James Joyce - Ulises

by - enero 05, 2021


El Retrato del artista adolescente cierra con una declaración que puede considerarse premonitoria en relación con dos pretensiones que tuvo Joyce al escribir Ulises: “Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”.

Estos elementos, ciertamente, constituyen bases sobre las que se asienta la novela. En primer lugar, una “realidad de la experiencia” que se descubre en el presente cotidiano, tiempo desde el cual todo lo demás irradia, pues si cabe hablar en Ulises de pasado o futuro es solo como emanaciones de un hoy que se pone de manifiesto en Dublín el 16 de junio de 1904.

Joyce tiene claro este fundamento –hic et nunc- porque, sin desconocer que “la vida (cada vida) es muchos días”, insiste en que solo el presente tiene contenida la eternidad del tiempo –“toda una vida en una noche”-. Así, en la obra accedemos a los otros tiempos, no porque estos confluyan, sino porque emergen del ahora a través de los objetos o las preguntas de los personajes por aquello que los antecede.

Esta idea puede ilustrarse con uno de los galimatías de Bloom: “El pasado fue es hoy. Lo que ahora es será entonces mañana pasado como el ahora fue ayer”. En este sentido, Ulises es una obra implosiva, atrincherada en el presente, y que llega, incluso, a rechazar la idea de la renovación generacional: lo único que demuestra ese “milagro de la metempsicosis” es que toda retrospección es como “un espejo dentro de otro espejo”, esto es, un artificio que sirve exclusivamente a la tarea de observarnos a nosotros mismos.

Por todo esto, a pesar de lo mucho que insiste la crítica en su afán de precisar las bases homéricas desde las que opera la obra de Joyce, Ulises no propone una imitación, ni siquiera una reformulación de la Odisea, sino el desvelamiento de cómo viven en el ahora las piezas de un mito que nació hace siglos; cómo se incuban las posibilidades de su existencia en lo cotidiano –el bar, la calle, la playa, el hogar- y; cómo, más allá de su pasado, tienen ese color de novedad que advierte Molly Bloom: “La vida siempre es algo en qué pensar en cada momento y verlo todo alrededor como si fuera un mundo nuevo”.

Es por efecto de lo anterior que, dentro de esa “realidad de la experiencia” que busca Joyce, se instaura el héroe anodino: ni Mulligan, ni Bloom, ni el propio Dedalus, pueden concebirse desde la tradicional y superior definición de un héroe. Del presente de la vida cotidiana únicamente adviene el individuo común, superficial. “No soy un héroe”, declara Dedalus ya en los albores de la novela y, cuando esta inicia su consumación, la idea reaparece para remarcar la insignificancia de los héroes: “Los sonidos son imposturas (…) como los nombres. Cicerón, Podmore. Napoleón, Mr. Goodbody. Jesús, Mr. Doyle. Los Shakespeares eran tan corrientes como los Murphies. ¿Qué hay en un nombre?”.

El otro horizonte desde el que Joyce concibe Ulises consiste en “forjar la conciencia increada”. Esa conciencia no responde a lo social: se sabe bien que al preguntar a Joyce qué había hecho durante la Primera Guerra Mundial, respondió sin ambages: “Escribí Ulises”. Esa conciencia tampoco se inscribe en el terreno de la utilidad, prueba de lo cual se halla en la vergüenza que sentía Joyce por hablar el mismo idioma de los hombres que tienen por máxima “el tiempo es dinero”.

La “conciencia increada de la raza” procede, más bien, del valor creativo que posee la palabra. Así se establece en la obra: “En el vientre de mujer la palabra se hace carne, pero en el espíritu del hacedor toda carne que fenece se convierte en la palabra que nunca morirá”. La palabra crea el mundo y forja, además, la conciencia que tenemos de él. No hay un dios fundador de lo que existe, esta labor es una prerrogativa del hombre, la más alta, por cierto, pues en ella se cifra la tarea de tejer como artista la propia imagen: aquel hijo no nacido que se asoma expectante.

Dedalus precisa la convergencia que se da en la palabra entre ser y saber que se es así: “En el intenso instante de imaginación, cuando la mente (…) es un carbón que se desvanece, aquello que fui es aquello que soy y aquello que en posibilidad soy capaz de llegar a ser. Así pues, en la posteridad, hermana del pasado, seré capaz de verme a mí mismo tal como estoy sentado aquí ahora pero por reflejo de aquello que entonces seré”.

Esa “fragua del espíritu” de la que habla Joyce en el Retrato es el espacio en que se cuecen las ideas del artista y la conciencia de la raza es, precisamente, la que crea la palabra. Solo que el lenguaje, así como representa un orden, también es el estruendo, la “transformación violenta e instantánea”, el “torrente que se derrama”, el “destello que hiende las entrañas”. De allí que Ulises pueda concebirse como un prolongado ejercicio de experimentación con las zonas tanto claras como confusas del lenguaje.

Y es que Ulises no asume la palabra forjadora como uno más de sus innumerables temas: el lenguaje es su fundamento último a nivel estético. La multiplicidad de estilos que ofrece Joyce, su ruptura radical con lo unívoco, su gusto por las jitanjáforas y los juegos sonoros, su mezcla de idiomas, su delirio y hondura, su impenetrabilidad, no podrían entenderse de una manera diferente: es la muestra suprema de una conciencia que ha reconocido palmo a palmo los infinitos grados que ofrece la ductilidad del lenguaje.

Aunque Joyce emprendiera después de Ulises un experimento todavía más audaz –el Finnegans Wake-, la grandeza y trivialidad del lenguaje, su belleza y monstruosidad, su turgencia y parquedad, su profundidad y franqueza, todo ya está aquí a tal punto que, si en más de una ocasión se ha hablado de esta obra como el final de la literatura, es justamente porque después de semejante profusión, no solo la realidad ha quedado sujetada al presente, sino que el lenguaje, habiendo agotado todos sus cauces, condenaría a la ridiculez cualquier nuevo intento de escritura.

JOYCE, J. (2007) Ulises. Madrid: Cátedra.
OSBORNE, W. F. (1889) The Dublin streets: a vendor of books.

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