Max Frisch - Montauk

by - julio 25, 2020


Al recibir la novela Mein Leben als Mann (1974), Max Frisch no puede evitar sobresaltarse; su título le recuerda una seria dificultad con la que viene tropezando: reconocer su experiencia como hombre dentro de sus libros. Efectivamente, Frisch encarna esa situación que él mismo calificó de desfiguración y que consiste en la imposibilidad de mantener aisladas su vida como hombre y la creación literaria. Así lo explica en Montauk (1975):

“Me horroriza solo un descubrimiento: me he silenciado a mí mismo mi propia vida. He alimentado con mis relatos a cualquier público lector, y en ellos me he desfigurado, lo sé, hasta devenir irreconocible. No convivo yo con la historia propia, solo con fragmentos de ella que me ha sido dado ofrecer al público dentro de un esquema literario” (p. 119)

Lo anterior se suma a la certidumbre de otro problema: estar en el mundo implica reducirse al instante que lleva a la muerte y deja una permanente constancia de haber sido. Por tal razón, Frisch enfrenta, en primer lugar, un conflicto que tiene que ver con que, una vez aceptada su condición de escritor, le es imposible sustraer su vida personal de lo que escribe y, en segundo término, un vértigo que lo obliga, en todo caso, a no desistir de esa escritura con miras a fijar el instante que pasa, dejando constancia de lo que ha sido.

Se entiende por esto que Montauk constituya un ejercicio de sincretismo en el que los límites entre autor y hombre se difuminan. Justamente, esa indistinción es lo que podría llamarse la tragedia de Frisch: vivir, en su caso, significa permanentemente devenir ficción y, sin embargo, debe asumir esta fatalidad, puesto que vivir es, asimismo, fluir incesante, apertura de más parcelas de experiencia que exigen su declaración ante la inminencia de la muerte. No hay otro modo de interpretar esas palabras cargadas de drama –“nunca he trazado mi autorretrato, solo me he traicionado a mí mismo”- con que Frisch sentencia su condición.

Es así que en Montauk confluyen dos corrientes: la del presente, que le permite a Frisch saberse vivo, y la del pasado, sobre cuyas aguas se remonta para dar voz a aquello que aún se encuentra silenciado en el recuerdo. Lo primero toma forma a través de la narración de una aventura amorosa que Frisch mantiene con una mujer menor en el lugar de Long Island que da título a la novela. Por su parte, el retorno a los pasajes del pasado se organiza por medio de largos monólogos que el autor elabora sobre episodios relacionados con la niñez, los viajes, la experiencia literaria y el matrimonio.

El presente de Frisch está caracterizado, en primer lugar, por la certeza de la muerte. Al cierre del libro declara: “Va siendo hora ya, no solo de reflexionar sobre la muerte, sino también de hablar acerca de ella”. Para la época en que se publicó Montauk, Frisch había superado los sesenta años, de manera que no se trata de un tema incidental, sino de una sincera preocupación que lo empieza a acompañar, instándolo a trasladar la mirada de los otros que han muerto –sus hermanos, sus hijos- hacia el fin que se aproxima para él mismo. Más allá de esto, sin embargo, el presente tiene una connotación vital para Frisch: el romance con Lynn es todavía un rescoldo de su pasión y no cabe duda de que se entrega a ella con la delicadeza y sabiduría propias de la madurez.

Los pasajes vinculados con el pasado, por su parte, resultan siempre inquietantes. Volver sobre lo vivido permite reconocer toda la fuerza interior dispuesta en las acciones y el papel no menos decisivo del azar. La vida de Frisch se traza aquí con sensibilidad; el hombre se torna personaje y heroicamente va descorriendo, una por una, las cortinas: la admiración intelectual que templó su juventud, las tensiones entre su vocación literaria y la carrera de arquitecto, los cambios interiores que vinieron después de vivir en tantos lugares del mundo (Londres, Atenas, Roma, Berlín) y, por supuesto, el descubrimiento y desencanto del amor.

Como Montauk es una obra de madurez, frente a la experiencia vital que va trazándose en sus páginas, paralelamente se hace evidente otra: la literaria. Frisch demuestra un dominio admirable del lenguaje, tanto así que se permite constantes arbitrariedades en el uso de las palabras, propone intertextos en varios idiomas –italiano, inglés, francés- y, siguiendo la amplitud material de autores como Döblin o Dos Passos, se vale de listas, itinerarios o balances para fortalecer su escritura.

Ciertamente, el poner en marcha todos estos recursos no asegura que las experiencias abordadas puedan considerarse terminadas. Antes bien, cada línea de Frisch, ateniéndonos a lo expuesto, abre nuevas brechas entre los recuerdos, haciendo más profunda la sensación de falta. En otras palabras, aunque Frisch reúna más fragmentos de su vida aquí, la desfiguración permanece, puesto que hay espacios de la memoria sobre los que no se ha vuelto y, además, el presente sigue abriendo nuevos campos de experiencia.

Quizá porque esto es así, Montauk es una obra que apela cada tanto a la erotema: la pregunta permite zanjar cuestiones o declarar la derrota frente a la tarea de narrarse; pero, otras veces –las más interesantes-, también sirve para trasladar el conflicto del autor a quien lo lee: “¿Qué es lo que calla y por qué?”, “¿qué es lo que hacemos conjuntamente mal?”, “¿de dónde saca usted estas conclusiones?”; son las voces que se escuchan en demanda de nosotros y con las cuales Frisch hace universal el problema de saber a ciencia cierta quiénes somos.

FRISH, M. (1978) Montauk. Madrid: Guadarrama.
BOWEN, C. (2019) Autumn Colours, Long Island.

You May Also Like

0 comentarios