Vladimir Nabokov - Lolita

by - octubre 10, 2020


La controversia desatada por esta novela desde su aparición en 1955 dio paso a dos procesos paralelos: el ensombrecimiento de las otras obras de Nabokov y la incorporación cultural de la figura de nínfula. Frente a ambas situaciones, el autor manifestó su parecer, solo que, a diferencia de lo primero, que no revestía para él motivo de molestia, lo segundo se le antojó una degradación cómica e intolerable.

Ciertamente, a la publicación de Lolita siguió una tergiversación que echó al traste el rigor con que Nabokov había elaborado la noción de nínfula, convirtiendo la palabra en epíteto para niñas precoces, modelos y hasta servidoras sexuales. Fueron diversos los modos en que se operó esa desfiguración, pero en la base de todos estuvo el desconocimiento del libro y una equivocación pars pro toto que separó la condición de nínfula de su soporte fundamental: la mirada de Humbert.

En su momento, el mismo Nabokov dejó apuntada esta idea: “Fuera de la mirada maníaca de Humbert no hay nínfula, Lolita existe a través de la obsesión que destruye a Humbert”. Esto significa que entre ambos personajes hay una dependencia: así como no existe nínfula per se, esto es, en ausencia de la mirada particular de Humbert, tampoco esa mirada resulta suficiente para descubrir la nínfula en quien no se ajusta a ciertos rasgos que son propiciatorios.

Se trata de una implicación activa, no del todo consciente, y más fácil de entender en la dirección nínfula-descubridor, ya que las cualidades que cumple Lolita y, por extensión, toda nínfula, pueden rápidamente enumerarse: naturaleza demoníaca, límite temporal –de los 9 a los 14 años-, colindancia de belleza y vulgaridad, carácter excepcional y gracia etérea, evasiva y cambiante. En contraparte, la mirada de Humbert es problemática, en la medida en que deviene de la frustración, se debate entre lo abyecto y lo noble y está en tensión con la legalidad y los tabúes.

El primer elemento se explica porque la nínfula no se impone desde el exterior, sino que surge de una percepción forjada en el interior de quien la descubre; así, la existencia de Lolita, en tanto nínfula, está supeditada al amor frustrado de Humbert por otra niña iniciática: él traslada a Lolita las cualidades de la primera figura en la que las advirtió.

Dicha traspolación, según Humbert, posee un sesgo “fatal y mágico”, pero, en términos menos poéticos, constituye una obsesión condicionada por un deseo reprimido: Humbert conoció a Annabel en su adolescencia y la muerte de ella en medio de aquel idilio en el que ambos conocieron el eros produjo en él una fijación inconsciente por las niñas que reprodujeran las cualidades de ella y canalizaran su deseo.

Humbert acentúa esta idea señalando que la imagen de Annabel lo mantiene hechizado durante más de dos décadas hasta que rompe el encanto encarnándola en Lolita: “Vi sobre una esterilla, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera, que se volvió para espiarme por encima de las gafas de sol. Era la misma niña […]”. De este modo, entre Annabel y Lolita no hay solución de continuidad: son la misma figura porque, si bien Lolita es el producto de una prolongación, eclipsa lo que la antecede, sublimándolo.

El otro rasgo que permite que la mirada de Humbert conciba a Lolita como nínfula responde a la tensión que él experimenta entre la abyección y la nobleza. El personaje atribuye a la nínfula una naturaleza que mezcla “una tierna y soñadora puerilidad con una especie de desconcertante vulgaridad”, de suerte que se conduzca alternativamente, dejándose arrastrar por lo sexual o defendiendo con firmeza su pureza.

Como “lo bestial y lo hermoso” no pueden vivirse como experiencias independientes, Humbert se hunde en la indistinción: es consciente de las implicaciones que tiene su deseo, incluso, profiere contra él mismo palabras de condena y culpa, mas, en todo caso, defiende su comportamiento apelando a una diferencia entre él y los criminales comunes: “no soy, ni fui nunca, ni pude haberlo sido, un canalla brutal”.

Es claro que algunos podrían ver aquí una coartada, la truculencia del depravado, pero todo ese juego se opera de manera tan angustiosa para Humbert, genera en él tantos conflictos y dolores, que el libro termina apropiándose del sentido griego de lo trágico, es decir, el enfrentarse a una disyuntiva imposible de resolver.

Un último rasgo de la mirada de Humbert tiene que ver con las relaciones que mantiene el personaje con la legalidad y los tabúes, pues el hecho de que sobre él pese una obsesión, no implica que la sociedad acepte sin más su realización.

Humbert no se comporta como el hombre que, habiendo perdido los escrúpulos, declara abiertamente su abyección. No podría, además, porque su doble relación con Lolita –padre y amante- lo obliga a cumplir ciertas prácticas que se desarrollan en el terreno social. El personaje termina, más bien, eludiendo los vínculos sociales: ese largo viaje, cuyo itinerario se sigue en la segunda parte de la novela, expresa justamente la necesidad de huir, de escapar de todo lo que pueda desenmascarar su condición.

La manía persecutoria de Humbert tiene momentos verdaderamente dramáticos como, por ejemplo, las conversaciones de Lolita con extraños, las discusiones en Beardsley o los autos percibidos por el retrovisor, y todos crecen fértilmente en Humbert porque en él encuentran el terreno abonado por la confusión.

Tal vez ese mismo conflicto es el que no permite equiparar a Humbert y Clare Quilty: solo en el protagonista de la obra se percibe un conflicto y la doble relación con la nínfula que lo complejiza. Se suele concebir a Quilty como alter ego de Humbert, pero la equiparación en este punto es improcedente: aquel ha dejado atrás toda moral y su inclinación hacia Lolita es eminentemente sexual –incluso, explotadora-. En cambio, Humbert ve en ella a la nínfula, sin perder sus rasgos ni dejar de implicarse a título propio como su descubridor: porque el que devela la nínfula no es un pervertido, sino la expresión de un deseo exacerbado, una figura en conflicto.

NABOKOV, V. (2016) Lolita. Barcelona: Anagrama.
BALTHUS (1938) Thérèse Dreaming.

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