Juan Rulfo - El llano en Llamas
Juan Rulfo no necesitó escribir mucho para granjearse un lugar de respeto y admiración: dos libros le bastaron para zanjar el camino hacia una nueva versión de nuestra literatura. Lo especial de su obra radica en que prescinde de las antiguas descripciones del realismo para dar paso a imágenes que ahora surgen de la propia mirada de los personajes, de sus recuerdos y temores, de las modulaciones que encarnan a partir de su experiencia.
En el caso de El llano en llamas, esa perspectiva se pone en marcha a través de varios mecanismos: por una parte, la alternancia narrativa y la recurrencia a un “nosotros” que totaliza las voces; asimismo, el uso de un lenguaje rural que suele repetir fórmulas en los monólogos o diálogos y; finalmente, la apelación infaltable a la memoria –“me acuerdo”, “ya no me acuerdo”, “él se acordaba”, “acuérdate”-.
En el plano proyectivo, quizá como ningún otro autor latinoamericano, Rulfo intensifica la yuxtaposición de tierra e infierno; cualidad que será esencial después, en Pedro Páramo, pero que aquí se expone ya prolijamente en la caracterización de los espacios: su olvido, los fantasmas que los recorren, la eternidad emplazada en ellos, la sequedad o el fuego que los acecha, etcétera.
Los diecisiete relatos que componen el libro vienen estudiándose con rigor, de modo que ya se han advertido muchas vías hermenéuticas: la revolución mexicana, la rudeza del campo, las supersticiones religiosas, el olvido del gobierno, entre otras. Sin embargo, además de estos elementos, la lectura de El llano en llamas pronto hace descollar otros temas transversales como la errancia y la sexualidad.
El primer eje es importante porque, en la mayoría de los relatos, los personajes recuerdan o realizan un desplazamiento: a veces, este obedece a motivos revolucionarios como en El día que lo dejaron solo o El llano en llamas; en otras ocasiones, a la huida de amenazas, tipo El hombre o No oyes ladrar los perros; y, algunas más, a la búsqueda de la esperanza, como en Nos han dado la tierra.
Lo interesante de esos desplazamientos, es decir, la razón por la que cabe entenderlos como errancia, reside en que, aunque sus motivaciones hasta cierto punto se explicitan, su sentido no deja de ser oscuro. De hecho, esto es una consecuencia de la forma en que Rulfo aborda la escritura, pues al permitirnos observar los que ocurre desde los personajes, la realidad forzosamente se limita, se hace subjetiva e intrincada.
Cuando el personaje de El hombre, por citar un caso, confiesa: “Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí”, su declaración resulta impenetrable: sabemos que huye porque ha matado, pero ni el horror de su pensamiento, ni el deseo de hallar la salvación en otra parte podemos aprehenderlos enteramente, se nos exige completarlos.
Por supuesto, no se trata de una falencia, sino de un mérito de Rulfo: sus textos nos hacen entrar en una situación que nos requiere. No de otra manera podría descifrarse lo que significa esa confesión del personaje de Talpa: “Comienzo a sentir como si no hubiésemos llegado a ninguna parte"; o aquella predisposición de Paso del norte: “De los ranchos bajaba la gente a los pueblos; la gente de los pueblos se iba a las ciudades. En las ciudades la gente se perdía; se disolvía entre la gente”.
En los relatos de Rulfo se expone una errancia porque los límites de los desplazamientos no son claros; a veces, incluso, se trata de búsquedas en espacios simbólicos, no físicos, como la niñez, la muerte o el miedo. Además, en el trayecto suele transformarse el carácter del viaje: así pasa en el mencionado Talpa y también en Nos han dado la tierra y No oyes ladrar los perros, relatos en los que lo que se imagina inicialmente pronto queda desmentido.
De otra parte, El llano en llamas aborda la cuestión de la sexualidad, asociándola con la ruptura familiar. La orfandad que experimentó Rulfo en su niñez caló en sus relatos hasta perfilar en ellos toda una dirección de lectura: así, en Es que somos muy pobres, se siguen los conflictos que vive un padre en la relación con sus hijas; o en Paso del norte y No oyes ladrar a los perros, los rencores que alimentan dos padres hacia sus hijos varones.
Esa condición de ruptura abona el terreno para la crudeza con la que trata Rulfo el tema de la sexualidad incestuosa. No extraña encontrarse con relatos como En la madrugada, en el que un hombre mantiene relaciones con su sobrina; Talpa, en el que otro sujeto se acuesta con la esposa de su hermano; Acuérdate, que aborda la sexualidad entre primos; o Anacleto Morones, el cual descorre el incesto entre un padre y su hija, con el agravante de un embarazo.
Rulfo no aborda lo sexual como tabú o pecado; lo deja fluir desde los personajes, de allí que su connotación varíe: hay temor e inocencia en la manera en que el hermano de Tacha observa sus senos en Es que somos muy pobres; o una nostalgia idílica en la fijación que tiene el protagonista de Macario en la leche de Felipa. Pero, más allá de estos casos, lo sexual se mantiene desbordado en Rulfo, bien sea por la edad, el vínculo de las personas, el engaño que subyace al acto o la violencia de la relación: no hay afecto o redención en ninguna de las historias.
Los relatos de El llano en llamas pueden leerse desde muchas perspectivas y, esto, sumado a su oscuridad, permite que no se agoten con una sola aproximación. En esta obra se dibuja el perfil latinoamericano, siempre próximo al instinto y lo irracional; pero, además, se reconocen dos rasgos fundamentales de nuestro destino, a saber: el haber sido arrojados y el crecer sabiendo que aquello de lo que podríamos agarrarnos para hacerlo está muerto.
RULFO, J. (2009) El llano en llamas. Madrid: Cátedra.
GUAYASAMÍN, O. (1976) El grito.
0 comentarios