Siegfried Lenz - La Pérdida
Tras la disolución del Gruppe 47 en los años setenta −colectivo del que hizo parte junto a autores notables como Grass, Johnson, Böll o Celan-, Siegfried Lenz continuó su carrera literaria publicando obras mucho más personales, alejadas del hit et nunc y de los compromisos políticos que constituyeron los principios de aquella asociación.
Un ejemplo de ese viraje se encuentra en La pérdida −Der Verlust- (1981), novela en la que Lenz nos presenta a Ulrich Martens, un personaje que, tras sufrir un ataque cerebrovascular, experimenta una afasia que altera completamente su relación consigo mismo y los otros.
Debido a que el personaje es descrito inicialmente como un apasionado de los cambios y lo provisional, la entrada en un estado permanente de incomunicación constituye para él una fatalidad, más intensa aún porque su caso no es el de quien posee la capacidad de hablar, pero se niega a hacerlo; o el de quien no posee ni la facultad ni el deseo; sino, el de quien, aun teniendo la voluntad de hablar, no cuenta con la correspondencia fisiológica para llevarlo a término.
Así, apropiándose de un estilo indirecto libre que da cuenta, por un lado, de la corriente de pensamiento de Ulrich y, por otro, del mundo que sigue desarrollándose en su “exterior”, la obra propone varias consideraciones valiosas. La primera y más directa concierne al dolor que origina una situación de este tipo: la sensación de estar aislado, de no poder responder; la certeza de que todo se torna complejo y forzado; el miedo ante la prolongación incierta de las circunstancias.
Como no hay a lo largo de lo narrado algún viso de resignación, y como tampoco la escritura o la terapia dejan de ser recursos paliativos para Ulrich, la situación expuesta es verdaderamente trágica. Acaso su carácter existencial pueda recogerse apelando a sus propias palabras: “No me puedo remitir a nada, a ninguna experiencia, a ningún conocimiento, y lo demás se me escapa de repente, no está disponible, se derrite y sintetiza, quiero decir que todo el pasado queda amenazado y es todo lo que necesitamos para entender y explicar”.
Lenz expone a través de su personaje esa tensión interior del afásico, resaltando que nada anima y fortalece más que ser comprendido; de suerte que cuando esto no ocurre, cuando solo se halla un “desbarajuste de signos y expresiones”, cuando la demanda de ser oído no se contesta, el ser humano se aboca al absurdo de tener la necesidad de ayuda, pero no poder siquiera clarificar el modo de dirigir ese socorro.
Hay una forma de aproximar este conflicto si se piensa que lo que hace Lenz es apartarse del enfoque del lenguaje como medio, es decir, del modo como este se nos manifiesta en las situaciones cotidianas, sin que tengamos plena conciencia de su funcionamiento, para adentrarse en una experiencia que obliga, después de cortar con ese flujo habitual, a encarar la palabra como fin: un metalenguaje por medio del cual se descubre que la realidad está sostenida por la palabra y, sin esta, aquella indefectiblemente cae.
Al respecto, la novela propone la insuficiencia del lenguaje que circula en el pensamiento propio; se requiere del lazo constitutivo que uno entabla con el otro para no condenarse a la muerte interior. Esa intersubjetividad −Lenz la denomina comercio- es la que garantiza la seguridad del suceso nombrado y rescata al hombre del movimiento de un mundo que, sin el auxilio de la palabra, irrevocablemente se lo tragaría.
Por supuesto, como esta situación concita también en los demás todo género de alteraciones, del otro lado de quien la vive es dado hallar otra pérdida. De hecho, la novela no es únicamente la crónica de cómo Ulrich va perdiendo su mundo, sino, además, de cómo los otros, representados de alguna manera en Nora −la pareja de Ulrich-, no descubren la forma efectiva de retrotraerlo y, así, su conflicto se funda en lo que ella misma reconoce como “su incapacidad de prestar ayuda”.
Nora atestigua también el declinar de su propio lenguaje, del consuelo o el ánimo que en él se movilizan, por efecto de la réplica que nunca llega. En ello se puede ver la insistencia de Lenz en el problema de la reciprocidad y, en relación con esto, son inquietantes todas esas escenas en las que los juegos de memoria y ausencia generados entre los personajes tratan de alcanzar en vano el hilo que los vuelva a enlazar.
La pérdida es una novela pesimista, fría, cuyos personajes no pueden escapar de sus zonas de aislamiento: ni siquiera en lo más trivial permite Lenz la oportunidad para el reencuentro, tampoco en la mirada, el gesto o la confianza del contacto corporal. Esas vías de comunicación siempre están cerradas y, en consecuencia, gana fuerza la idea de que mientras no se recuperen las palabras no se recuperará el mundo: casi en el tono del Tractatus de Wittegenstein, Lenz sentencia que “la pérdida del lenguaje es, ni más ni menos, una pérdida del mundo”.
Tanto en Nora, quien es la señal exterior de la pérdida, como en Ulrich, que es el que la vive en su plano interior, opera un desfase: la mujer está condenada al terreno de las conjeturas, las presuposiciones y la intución de la respuesta; Ulrich, por su parte, sufre la indefensión, la inoperancia de la voz, el silencio que no puede quebrarse a pesar de todo el ruido que generan las tribulaciones de su pensamiento.
La novela tiene el acierto −o el error, según se mire- de concluir en el momento en el que la vuelta de ese “exilio” no se ha dado, esto es, cuando su drama se vive con mayor profundidad y la imposibilidad de huir sigue vigente. Pero, quizá, en esos dos personajes de la última escena que, tomados de la mano, voltean a mirar al mismo tiempo hacia una puerta que está a punto de abrirse, ya se ha cimentado un puente, una sincronía, alguna forma inédita de vivir juntos en el silencio.
LENZ, S. (1991) La pérdida. Madrid: Debate.
HOPPER, E. (1959) Excursion into Philosophy.
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