Émile Zola - La Obra

by - febrero 15, 2021


Fruto de su experiencia como crítico de arte y de la relación que sostuvo con varios pintores –entre ellos Paul Cézanne-, Zola escribió La obra (1886), una novela en la que, de acuerdo con sus notas preparatorias, quiso “pintar la lucha del artista contra la naturaleza, el esfuerzo de la creación en la obra de arte”.

Dicha intención orienta la lectura, siempre que se asuma de forma radical, pues el protagonista del libro, el pintor Claude Lantier, proyecta hasta tal punto la ambición creadora, que su genio, aun entregándose por entero al arte, se encuentra condenado a la esterilidad.

La obra está concebida desde las formulaciones típicas de los naturalistas, de suerte que siga detalladamente los pormenores de la existencia de Lantier: su rol como esposo y padre, sus vínculos con otros artistas y el conflicto interior que encarna en tanto creador.

La prolijidad de Zola facilita abordar la novela desde estos focos: el que contrasta el valor del artista con su incompetencia para la vida conyugal y los negocios; el que rastrea la tensión de una época en la que el periodismo y la curaduría convertían el arte en objeto de especulación; o el que enumera las extravagancias y manías de los pintores.

Con todo, el elemento que unifica estos derroteros es el que Zola apuntara ya en sus estudios, esto es, el del artista enfrentado a su propia creación, solo que ese conflicto, además de ser fabulado, se convierte en el blanco de una severa impugnación, porque Zola, valiéndose de un alter ego –el escritor Pierre Sandoz-, se opone al fracaso artístico, considerándolo una expresión atemporal del Romanticismo.

Ciertamente, el plein air –es decir, el movimiento que abandera Lantier- propone una visión desafiante frente a los cánones que seguía la pintura a finales del siglo XIX; su técnica estimula un cambio en la luz y la desnudez difícilmente comprensible, de ahí que desde su origen parezca abocarse al fracaso, a ser una propuesta marginal, “terrible”, “violenta”, demasiado clara para ciertos asuntos y en exceso moderna para tantos ojos conservadores.

El ennoblecer lo que la mayoría reprueba hace que la Academia y la sociedad rechacen rápidamente el plein air. Y, aunque para Lantier su pintura se halle más allá de la poca inteligencia del público, de las burlas o reproches burgueses, su ánimo transgresor decrece paulatinamente hasta no ser más que el testimonio de un hundimiento: el del artista incapaz de realizar la obra maestra que rompa con todo paradigma y asiente con contundencia las bases de un nuevo tiempo.

Sandoz es el contrarrelato de esta lucha malograda, puesto que, a pesar de entender los dilemas que enfrenta un creador, sostiene que en él debe triunfar, no la angustia, sino la expresión de la época. Así, como portavoz de la burguesía decimonónica, Sandoz considera que es a la ciencia “a la que deben mirar los novelistas y poetas”, ya que en su lógica y rigor se hallan las claves de ese momento.

Su pretensión de una obra total –paráfrasis de la serie Les Rougon-Macquart-, capaz de capturar todos los detalles del comportamiento, la fisionomía y las circunstancias de una familia, es prueba de ese realismo objetivo de Sandoz que se contrapone al impresionismo de Lantier, afincado también en lo realista, pero enfocado en cómo lo exterior afecta aquello que podría denominarse la individualidad.

Esta disparidad va elaborándose a lo largo de la novela hasta ponderarse en sus últimas páginas bajo una luz histórica: lo que no comprende Lantier es que, en el fondo, todo artista desempeña siempre un papel de transición, no de cambio, de manera que, con la pretensión de erradicar lo precedente para instaurar nuevos modelo, se da rienda suelta a una ambición desaforada y se abren las puertas a la angustia y la impotencia.

Sandoz afirma que “la única base posible, la referencia necesaria, al margen de la cual empieza la locura, es la verdad, la naturaleza”; es por ello que cuando él califica el fracaso del arte como vástago del Romanticismo lo hace pensando en que su raíz no es otra que la desmesura: está condenado a ser infértil el artista que no reconoce sus propios límites; y la cura para ello son los baños de cruda realidad”.

Si La obra constituye una exploración de este desfase es justamente porque tras una vida dedicada a la pintura no quedan de Lantier más que esbozos y bocetos, estudios de lo que pudo haber sido. En la novela se recoge el dolor de esa ambición no saciada, el drama ante el lienzo que no cesa de retocarse como un fatal palimpsesto, la tirantez que produce el orgullo y la derrota, el esfuerzo grotesco de dar vida a lo increado, la necesidad de creer aun en el fracaso, la sensación del tiempo malgastado en una labor que no germina.

Pudiera Lantier, como cualquier otro advenedizo, inclinarse hacia una versión edulcorada del plein air, aprovechar sus dotes en una pintura menos temeraria, buscar solo el consuelo postrero, acoplar mejor sus ambiciones y fuerzas o simplemente abdicar, desistir de la tarea de “colmar la nada”. Sin embargo, se encamina justo en la dirección contraria: sucumbir sin enterarse de que, con cada nueva obstinación, la realidad misma se le escapa un poco más, hasta dejar solo una posibilidad extraña para su genio: la de “ser el precursor que siembra sin recoger la gloria”.

ZOLA, É. (2007) La obra. Barcelona: Random House Mondadori.
MANET, E. (1863) Le Déjeuner sur l'Herbe.

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