de la frustración.

En los momentos de mayor impotencia emergen, incluso, reproches directos a su esposa, a veces por la inconstancia de sus cartas y, otras, por escatimar información en ellas, por seguir un orden “sórdidamente judaico” o por su poca capacidad para observar las tendencias de los niños. Es una pedantería que no escapa al propio Gramsci y por la que se excusa siempre después arguyendo que es producto de su angustia.

La correspondencia con Julia encontrará su último destello en las distintas clínicas a las que fue trasladado Gramsci antes de morir. Leer esas cartas y contrastarlas con las primeras no es mirar lo escrito por dos personas divergentes, sino rastrear el camino de un mismo hombre cuya primaria ilusión del amor y el marxismo deviene sombra, y que, desde el forzado replegamiento interior, intenta desesperadamente recuperar los lazos que lo unen al mundo.

GRAMSCI, A. (1989) Cartas a Yulca. Barcelona: Crítica.
NORMAN, I. (1960) Prisoners.

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