Max Frisch - Montauk
Al recibir la novela Mein Leben als
Mann (1974), Max Frisch no puede evitar sobresaltarse; su título le
recuerda una seria dificultad con la que viene tropezando: reconocer su
experiencia como hombre dentro de sus libros. Efectivamente, Frisch encarna esa
situación que él mismo calificó de desfiguración y
que consiste en la imposibilidad de mantener aisladas su vida como hombre y la
creación literaria. Así lo explica en Montauk (1975):
“Me horroriza solo un
descubrimiento: me he silenciado a mí mismo mi propia vida. He alimentado con
mis relatos a cualquier público lector, y en ellos me he desfigurado, lo sé,
hasta devenir irreconocible. No convivo yo con la historia propia, solo con
fragmentos de ella que me ha sido dado ofrecer al público dentro de un esquema
literario” (p. 119)
Lo anterior se suma a la
certidumbre de otro problema: estar en el mundo implica reducirse al instante
que lleva a la muerte y deja una permanente constancia de haber sido. Por
tal razón, Frisch enfrenta, en primer lugar, un conflicto que tiene que ver con
que, una vez aceptada su condición de escritor, le es imposible sustraer su
vida personal de lo que escribe y, en segundo término, un vértigo que lo
obliga, en todo caso, a no desistir de esa escritura con miras a fijar el
instante que pasa, dejando constancia de lo que ha sido.
Se entiende por esto que Montauk constituya
un ejercicio de sincretismo en el que los límites entre autor y hombre se
difuminan. Justamente, esa indistinción es lo que podría llamarse la tragedia de
Frisch: vivir, en su caso, significa permanentemente devenir ficción y, sin
embargo, debe asumir esta fatalidad, puesto que vivir es, asimismo, fluir
incesante, apertura de más parcelas de experiencia que exigen su declaración
ante la inminencia de la muerte. No hay otro modo de interpretar esas palabras
cargadas de drama –“nunca he trazado mi autorretrato, solo me he traicionado a
mí mismo”- con que Frisch sentencia su condición.
Es así que en Montauk confluyen dos
corrientes: la del presente, que le permite a Frisch saberse vivo, y la del pasado,
sobre cuyas aguas se remonta para dar voz a aquello que aún se encuentra
silenciado en el recuerdo. Lo primero toma forma a través de la narración de
una aventura amorosa que Frisch mantiene con una mujer menor en el lugar de
Long Island que da título a la novela. Por su parte, el retorno a los pasajes
del pasado se organiza por medio de largos monólogos que el autor elabora sobre
episodios relacionados con la niñez, los viajes, la experiencia literaria y el
matrimonio.
El presente de Frisch
está caracterizado, en primer lugar, por la certeza de la muerte. Al cierre del
libro declara: “Va siendo hora ya, no solo de reflexionar sobre la muerte, sino
también de hablar acerca de ella”. Para la época en que se publicó Montauk, Frisch
había superado los sesenta años, de manera que no se trata de un tema
incidental, sino de una sincera preocupación que lo empieza a acompañar,
instándolo a trasladar la mirada de los otros que han muerto –sus hermanos, sus
hijos- hacia el fin que se aproxima para él mismo. Más allá de esto, sin
embargo, el presente tiene una connotación vital para Frisch: el romance con
Lynn es todavía un rescoldo de su pasión y no cabe duda de que se entrega a
ella con la delicadeza y sabiduría propias de la madurez.
Los pasajes vinculados
con el pasado, por su parte, resultan siempre inquietantes. Volver sobre lo
vivido permite reconocer toda la fuerza interior dispuesta en las acciones y el
papel no menos decisivo del azar. La vida de Frisch se traza aquí con sensibilidad; el hombre se torna personaje y heroicamente va
descorriendo, una por una, las cortinas: la admiración intelectual que templó su juventud, las tensiones entre su vocación literaria y la carrera
de arquitecto, los cambios interiores que vinieron después de vivir en tantos
lugares del mundo (Londres, Atenas, Roma, Berlín) y, por supuesto, el
descubrimiento y desencanto del amor.
Como Montauk es
una obra de madurez, frente a la experiencia vital que va trazándose en sus páginas,
paralelamente se hace evidente otra: la literaria. Frisch demuestra un dominio
admirable del lenguaje, tanto así que se permite constantes arbitrariedades en
el uso de las palabras, propone intertextos en varios idiomas –italiano,
inglés, francés- y, siguiendo la amplitud material de autores como Döblin o Dos
Passos, se vale de listas, itinerarios o balances para fortalecer su escritura.
Ciertamente, el poner en
marcha todos estos recursos no asegura que las experiencias abordadas puedan
considerarse terminadas. Antes bien, cada línea de Frisch, ateniéndonos a lo
expuesto, abre nuevas brechas entre los recuerdos, haciendo más profunda la
sensación de falta. En otras palabras, aunque Frisch reúna más fragmentos de su
vida aquí, la desfiguración permanece, puesto que hay espacios de la memoria
sobre los que no se ha vuelto y, además, el presente sigue abriendo nuevos campos de experiencia.
Quizá porque esto es
así, Montauk es
una obra que apela cada tanto a la erotema: la pregunta permite zanjar cuestiones
o declarar la derrota frente a la tarea de narrarse; pero, otras veces –las más
interesantes-, también sirve para trasladar el conflicto del autor a quien lo
lee: “¿Qué es lo que calla y por qué?”, “¿qué es lo que hacemos conjuntamente
mal?”, “¿de dónde saca usted estas conclusiones?”; son las voces que se
escuchan en demanda de nosotros y con las cuales Frisch hace universal el
problema de saber a ciencia cierta quiénes somos.
FRISH, M. (1978) Montauk. Madrid: Guadarrama.
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