Heinrich Böll - La Aventura y Otros Relatos
La Trümmerliteratur, de la cual fue autor programático Heinrich Böll, consideró
la Segunda Guerra Mundial como el resultado de un acondicionamiento progresivo que
se operó en los alemanes a través, no solo de la persuasión ideológica, sino,
además, de una experiencia cotidiana de automatización.
El descubrimiento de Böll
al respecto es el siguiente: la permanente enajenación que padecían los
alemanes en las diferentes dimensiones de su vida –el trabajo, la familia, la
religión, etcétera- destruyó su capacidad de responder libremente a la voluntad
de guerra que entonces se les impuso.
Lo anterior explica que,
en los relatos de Böll, se desatienda la espectacularización del conflicto –tan
propia de otros autores-, para clarificar, más bien, la enajenación que le es
propicia. En este sentido, los personajes del autor aparecen siempre subordinados
a elementos que escapan a su comprensión o entran en pugna con algún atisbo de
libertad.
Un ejemplo de esto se
encuentra en el tratamiento que hace Böll del tema religioso. Sus personajes no
suelen ser incrédulos; por el contrario, se comportan, incluso, de manera
piadosa. Sin embargo, los dogmas se reproducen en ellos sin ninguna claridad
esencial: en La aventura o En el valle de los cascos atronadores, los
protagonistas atienden el rito de la confesión sin determinar su importancia, persuadidos únicamente de su imposibilidad de sustraerse.
“En su cerebro seguían
actuando los dogmas de la fe perdida”, se afirma en uno de los relatos citados;
y esto significa que la observancia de lo religioso está vaciada: la conduce una
suerte de inercia, nunca la convicción sincera. Esto sucede porque, para Böll,
los individuos, si bien alcanzan el significado de los principios y establecen
entre ellos conexiones –pecado es muerte, mentir es pecado-, no llegan a
penetrar en el fundamento religioso, restringiéndose a una vivencia puramente
supersticiosa.
Otra arista de la
enajenación la sitúa Böll en el campo del trabajo. En sus relatos aparecen
constantemente personajes desempeñando los más insólitos oficios –encuestadores,
reidores, agentes de perros, estudiosos de lo lejano, guías innecesarios,
etcétera- y comentando los intríngulis de su profesión, sin manifestar, por
otra parte, la menor extrañeza, pues están cegados por la aparente validez de sus
argumentos.
Incluso, en los relatos
de tono más sensato, la subordinación está presente: se hace efectiva en las acciones –injusticia, engaño, provecho- que atentan contra la libertad del
hombre en su trabajo. En La balanza de
los Balek, por dar un caso, a nadie parece interesar que se prohíba a los
campesinos pesar antes lo que venden; en La
estación de Zimpren, la decadencia convierte una terminal de tren en
espacio de escarmiento para malos trabajadores; y Como en una mala novela, la automatización de los negocios convierte
a quienes los hacen en simples reproductores de sus convenciones.
Böll muestra que, ni en
el terreno espiritual, ni en el laboral, la sociedad alemana anterior a la guerra
requiere hombres especialmente críticos: las estructuras los convierten en
replicantes y, paralelamente, su propia experiencia los despersonaliza, ya que
en esta se anula progresivamente la voluntad.
Quizá, sin embargo, el
ámbito desde el que Böll proyecta con mayor crudeza la enajenación sea el de la
relación del hombre con los objetos. Relatos completos giran en torno a esa
tensión y cómo termina el individuo subordinado a lo material: en La postal, a una tira de correo que llama
al reclutamiento; en El enano y la muñeca,
a una porcelana abandonada; en Una caja
para Kop, al contenido de un paquete; o en Destino de una taza sin asa, a los mismísimos vaivenes del azar.
El objeto hace cifrar
sobre él toda expectativa, condiciona lo humano a su materialidad. Es verdad
que, en los relatos de Böll, el objeto simboliza siempre otra cosa –un miedo,
un recuerdo, una fecha-, pero eso no implica que deje de supeditar al individuo
y, sobre todo, que lo extravíe en su búsqueda de posibles interlocutores, con lo cual se hace más prominente su soledad.
En un terreno como el
que se ha descrito fácilmente podía aterrizar el lenguaje de la guerra. Los
alemanes enfrentaban a principios del siglo XX “un tedio que no parecía ofrecer
otra escapatoria que el pecado”: enajenados por la religión y el trabajo, y con
una fijación subyugante en el objeto, cualquier ideología hubiese encontrado un
ambiente favorable para desplegarse.
Heinrich Böll afirma, de este modo, que la ausencia de sentido no fue un efecto de la guerra,
sino, contrariamente, su causa: esa era la experiencia cotidiana y totalizante
en la que se desenvolvía el alemán de la época. Hasta el
niño, foco de varios de los relatos, personifica formas particulares de
enajenación, provenientes de la ignorancia frente a lo que acontece –como sucede
en La muerte de Elsa Baskoleit y El tío Ted- o de su imitación de conductas –tipo
Daniel, el justo-.
Las ruinas que buscaba
visualizar la Trümmerliteratu estuvieron, antes de verse afuera, en el interior del alemán, quien, vaciado de sentido, las
ocultó en una falsa estabilidad. Y, después, durante la guerra, las
ruinas permanecieron en él, porque lo que condujo al conflicto fue otra forma de enajenación,
una prueba más de la gratuidad del hombre y de su mínima experiencia para conducir
la vida.
BÖLL, H. (1972) La
aventura y otros relatos. Barcelona: Seix Barral.
BECKMAN, M. (1922) Vor dem Maskenball.
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