Hermann Broch - Los Inocentes

by - enero 30, 2022


Esta obra de Hermann Broch surge de un ejercicio holístico que consistió en volver sobre una serie de relatos publicados en los años veinte para resignificarlos a la luz de una idea unificadora. El resultado fue una novela total, tanto por su apertura hacia otros géneros el ensayo o la poesía-, como por la summa de universos simbólicos y materiales que confluyen en ella.

La redacción del texto exigió de parte de Broch, además de esa disposición totalizante, el enfrentarse al problema que supone la subordinación de lo ético a lo estético en la literatura y que, en su caso, tratándose de un libro con el que buscaba desenmascarar la falsa inculpabilidad de los alemanes en la asunción del Nacionalsocialismo, se tradujo en una tensión particularmente aguda.

Si la novela de Broch es por momentos tan cerrada, plagada de excursos y paradojas es precisamente porque en su escritura palpita también un acto de indiferencia, solo que, en ella, este se halla excusado por el interés de ejemplificar a través de sus personajes exsoldados, profesores, baronesas- la despersonalización e indiferencia propias de la Alemania de entreguerras.

El estudio de Broch nace a partir de la Parábola de la voz, un texto religioso según el cual existe una implicación universal que obliga a dar el mismo significado a aquello que se contrapone. Así, incluso aquellos hombres que no promovieron de forma directa las ideas del Nazismo, en realidad fueron responsables de él en la medida en que, “hablando desde su silencio”, permitieron que este surgiera.

La novela explora esa culpable inculpabilidad schuldhafte Schuldlosigkeit- sometiendo a los personajes a un severo examen metafísico del que se concluye que los inocentes responden a un estado de ánimo particular, caracterizado por la indiferencia, el desarraigo y el apolitismo. Esas son las bases de una hipertrofia que envilece contra sí mismo y contra los demás, quebrando los vínculos del mundo y confiriendo una tácita aquiescencia ante la crueldad.

A Broch le interesa modelar esos rasgos de la naturaleza: el espíritu que pervierte a los hombres y les hace cerrar sus ojos, por igual, ante el bien posible y el crimen presente. “Es la indiferencia primitiva escribe- la que atenta contra la misma condición humana, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, consecuencia de la anterior”, algo que Broch interpreta en términos trascendentales, pues el hombre no comparece en el mundo aisladamente, sino como una parte que solo puede entenderse a partir del todo; de tal modo que quien es indiferente ante otro, quien se considera inocente de su suerte, es, en cualquier caso, culpable frente a la humanidad entera.

La elaboración de estas ideas ofrece, según el personaje, diferentes niveles en la novela: Zerline, por ejemplo, revela la culpabilidad del artificioso, del que es capaz de cosificar lo humano; Zacharias, por su parte, representa el dogma, el discurso validado sobre una realidad que lo desmiente; Hildegard, es la voz del individualismo, de la rigidez del escrúpulo; Melitta, finalmente, es pura inocencia inmolada, la suprema virginidad del espíritu.

No obstante, Andreas es el personaje que más profundamente testimonia el conflicto de la culpa en la obra, ya que es el que conecta las historias de los otros y sobre quien recae su influencia. Se trata de un individuo escindido por el vacío y el automatismo; en él, la lucidez es apenas la ilusión del movimiento, y su tragedia se expresa en el desprendimiento, la pérdida del lugar que le corresponde.

Todos los primeros personajes son inocentes del Nazismo, puesto que son esencialmente apolíticos a excepción, quizá, del profesor Zacharias-, pero, al mismo tiempo, culpables de cultivar el espíritu del que nació aquel movimiento, o sea, la artificialidad, el dogma, el sacrificio. La situación de Andreas, en cambio, es más compleja, porque él no posee un discurso propio, de manera que su culpabilidad deriva, más bien, de no contradecir, de no enjuiciar, de mantenerse en el silencio.

Esto se ilustra perfectamente en el capítulo Los cuatro discursos de Zacharias, en donde Andreas solo puede oponer su mutismo a todas las ideas sobre la fraternidad, la imposición, la guerra o la voracidad del instinto que el maestro asocia al Volkgeist. Algo semejante sucede en las relaciones de Andreas con Hildegard y Zerline, mujeres que lo doblegan hasta el límite de no poder contravenir la falsa santidad de sus acciones.

Con todo, Broch anuncia la salida de ese hundimiento apelando irónicamente a la muerte de la inocencia. En la novela, el suicidio de Melitta debido a la indecisión de Andreas desemboca en su emergente conciencia de culpa: es un acto que destruye su falsa inocencia y, por ello, el final de la obra es una impresionante redención metafísica en la que el abuelo de Melitta, actuando como dios-padre, sustrae del pecado al protagonista restituyéndole su vínculo primigenio con el todo.

Ese cierre es de una elevación sin precedentes pues, desde la concepción religiosa de Broch, se exalta la presencia de un juez supremo y se afianza la red maternal y paternal que une al hombre con el universo: dos aristas de un refugio que es seguro porque carece de “rasgos fantasmagóricos” y permanece claro dentro de la “impenetrable multiplicidad” de lo que existe. Solo esta instancia puede salvar al hombre del anonimato dándole su nombre, uno que es a la vez suyo y de todo lo demás: un nombre común que ratifica la conexión definitiva.

Como se ve, Los inocentes es una rigurosa labor de desvelamiento, una sentencia que se levanta sobre todos los que creen ampararse en la inculpabilidad de un silencio con el que, sin embargo, no logran cubrir ni siquiera sus rostros. Y, asimismo, es un grito de horror contra el olvido, contra esa memoria que se llena día a día para vaciarse después en la nada. En ese sentido puede entenderse la sentencia de Broch: “Haced que yo nunca olvide”, porque en el olvido de la Nada, lo único que habita silenciado es el Ser.

BROCH, H. (2007) Los inocentes. Barcelona: DeBolsillo.
HECKEL, E. (1912) Zwei Männer am Tisch.

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