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Alonso Fernández de Avellaneda - El Quijote Apócrifo

by - septiembre 11, 2021


La identidad de Alonso Fernández de Avellaneda constituye uno de los mayores enigmas que ha dado la literatura. Los estudios ecdóticos, lexicográficos o comparativos que se han hecho a lo largo de los últimos siglos para desenmascarar a quien se esconde detrás de ese pseudónimo no arriban aún a un consenso definitivo, de suerte que siga atribuyéndose a autores tan disímiles como Lope de Vega, Guillén de Castro, Suárez de Figueroa o el propio Cervantes.

Más allá de ese misterio y de las razones que condujeron a Fernández de Avellaneda –sea quien fuere- a emprender una continuación de la primera parte de Don Quijote, es claro que su obra no debe descalificarse sin más como plagio o parodia; muy por el contrario, se trata de una labor concienzuda, perfectamente documentada, culta o corriente según el caso (como la de Cervantes) y con un estilo a la altura del Siglo de Oro.

Pensando en ello, hay quienes proponen que El Quijote apócrifo es, ante todo, un ejercicio de metaliteratura. En este sentido, huelga recordar que la intertextualidad de la novela se dirige en doble vía: no solo recibe la influencia de Cervantes, sino que, a su vez, repercute en la redacción de la segunda parte de Don Quijote, tanto en lo que concierne a su temática (v. gr., rehuir las aventuras de Zaragoza o la aparición de Álvaro Tarfe) como al plano del lenguaje, pues se viene demostrando una huella de lectura en Cervantes de palabras y expresiones propias de Fernández de Avellaneda.

Entre los elementos que conserva esta secuela de la obra original se encuentran el uso permanente de refranes y malapropismos por parte de Sancho, la inclusión de relatos intercalados, los arcaísmos caballerescos y la alusión a fuentes primarias de las cuales se toma la narración –en este caso, unos documentos arábigos hallados por el sabio Alisolan-; todo ello, amén de las obvias referencias a aventuras, lugares y motivos.

No obstante, la novela de Fernández de Avellaneda propone también distanciamientos: Dulcinea pierde relevancia como motor de acción, haciendo que el Quijote asuma el epíteto de “caballero desamorado” y; del mismo modo, Sancho tiene un crecimiento ingente como protagonista, apartándose de su función inicial de contrapunto para llevar su simplicidad a un terreno casi impensable en Cervantes, a saber: el de alcanzar un perfil caballeresco.

En el prólogo que escribió para su novela, Fernández de Avellaneda dejó apuntados varios de estos tejemanejes. El autor defiende y ejemplifica allí las prosecuciones literarias y, proyectándose el mismo propósito de Don Quijote –“desterrar la perniciosa licion de los vanos libros de cauallerias”-, precisa que su obra es menos cacareada y agresora con sus lectores y que, por no haberse escrito en la cárcel, está lejos de las quejas, murmuraciones, impaciencia y cóleras que posee la de su predecesor.

En ese texto, asimismo, se aconseja a Cervantes reconocer su vejez y, dada la superioridad de la nueva obra, seguir la enseñanza de Santo Tomás: “la embidia es tristeza del bien y aumento ageno”. Esta alusión no es para nada fortuita, pues puntualiza una de las divergencias más notables entre ambos autores. Desde muy temprano, Fernández de Avellaneda hace comparecer a un Quijote que frecuenta la iglesia, que provee sentencias de santos y que instaura sus ideales caballerescos en comunión con el servicio a dios.

Son abundantes las situaciones usadas para remarcar la imagen de ese “Cauallero andante Christiano y Manchego”. Así, por ejemplo, se invocan héroes bíblicos antes de emprender aventuras –Josué, Sansón, David-; se acusa a los paganos –por turno, moros, luteranos o turcos- de belicosos y encantadores; se asocia a estos con lo demoniaco, mientras reciben la amenaza de la inquisición y; en fin, hay un conflicto irreconciliable con su lenguaje, conducta y costumbres.

Dos formulaciones aún más representativas de esto se hallan en el divertido, pero no menos difamatorio episodio en el que Sancho es convertido en moro y, sobre todo, en las lecciones que pueden extraerse de los cuentos intercalados en la novela –El rico desesperado y Los felices amantes-, los cuales incluyen personajes religiosos, entornos de increencia y hasta milagros tendientes a señalar cómo apartarse de dios conduce indefectiblemente a la pesadumbre y la desgracia.

Por supuesto, esto no significa que la novela tenga un carácter doctrinal: la carga cristiana no menoscaba la original obstinación por el riesgo y todos los lances que de ello se desprenden. Fernández de Avellaneda sigue con rigor el sustrato que dio forma al Quijote cervantino, es decir, la locura de imitar la acción y palabra de los antiguos caballeros; incluso, podría sostenerse que él intensifica esa figura, porque su Quijote hace gala de una imaginación más proyectiva que la del personaje de Cervantes, generalmente más anclado a la interpretación, a la búsqueda de los parentescos in situ entre las circunstancias sorteadas y lo leído.

Con sus reservas, la segunda parte de Don Quijote y la obra de Fernández de Avellaneda coinciden, además, en mostrar cómo ese theatro de burlas creado alrededor del Quijote en realidad responde a una quijotización del mundo. Así, las aventuras en las ventas, las cortes, las plazas y demás espacios, más que burlas hechas al personaje, son muestras de la manera en la que los otros ceden ante la fortaleza y verdad expresadas por el Quijote.

Como haría Cervantes un poco después, Fernández de Avellaneda sondea el nominalismo que brota del valor creador de la palabra. Para ello, inicialmente, relativiza la locura de su personaje, haciéndole decir a la Reyna Zenobia: “nunca nadie acertò a decir lo que primero no lo aya aprendido y estudiado”; y, posteriormente, demuestra que las discrepancias del lenguaje no ponen en riesgo la comprensión individual del mundo: “ello es lo que yo digo –afirma el Quijote- a pesar de todos los que contradezir me lo quisieren”.

Acaso El Quijote apócrifo haya ido todavía más lejos en eso que llamaríamos las mitologías personales, pues su personaje, no solo comulga en la fe de esa palabra, sino que con ella se vincula a los dioses –sus armas las forjó Vulcano en las aguas del Leteo- y potencia su capacidad para mudar identidades, siendo, además de quien es, Rodrigo de Vibar –el bravo Cid campeador- o Fernan Gonçalez –primer conde de Castilla-.

Por todo lo anterior, el final que da Fernández de Avellaneda a su novela resulta sublime: la escena del Quijote observando las celdas de la casa del Nuncio a la que se le conduce para ser encerrado, simboliza el fin del idealismo individual; y aquel personaje que le confiesa estar allí, bajo la presunción de loco, por advertir al mundo sobre su contingencia y vanidad es, al mismo tiempo, otro hombre y el propio Quijote: un espejo de su inveterado destino a la incomprensión.

FERNÁNDEZ DE AVELLANEDA, A. (2011) El Quijote apócrifo. Madrid: Cátedra.
DAUMIER, H. (c. 1855) La veille de Don Quichotte.

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