T. S. Eliot - Prufrock y otras observaciones
La
forma bajo la cual empezó a escribir T. S. Eliot alrededor de 1908 procede del
estudio del simbolismo y el drama isabelino. Esas fuentes permearon toda su poesía
temprana, de suerte que en ellas resida la esencia de su opera prima, Prufrock
y otras observaciones (1917).
El
influjo simbolista se reconoce, tanto en unos rasgos generales –la importancia
de lo urbano, el pesimismo y la exaltación asidua del tedio-, como en una línea
concreta, la de Jules Laforgue, poeta a quien debe Eliot textos completos y el
principio que sigue para la elaboración de sus imágenes: hallar la analogía y
unidad de lo diverso, sin revelar las propias pasiones ni abandonar la ironía.
En
lo que concierne al sustrato isabelino, este comporta ante todo una naturaleza
formal, pues está relacionado con ciertos tonos del diálogo que Eliot utiliza y
las máscaras de representación que se exigen para convertir el yo poético
en una voz heterogénea que asegure la expresión de lo múltiple.
Esta
doble influencia la unifica T. S. Eliot en algunos de los poemas que conforman
el libro –Conversación galante y La figlia che piange-, pero, hasta tal punto se dirige en una sola dirección otras veces que es sencillo dividir la obra entre los textos predominantemente
simbolistas –Prufrock, Retrato de una dama, Preludios y Rapsodia
en noche de viento- y los de tenor isabelino –Tía Helen, La prima
Nancy y El Boston Evening Transcript-.
Los
poemas en los que Eliot antepone el carácter simbolista están emplazados
siempre en la ciudad. La calle, en ellos, se dibuja como un espacio ruidoso,
sórdido, casi oculto por el humo y la niebla; la calle es “una
tediosa discusión” que trae el tormento de las preguntas, la abyección cubierta
de serrín. No hay calle en la que el hombre no tropiece, no se hunda en el
cansancio, no reconozca el aroma a tabaco o clandestinidad. Cualquier otra
mirada es improcedente: “Y cuando el mundo entero volvió / y la luz se filtró
sigilosa / por las contraventanas / y oíste a los gorriones en las cornisas / tuviste
una visión tal de la calle / que la calle difícilmente entiende”.
La
visión decadente predomina en Eliot: su lenguaje está asociado
siempre a la languidez o la pérdida. La tarde en Prufrock es un “paciente
anestesiado”, la noche de Preludios revela un “millar de sórdidas
imágenes”, la mañana nace aún con un rancio olor a cerveza. Hay un
pesimismo atroz en las imágenes: todo parece vaciado, adverso, sin
confianza ni perspectiva. “Nada pude ver tras la mirada de ese niño”, se
exclama en Rapsodia en noche de viento; así que estamos ante la
figuración de un hombre sin ilusiones, sobre quien no opera ninguna salvación o
fe.
Como
antes lo fuese para Baudelaire o Rimbaud, la poesía de T. S. Eliot es también
una expresión del spleen. Sus imágenes revelan al hombre que vive sin saciarse
y experimenta su gratuidad: es el hombre que se sabe “frase formulada” y se
imagina “clavado con un alfiler en la pared”, sin poder escupir las colillas de
sus días. En Eliot, ese tedio condena a la inacción, todo movimiento se reduce
a memoria o añoranza: “Hubiera merecido la pena”, se lamenta la voz de Prufrock;
todo es, a lo sumo, preparación para la vida –Rapsodia en noche de viento-,
o deseo de recomponer lo vivido –Histeria-, pero nunca la vida misma; de
allí que todo sea cauchemar, mera evocación como en La figlia che piange.
Un
último rasgo que toma T. S. Eliot de los simbolistas, concretamente de
Laforgue, es la ironía. Los asuntos que parecen tomarse muy en serio en los
poemas, de repente, giran en un verso hacia la broma. El serio Prufrock se llama
a sí mismo, al cerrar sus observaciones, un “bulto en el desfile”, el que está
acostumbrado a las escenas, el “bufón”. Y algo semejante ocurre en Retrato
de una dama al descubrir que las virtudes exaltadas a lo largo del poema
corresponden a un individuo que solo ve su figura asociada a los suplementos y las tiras cómicas.
Esos
lances irónicos son un punto de encuentro entre la fuente simbolista y la
isabelina, puesto que los poemas en que prevalece esta última ruta suele
conducirlos Eliot a partir de una visión satírica. Como se mencionó,
la marca isabelina se identifica esencialmente porque el yo poético se disgrega, volviéndose
heterogéneo, como suele suceder en el teatro; por tal razón, lo que tenemos en
ese grupo de poemas son semblanzas, dibujos de perfiles que pueden o no entrar
en diálogo.
Los
perfiles son diversos: está el de aquel que espía fuera de su casa –en La
mañana vista a través de la ventana-, el de quien se ocupa del diario
vespertino –en El Boston Evening Transcript-, el de la mujer fallecida –en
Tía Helen-, el de la campesina moderna –en La Prima Nancy-, el de
la tarde de asueto –en El señor Apollinax- o el del cortejante –en Conversación
galante-.
En
todas estas escenas la intensidad poética es menor: se reduce en ellas el
discurrir de la conciencia, tan importante en los otros poemas, aumentándose el interés por la constitución de un cuadro. Por esa razón, las voces que
escuchamos, siendo tantas y hablando tan poco, no llegan a totalizarse. Eliot
aquí, como lo hace también Joyce en su obra poética, propone un juego de
máscaras que invita fundamentalmente a mover la atención de un
punto a otro.
Prufrock y otras
observaciones es un libro que se apropia de lo poético todavía partiendo
de lugares comunes; sin embargo, su importancia es innegable porque le permite
a Eliot reconocerse en otros y abrir las puertas de ese lenguaje propio
que lo llevará, con La tierra baldía, a la arista contraria: negar todo principio de
correspondencia, esto es, declarar que todo es ajeno en el hombre y él en
nada se reconoce.
ELIOT,
T. S. (2000) Prufrock y otras observaciones. Valencia: Pre-textos.
GALIEN-LALOUE, E. (1941). Porte
Saint-Denis le soir.
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