Imre Kertész - La Última Posada

by - agosto 29, 2021


Desde 1989 Imre Kertész fue apuntando las ideas para la obra que, en su opinión, constituiría el epítome de su vida. Solo hasta 2001, sin embargo, el autor inició los bocetos de esa novela –a caballo entre Turner y Beethoven-, acompañando su redacción con un diario y otros cuadernos, en medio de un proceso que se extendió hasta mediados de 2009.

Debido al deterioro de su salud y, sobre todo, al fracaso de hallar un estilo adecuado, en 2014, el ya octogenario Kertész, desistió de continuar con la novela, si bien esta terminó publicándose, junto a una selección de las notas escritas en esa época, bajo el título La última posada. Así, el libro presenta las dos versiones del texto compuestas por el autor y las secciones de apuntes Secreto a voces y El jardín de las trivialidades.

Mirada en conjunto, esta obra propone un acercamiento a la senectud, tanto en lo que concierne a las minucias cotidianas (la enfermedad, el matrimonio, la música, las conferencias o los viajes) como a todas las consideraciones sesudas que surgen del pasado y que en el libro se ponderan reflexivamente mientras se convierten en material literario.

Dadas las condiciones que atravesaba Kertész al escribir el libro, la vejez se aborda subrayando su vínculo con la muerte y la necesidad de “gobernar esa barca hacia el final”, algo que el autor estima “nuestra mayor propiedad” y “última tarea”. La vejez, desprovista de cualquier sensiblería, devela un carácter torturante y vegetativo que sirve al hombre únicamente para reconocer su inercia.

En dicha comprensión asoma una filosofía de lo estéril: “Duerme en vano y se despierta inútilmente”, dice el personaje Sonderberg. Es como si Kertész descubriese en la senilidad una tramoya de falsaciones: si el pasado luce fértil se debe a la fatalidad que implica dejarlo; si la muerte augura descanso es solo por revelarnos el decurso de la vida, la desesperación del viviente.

La vejez, por otra parte, está ligada a la escritura, pues Kertész la concibe como último refugio. Lastimosamente, se trata de un asidero ambivalente porque “refugiarse envilece” y la vejez no facilita la creación. De este modo, Kertész indaga lo que él llama su metabolismo –esto es, la absorción de experiencias que serán expulsadas después en forma de ficciones- y la persistencia en ese empeño que implica, al mismo tiempo, un castigo y una expiación; pero, además, inversamente, explora la siempre latente tentación de dimitir y la naturaleza de aquel ocaso vital desde el cual todo parece ajeno y lejano.

La angustia que palpita en La última posada surge de ese llamado a una vocación que se revela agotada y que induce no pocas veces al rencor, a la pasión de liquidarlo todo por una causa innombrable. En tal sentido, el Kertész escritor y el Sonderberg personaje están unificados: ambos viven “una tensión que no viene dada por la acción”, puesto que esta no existe, sino por su incertidumbre existencial.

Por supuesto, todo se agrava por el hecho de que Kertész nunca fue un escritor acomodaticio. Como se sabe, vivió la realidad de los campos de concentración y, después del nazismo, un prolongado peregrinaje físico e intelectual. De hecho, esa condición queda enunciada cuando se define a sí mismo como remanente: “Soy el escritor de una forma de vida judía anacrónica, del galut, de la forma de vida de los judíos asimilados, portador y representante de esa forma de vida, cronista de su liquidación, mensajero de su necesaria desaparición”.

Como la condición de escritor está ligada a su pasado, el estado de Kertész resulta aún más tirante: no experimenta solo el desarraigo de la comunidad judía, de su religión y carácter; sino, también, la incompatibilidad con el pueblo húngaro, del que tomó su lengua, pero al que nunca regresó definitivamente e; incluso, la contradicción que implica el haber alcanzado su renombre literario en la misma nación (la alemana) que alguna vez fue su victimaria.

En algunos fragmentos, Kertész se muestra indiferente ante esta situación: “El gran estilo vale más que cualquier patria”, escribe; sin embargo, ese mismo pathos de la no pertenencia que le permitió en la juventud encarar obras de la talla de Sin destino se convierte en un lastre para la cansada espalda de la vejez. Por ello hay tanto desencanto en el libro: la inminencia de la muerte hace penosas la errancia, la indefinición y la falta de un lugar para echar raíces.

Tras el rastro de lo que pueda servir para dibujarse, Kertész torna a mirarse una y otra vez y, como enseñara Virgilio –Sunt lacrimae rerum, et mentem mortalia tangunt-, las cosas que brotan ante sí suscitan el quiebre de su espíritu. El Kertész que vive es demasiado débil para enfrentar un mundo desprovisto de misterios, metafísicamente abandonado y, en últimas, conducido, paso a paso, a su propia destrucción.

La vida de Kertész es casi una prolongación de Auschwitz: dicha realidad se alargó para aleccionarlo apenas en la supervivencia y la señal recibida allí no se borró nunca de su frente. Por eso, al plantearse un colofón para su vida, no hay palabras edulcoradas o luminosas, solo un lenguaje de tiniebla: “Esto es ya la última posada, la última silla, el último grog, una mano temblorosa alza la copa, se hace de noche, y de los rincones, como un reptil maligno, emerge la oscuridad”.

En alguna parte de su obra, Kertész rebatía a ciertos críticos, diciendo: “A mí me interesa lo que significa ser”, y en esta excesiva entrega a lo abstracto puede hallarse el origen de su equívoco, pues nada fluye en el mundo con semejante transparencia: se es judío y se es húngaro y se es escritor, siempre in situ y con sus determinadas consecuencias. Sobre todo lo demás, en cambio, Kertész conmueve por su fría precisión: “La vida es un error dice- que la muerte no arregla”.

KERTÉSZ, I. (2016) La última posada. Barcelona: Acantilado.
ISTVÁN, F. (1937) Kertben.

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