Roberto Juarroz - Séptima Poesía Vertical
Esta Séptima poesía vertical (1982) se halla justamente en la mitad del itinerario poético de Roberto Juarroz, pues la obra del autor consta de catorce libros homónimos –el último de ellos publicado póstumamente-, y presenta algo más de cien poemas cuya norma de escritura es: “El último poema se parecerá al primero”.
El que Juarroz haya mantenido el mismo título para sus libros y un estilo más que homogéneo en sus poemas indica que ambos –libros y poemas- fueron creciendo orgánicamente, es decir, que cada uno de ellos está incorporado en un todo superlativo: el proyecto de esa mirada que desde la verticalidad emprende la resemantización del mundo.
Probablemente cualquier poesía efectúe un programa como este, pero el carácter filosófico de Juarroz singulariza el suyo a tal grado que puede concebirse la poesía vertical como una disposición fenomenológica en la que pensar equivale a nombrar y mirar a hablar, todo ello convergiendo sin restricciones en la experiencia abierta por el poema.
Debido a estas cualidades, los críticos suelen calificar la poesía de Juarroz de metafísica y no es desacertado hacerlo porque él mismo concibe las ideas como ojos, como mecanismos para mirar verticalmente, esto es, desistiendo de esa horizontalidad plana, sin vértigos, que aprendemos por imitación y que se afinca en las identidades, nomenclaturas y posiciones.
Para Juarroz, además de esa mirada fija, existe otra capaz de mutar o inventar su propia óptica. A esta clase pertenece la mirada vertical que, dejando atrás los convencionalismos de espacio y tiempo, hace surgir nuevas y numerosas zonas de la realidad: toda una cartografía compuesta por lo indefinido, ignorado e intersticial.
Es posible aproximarse a las particularidades de esta mirada por diferentes caminos. Uno consistiría en entender la verticalidad como una visión desde la que todo parece fuera de sitio. Acaso en esto se asemeje a lo vivido en las alucinaciones, ya que también en los poemas de Juarroz hay una crisis radical de los registros, “unos ojos más abiertos que el mundo” y una proliferación de presencias que no tienen nombre o han sido apenas provisoriamente bautizadas.
La otra ruta resulta mucho más declarativa. Supondría que la poesía de Juarroz obliga, en primer lugar, a consentir nuestra ignorancia, a admitir la inconmensurabilidad del mundo y el modo en el que las palabras tratan –a veces vanamente- de sostenerlo o soltarlo. Desde esta perspectiva, la verticalidad sería, alternativamente, un trabajo de deconstrucción con el que se retiran los significados caducos de la realidad y, así mismo, el gesto que permite al poema alzarse hasta el lugar de esas nuevas imágenes que deben poblarse convenientemente.
De lo que no cabe duda, más allá de estas dos concepciones, es que Juarroz transgrede sistemáticamente los límites; con cada verso las cosas son forzadas a dar algo más y, en consecuencia, el poema provoca un incontrolable desborde: “He descubierto un color negro –dice Juarroz- más negro que el negro”. Se trata del prurito por acentuar las márgenes, los paréntesis, las interferencias, todas esas áreas y superficies que carecen de soporte, pero cuya existencia constata el poema.
La manera en la que Juarroz asume la desubicación de lo que existe, su marginalidad, exilio, etcétera, explica el interés que han tenido los franceses en su poesía. En todo caso, no es menos cierto que la relación entre esta y las teorías de los posestructuralistas –Derrida, Barthes o Deleuze, por ejemplo- se ha establecido solo incipientemente y, por tanto, todo el interés de Juarroz por la diferencia como expresión emergente está todavía por dibujarse: “Todo hombre necesita una canción intraducible”.
Por demás, la impronta filosófica en Juarroz, como se indicó, es insoslayable. Sus poemas ofrecen un inventario amplísimo de cuestiones asociadas al valor del no-ser y, especialmente, a la tensión entre el flujo y la permanencia, tema heracliteano que obsesiona a Juarroz y lo lleva a decir: “Ser algo es ya una forma de no serlo”.
La naturaleza de estos problemas explica que Juarroz se apropie del silogismo para ponderar opuestos, contrastarlos y proyectar unificaciones. Una labor desafiante, primero, porque su poesía es pendular, esto es, trabaja las antinomias siempre en movimiento –diríase mejor, en oscilaciones-; y, segundo, porque la lista de elementos puestos en juego es ingente: olvido y memoria, pensamiento y vacío, adentro y afuera, dios y hombre, vida y muerte, imagen y reflejo, presencia y ausencia, monólogo y diálogo, cuerpo y sombra, entrada y salida, vigilia y sueño, entre otros.
Por supuesto, también el uso riguroso del oxímoron y la sinestesia permiten a Juarroz generar la contradictio in terminis que está implicada en su idea de verticalidad. Hay una variación absoluta de los puntos de referencia, ampliados o reducidos, en ocasiones también trastocados o borrados, y únicamente apelando al recurso de estas figuras pueden sus poemas expresar las líneas de semejante (de)formación.
Con la Séptima poesía vertical, así como sucede con sus otros poemarios, Juarroz nos aboca al asunto del mirar: “La mirada de afuera no sirve para mirar adentro / La mirada de adentro no sirve para mirar afuera / ¿Dónde está el ojo único?”. Sus poemas, por ello, esbozan la visión que se dirige hacia todas las direcciones, el pensamiento que hila todos los extremos; solo que en el ínterin, en medio de ese finísimo tejido que va creciendo, una y otra vez nos recuerdan que pensar y mirar son siempre movimientos efectuados sobre el abismo de las incertidumbres.
JUARROZ, R. (1982) Séptima poesía vertical. Caracas: Monte Ávila.
MAZURU, D. (1984) Les voix intérieures.
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