Victor Hugo - Los Miserables
Vargas Llosa define novela total como “aquella que explora su propio universo hasta el límite” y a esta categoría cabría adscribir una obra como Los miserables (1862), no solo por la armonización de planos que efectúa –historia y ficción, metarrelato e individuo-, sino por esa extensa escritura que vincula tipologías tan diferentes como la narración, el poema, el informe o el ensayo.
Acaso el obstáculo de algunos para abordar la novela provenga, más allá de esta profusión, de que aquellos recursos no brotaran simultáneamente; muchos los fue incorporando Victor Hugo a lo largo de los años, de suerte que la obra se levanta como un claroscuro en el que ciertos capítulos presentan digresiones arrítmicas y, en ocasiones, incluso, desconectadas de la trama principal.
Ciertamente, el mismo autor indicó lo que unifica este maremágnum al aclarar que su novela constituye una “obra religiosa”, útil para erradicar tres problemas: “la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre y la atrofia del niño por las tinieblas”. En este sentido, los grandes eventos históricos –como Waterloo o la insurrección de 1832- confluyen con las desgracias individuales –de Valjean, Fantine y Cosette, respectivamente-, trasluciendo siempre aquel tono que hace de Los miserables el libro emotivo par excellence.
Siendo Valjean el protagonista de la obra, cabe asumir como uno de sus ejes la reinserción social del delincuente. Victor Hugo se preocupa, al respecto, tanto de señalar la culpa adjudicable al conjunto en los delitos personales, como de recalcar la inconveniencia de permanecer neutral ante los crímenes que perpetra la sociedad, máxime si estos atentan contra los desfavorecidos. Por tal razón, la novela nunca equipara justicia con equidad, sino que los concibe como valores divergentes.
La obra atestigua, así mismo, los modos en que la prisión transforma al individuo: cómo lo inclina a la premeditación, cómo alimenta su resentimiento, cómo lo torna acre y escurridizo en sus acciones. Además, formula la imposibilidad del expresidiario para dejar atrás su pasado, pues la justicia –representada aquí por el inspector Javert: dura lex, sed lex-, se encarga de reavivar siempre en él la culpabilidad y la sospecha.
Por supuesto, Valjean es solo uno más de los que entrañan la condición de miserable. Fantine, Cosette, Éponine, Gavroche, los Thénardier, Marius, etcétera, hacen parte también de ese género fatal de personas. Como Valjean, ellos deambulan entre lo envilecido, sufren el abandono, encarnan los estigmas, envejecen jóvenes y sin familia, no conocen la expiación o la indulgencia, se retuercen de hambre, se postran enfermos, hablan el caló y fraguan sus pequeñas luchas entre la pobreza y la sordidez: ese teatro cruel de un “dios vendado”.
Por esta labor de acopio que va agrandándose a cada página, puede decirse que Los miserables desvela toda una imagen degradada de París. Victor Hugo ilumina la sociedad en sus profundidades y enseña en ella la convergencia de civilización y barbarie. Y ya que París, según el autor, es “el resumen de todas las ciudades vivas y muertas”, es una admonición todavía más amplia que socava la aquiescencia que en todo lugar se da a las penurias; una exhortación para ver entre las miasmas, en las calles y covachas los rostros de los hombres que padecen.
Para Victor Hugo, la transmutación de todo esto es posible, en primer lugar, porque la Revolución superó “la enfermedad feudal y monárquica” y alcanzó, incluso para el marginal, la “honradez de la ciudadanía”. Así mismo, considera que hay instancias que favorecen el cambio: basta con prescindir de los “malos cultivadores”, consolidar una educación que potencie y reforme y, por último, unificar la historia, la filosofía y la ciencia en torno a un propósito de solidaridad.
En la postura optimista que va encuadrando la novela se distinguen dos frentes de combate: uno, de índole social, consiste en extirpar el egoísmo, la altivez y la connivencia; otro, centrado en los miserables, busca corregir la envidia y el resentimiento. Es así que Valjean y Javert resultan personajes paradigmáticos: el primero, una vez en el camino de la virtud abierto para él por el obispo Myriel, olvida su rencor; el segundo, recibiendo de Valjean la absolución que quiebra su conciencia del deber, no puede ya ver con aversión a quien fuera hasta entonces su enemigo.
Como se dijo antes, para Victor Hugo la religión es determinante en esta cura social. Por ello, no escatima críticas ni al encierro monacal que se repliega en la ascesis, ni a los religiosos que se obcecan en la preservación de “principios en mal estado”. Como ilustra con Myriel, el autor sabe que “la primera prueba de caridad de un sacerdote es la pobreza” y que dios es un principio de salvación solo si permite preservar la vida humana.
Por supuesto, la dimensión material del cambio la pone en marcha la Revolución. Es manifiesto el fervor con que Victor Hugo redactó las páginas acerca de las barricadas de 1832; en ellas, entendiendo la situación que origina la miseria como histórica, plantea que la Revolución, tal y como sucedió en 1789, sigue ofreciendo una vía para modificar las costumbres nocivas. El ánimo revolucionario, por tanto, es comprendido en términos de protección al pobre, de educación del desafortunado y de ejemplo al trabajador.
En todos los apartados que dedica Victor Hugo a la Revolución y, en especial, al progreso hay una estela marcadamente hegeliana. En ellos se habla, por ejemplo, de la “perfección futura” o de una ley del progreso que trocará lo fatal por lo fraterno. Sus ideas sobre los motines, por demás, concluyen con esta fórmula: la Revolución debe “sojuzgar lo material y realizar el ideal”. Nada más deplorable para Victor Hugo que Horacio o Goethe, contempladores tranquilos del sufrimiento, en contraste con los soldados revolucionarios que, en su opinión, devienen sacerdotes a raíz de la virtud que mueve sus actos.
Quizá el entusiasmo exceda a Victor Hugo, pues, como él mismo dijera: “los grandes peligros existen siempre dentro de nosotros”. De lo que no cabe duda, en todo caso, es que hay en el drama de Los miserables dos grandes personajes: uno es el infinito al que Víctor Hugo llama dios. El otro es el hombre, ese héroe miserable que con frecuencia se tilda de anodino y que, sin embargo, ha descubierto, a golpes de dolor, la terrible sabiduría que se esconde detrás de su destino: “nada importa morir, pero el no vivir es horrible”.
HUGO, V. (2005) Los miserables. Barcelona: DeBolsillo.
FILDES, L. (1908) Applicants for Admission to the Casual Ward at Saint Martin in the Fields.
2 comentarios
Un estupendo libro y una reseña y comentario a su altura.
ResponderEliminarSigo pensando que el texto tiene digresiones en exceso y algunas coincidencias forzadas, pero buena parte de él merece mucho la pena. Gracias por comentar.
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