Bruno Schulz - Las Tiendas de Color Canela

by - diciembre 01, 2020


Dos planteamientos convergen en la obra de Bruno Schulz: el seguimiento de aquel juicio sobre la creación que emitiera Blanchot –“uno escribe para recordarse a sí mismo”- y el participar en la crisis de los géneros advertida, en su momento, por teóricos como Broch y Adorno.

Lo primero se manifiesta en la obsesiva búsqueda del pasado que caracteriza a Schulz, su intimidad e introspección; lo segundo, es evidente en la forma en que el expresionismo radical del autor lo aparta decisivamente, no solo de los límites entre realidad y ficción, sino, además, de los referentes tradicionales de la escritura.

En este sentido, Las tiendas de color canela (1934) presenta una serie de textos que no encajan dentro de las categorías de cuento o novela, ya que, por efecto de un extraño artilugio, su naturaleza es simultáneamente subordinada e independiente. Del mismo modo, la fascinación de Schulz por fabular, desemboca en una visión trastocada del pasado que confunde lo fáctico con lo onírico y lo imaginado.

Es verdad que el libro podría interpretarse exclusivamente desde esa condición delirante; textos como La calle de los cocodrilos, Borrasca o El jubilado así lo facilitarían, pues su fundamento radica en la extrañeza, la ruptura de la lógica y el advenimiento de lo inaudito. Este abordaje, por demás, vincularía la narrativa de Schulz con la obra de Kafka y la del Gogol más grotesco –esto es, el de obras como La nariz o El capote-.

No obstante, inclinarse por dicha lectura condenaría a olvidar que aquello que hace emerger la mistificación en Schulz, es decir, el sustrato mismo de sus relatos, es la niñez, concretamente, la reconstrucción de las vivencias y figuras que fueron decisivas en ella. De allí que, en la mayor parte de su obra, aparezcan con obstinación los familiares de Jozef –alter ego de Schulz-: sus tíos, primos, hermana, madre y padre.

Dentro de ese conjunto, la imagen del padre –Jacob- es la que reviste mayor relevancia, esencialmente porque se trata de un personaje que se despliega con todas las cualidades de un ser deslumbrante, imponente. “Su rostro no era más que el soplo de un rostro” –escribe Schulz-, perdido entre las edades, “en los limbos de las genealogías”, inmerso en difíciles y prolongadas cavilaciones, tenso entre la energía y la soledad: un hombre, en definitiva, ante el cual fracasaría la tentativa de discernir la parte real de la imaginada.

El narrador dispuesto por Schulz atiende especialmente la época en la que la vida de su padre empieza a declinar y, en consecuencia, sus excentricidades se multiplican. Es el tiempo en el que, distanciado a regañadientes de su negocio, dedica las horas a hablar en voz baja, a esconderse en los armarios y recovecos de la casa, a desarrollar su oído y olfato, a domesticar aves exóticas, a pelear por minucias o a escribir complicados tratados científicos.

Es un declive nostálgico y oscuro que, gracias al genio del padre o a la fantasía propia de los relatos, termina erigiéndose de modo profético. Proscrito del trabajo, “hombre quebrado” que desciende de su dominio, Jacob, empero, descubre en el delirio su espacio de grandeza y desde allí se levanta para anunciarlo. Ese es el heroísmo que su hijo reconoce después: “incomprendido por todos nosotros, este hombre extraordinario defendía la causa de la poesía”.

La parte más interesante de las figuraciones que elabora ese padre-profeta de Jozef –diríase mejor, de Schulz- y la prueba de que él es la superación de todo límite corresponde al Tratado de los maniquíes, que el libro dispone en tres textos diferentes. En uno de ellos, el padre declara lo siguiente: “Hemos vivido mucho tiempo atemorizados por el Demiurgo, durante un tiempo extraordinariamente largo la perfección de su obra ha paralizado nuestra propia iniciativa (…) Queremos ser creadores en nuestra propia baja esfera, aspiramos a los placeres de la creación, –en una palabra, a la demiurgia-”.

Todas las ideas que van generándose en esta dirección buscan desmitificar la creación y, por ende, tienen un sesgo marcadamente nietzscheano. El padre anuncia la necesidad de la forma, el privilegio que reside en cada espíritu de moldear la materia y acrecentar la vida; asimismo, deslegitima lo eterno, da valor a la obra transitoria y perecedera, a la paradoja del dolor creativo, a las posibilidades de armonizar los contrarios, entre otros.

Este discurso, dirigido a los dependientes de una tienda, no dejaría de ser una muestra más del comportamiento estrafalario de un anciano; sin embargo, está cargado de tal inteligencia y se ilustra en tantas circunstancias del libro –incluso, cuando el padre de Jozef sea confinado en un manicomio-, que no queda otra alternativa que estimar a Jacob como un hombre que alcanza la lucidez a través de sus fantasmagorías: es un perfecto conjurador que con su fabulación nutre el instante.

La dificultad que se aborda en el relato El sanitorio del enterrador de restablecer al padre a su época de “cordura” se debe justamente a que ese tiempo ya “ha servido”, no posee el color de lo reciente que trae cada minuto nuevo: es en él donde está en juego la expresión creativa, la definición que impide habitar en un tiempo falseado.

Quizá porque esto es así, cuando, en una de las escenas postreras del libro, Jozef deja a aquel anciano en una habitación, solo, esperando, se descubre que, en el fondo, no podría actuar de otra manera: por una parte, él debe marchar hacia el “enorme plato del horizonte”, atravesarlo totalmente y; por otra, su padre ya ha vivido con plena solemnidad cada instante y ahora se adentra en la etapa en la que, en absoluta soledad y con no menos ceremonia, debe aceptar que su cuerpo deja de estar “verdaderamente vivo”.

SCHULZ, B. (1991) Las tiendas de color canela. Madrid: Debate.
ANKER, A. (1893) Die Andacht des Grossvaters.

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