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E. H. Carr - Los Exiliados Románticos

by - octubre 02, 2021


El Romanticismo arribó a Rusia cuando su estela empezaba a difuminarse en otros países. De hecho, antes de 1830, solo en los episodios de la Revuelta Decembrista o en los primeros escritos de Pushkin puede rastrearse algo de aquel espíritu romántico que varias décadas atrás ya había enmarcado la Revolución Francesa y la figura de pensadores como Rousseau.

Por otra parte, la dureza del zarismo no permitió una apropiación completa del movimiento; antes bien, muchos de sus entusiastas pagaron esa simpatía con la vida, la cárcel o el exilio, de suerte que lo romántico advino en Rusia bajo un signo trágico: fue una fórmula para liberarse de la represión del sistema zarista e, incluso, para superar la desesperanza a la que condenaba esa coerción, pero, sin duda, se trató de una alternativa peligrosa.

En Los exiliados románticos, E. H. Carr reconstruye el itinerario que siguieron en el destierro algunos de esos héroes rusos (Herzen, Ogarev, Bakunin) y, apoyándose en documentos y cartas –“escribir cartas fue una convención esencial de la pasión romántica”-, revela cómo sus vidas se entrecruzaron con las de otros migrantes (Herwegh, Nechaev o Dolgorukov) en medio de un destino siempre fatídico.

El retrato central del libro es, por supuesto, el de Aleksandr Herzen. La biografía presentada aborda los casi sesenta años de su vida, indagando, por turno, su origen y juventud, su estadía en la cárcel, el destierro, las acciones políticas y su labor como editor. Además, establece el ideario romántico desde el cual abogó por la liberación de los siervos, la abolición de los castigos y el fin de la censura, sosteniendo la postura audaz que le granjeó, en su momento, la fama internacional.

Carr plasma también los desencantos revolucionarios de Herzen: su establecimiento en una Francia materialista y trivial, completamente opuesta a la de sus sueños de juventud; los fracasos permanentes en Londres mientras dirigía La campana; y las diferencias entre él y los revolucionarios radicales, quienes no veían en su defensa del liberalismo y la democracia algo más que una doctrina pusilánime, el sueño de un novelista sin “madera de caudillo”.

En este sentido son dicientes los rasgos de Bakunin y Nechaev que se dibujan en la obra: su pasión destructora y su férreo temperamento. A los dos los conoció Herzen y de ambos se sintió divergente; no era factible para él comulgar con el excesivo desarraigo de Bakunin, con la confianza ciega en la naturaleza por la que se levantó contra todo gobierno; y tampoco con la inmoralidad que irradiaba Nechaev, aquella defensa mordaz del crimen que inspiraría Los demonios de Dostoievski.

Es importante destacar, por otra parte, que la reconstrucción de estos perfiles se trabaja paralelamente a la atención de la vida cotidiana, en la que Carr descubre otra manifestación del fervor romántico. Así, la serie de romances que relata entre la esposa de Herzen (Natalia) y el poeta alemán Herwegh, o, más tarde, entre el mismo Herzen y la esposa de su amigo Ogarev, van desvelando un nuevo encuadre romántico.

La comprensión de ese Romanticismo encuentra sus bases en las ideas de Rousseau y Sand, ya que las intrigas de los amantes exponen una defensa acérrima de los sentimientos, de su bondad connatural y de la necesidad de alimentarlos permanentemente, aun si ello implica contradecir discursos como el de la fidelidad, entendiendo que solo en su proyección hacia lo universal, hacia lo no individualizado, alcanzan esos impulsos la resonancia divina de la que provienen.

Es claro que una concepción como esta produce todo género de conflictos, pero las voces femeninas que se recogen en Los exiliados románticos (a saber: Natalia Herzen, Natalia Tuchkova o Liza Ogarev) porfían exaltando los “derechos de la pasión”, la poca nobleza del “gozo egoísta”, el reflejo de lo celestial que hay en el amor terreno –“mis sentimientos no son amor, decía Novalis, sino religión”- y, en fin, la relatividad en la que recae lo ilícito cuando se apela a una amplitud superior de miras.

El libro de Carr es interesante, precisamente, porque penetra en la percepción romántica femenina, ajustada al famoso verso de Byron: “El amor en el hombre es algo aparte en su vida, pero es la existencia entera de la mujer”. En numerosos pasajes se enuncian las particularidades de esta representación: la mujer romántica como la que “consuela al desventurado” (es el caso de Natalia Herzen), la que “busca un héroe a quien reverenciar” (como Malwida von Meysenbug y Liza Ogarev) o la que, en cualquier caso, transita menos el ancho camino del mundo que el del corazón.

A estas dos dimensiones de lo romántico –la revolucionaria y la amorosa- van sumándose a lo largo de la exposición otros planos importantes: el del valor ennoblecedor del sufrimiento, el del nacimiento de los tribunales de honor, el de la exacerbación artística, el de la condición de apátrida (con la consabida errancia por los países de Europa) y hasta el de aquel pesimismo pueril que hace desembocar los romances en suicidios.

Asimismo aparecen en la obra, tal vez con más espacio del necesario, otros personajes de menor impronta romántica. Carr dedica, por ejemplo, todo un capítulo al drama de Engelson que no pasa de ser una víctima paradójica del spleen; otro a Piotr Dolgorukov, famoso por enviar a Pushkin la carta que provocó su duelo con d’Anthès; y uno más al espía Postnikov, cuyo Romanticismo fue apenas una máscara para acceder a los círculos radicales sin levantar sospechas.

Detrás de los verdaderos exiliados, es decir, de Herzen, Ogarev y compañía pesa la condena de haber sido desterrados, pero también la de haber nacido en una época ajena y no haber encontrado un lenguaje menos anacrónico para explicarse. Los exiliados rusos fueron, así, una prueba más de la incomprensión humana y, al contrario de lo que concluye Carr, no la expresión postrera del Romanticismo, sino víctimas notables de su idealismo.

CARR, E. H. (2010) Los exiliados románticos. Barcelona: Anagrama.
REPIN, I. (1988) Не ждали.

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