Miguel Delibes - El Camino

by - marzo 13, 2021


Dos inquietudes fundamentales aborda Miguel Delibes en esta novela: por un lado, la compenetración que se alcanza con el espacio en el que crecimos y, por otro, la llegada de aquel momento crucial en que dejamos atrás nuestra infancia. Ambos elementos los trabaja el autor a partir de la noción de camino, la cual resulta equiparable, en cierta medida, a la de fatum, por la forma en la que expresa la tensión entre las distintas fuerzas que determinan al individuo y la voluntad personal que busca alzarse como contraparte.

Esta especie de fatalidad se halla anunciada ya en la primera línea de la novela –“las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”- y se va profundizando progresivamente, puesto que la obra constituye un largo paréntesis retrospectivo que surge de la última noche que pasa un niño, Daniel, el mochuelo, en su pueblo natal, antes de viajar a la ciudad en la que su padre ha dispuesto que estudie.

En este sentido, El camino es una novela que brota y su germinación abre las puertas a la comprensión de un mundo rural cuyos componentes están caracterizados por cualidades puntuales (la fortaleza física, la religiosidad, la bondad, la intrepidez, la practicidad, etcétera), de las cuales derivan los aprendizajes de Daniel sobre la masculinidad, la superstición, la utilidad del campo, la amistad, el juego, la arbitrariedad del lenguaje e, incluso, el dolor vinculado a estas experiencias.

A lo largo de la novela se establece la conformidad, la armonía que tiene el protagonista con todos esos elementos que han hecho parte de su crecimiento y el dolor que produce en él tener que alejarse de ellos con su partida a la ciudad.

En la obra se propone, así, una identidad con esa vida rural que, a pesar de su dureza, ofrece una dimensión superior del hombre: “Eran un poco torvos y adustos y desagradecidos los hombres del valle, no obstante, un franco espíritu deportivo les infundía un notorio aliento humano”. De hecho, la novela exhibe una defensa de esta idea frente a la visión del progreso, que una y otra vez se plantea como negativa, ya sea por su pedantería si es fruto de lo intelectual, por su arribismo cuando proviene de lo económico, por su incompatibilidad con lo rural o, en fin, por su capacidad para estimular solo en los momentos de vacua añoranza.

Como se ve, en El camino se declaran incompatibles los discursos del campo y la ciudad: son formas de comprensión opuestas, y su choque indefectiblemente trastoca el destino de los hombres. Una situación que ilustra esto se evidencia en los nombres de los personajes, pues, a diferencia de la formalidad que prima en la ciudad, en el campo los nombres experimentan una alteración (Roque, el moñigo; Germán, el tiñoso; Antonio, el Buche; Cuco, el factor) que convierte los motes en declaraciones de la naturaleza propia: un modo de resaltar ante los demás las propiedades que resultan definitorias. Algo semejante ocurre en el plano formal de la novela, porque este renuncia a los recursos característicos de la escritura, para inclinarse sobre aquellos propios de la oralidad: las reiteraciones, las figuras mnemotécnicas, el diálogo, el lenguaje coloquial, la sabiduría del adagio, entre otras.

Por otro lado, como la obra está dispuesta desde la niñez, la concepción de pueblo que moviliza Delibes está cargada de lo instintivo, lo directo; su cuerpo se lo dan más las impresiones que los razonamientos: el descubrimiento de la maternidad, por ejemplo, no se traduce en Daniel, el mochuelo, en el entendimiento de un proceso biológico, sino en la intuición de una consanguinidad “imprescindible y necesaria” que lo vincula a lo otro, esto es, a la madre y, por extensión, al pueblo.

Es por ello que, como sucede con otras obras de Delibes (la primera parte de La sombra del ciprés es alargada, por citar un caso), la cuestión de la niñez tiene que ver con el descubrimiento del destino. En el caso de El camino, empero, ese destino se manifiesta como tensión: el sentirse llamado a participar del ritmo del campo, unir su voluntad a “ese modo propio y peculiar de vivir” y, por otra parte, experimentar el peso de las cosas que no dependen de la decisión individual, sino de una instancia ajena (el padre, por ejemplo).

Sin que esta cuestión llegue a elaborarse de forma filosófica, de la novela florece la expresión del dolor y la profundidad de ese conflicto. Para modelarlo, Delibes utiliza diferentes insumos: los discursos de don José, el cura, sobre la necesidad de “seguir siempre nuestro camino sin renegar de él”; las ideas que expresan los pueblerinos aquí y allá sobre el destino, la voluntad de dios o la necesidad de “hacerse hombres”; y, en fin, hasta las observaciones que Daniel realiza sobre la mudanza de las personas.

Este aprendizaje conduce al desencanto: la tensión bajo la cual vive el hombre, máxime cuando se trata de un niño, desemboca en una revelación aterradora: “Vivir es ir muriendo día a día, inexorablemente”. Siempre que se deja de vivir para buscar el camino que debe tomar la vida, se está muriendo: el proyecto de encontrar un sentido a vivir es tanto como permitir que la vida se escape en la incomprensión de que su simple fluir le da lo que necesita.

Tal situación es dolorosa en la medida en que coincide con una sensación de dependencia y sujeción, pero su verdadero patetismo se advierte cuando se acepta la imposibilidad de inclinar la balanza a favor: mientras se es niño no hay libertad de decisión y, cuando se es adulto, ese poder llega sin que haga falta ya, puesto que la vida se ha impuesto definitivamente: no en vano “la vida es el peor tirano conocido”.

Porque la obra se aboca a este final terrible, a un adiós en doble sentido –a la nostalgia de la compenetración con el campo y a la niñez misma que agoniza- puede afirmarse que Delibes no se aleja con El camino de su pesimismo característico, confesándonos que no solo es sospechosa toda confianza en el futuro, sino, además, la fe que ciframos en la perennidad de la infancia.

DELIBES, M. (1964) El camino. Barcelona: Destino.
ANKER, A. (1897) Schlafender Knabe im Heu.

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