Virgilio - Eneida

by - agosto 03, 2020


Los intérpretes han señalado que en la época de Virgilio era evidente ya la imposibilidad de concebir el mundo, a la manera de los griegos, como comunión entre dioses, héroes y hombres. De algún modo, la unión que encontraron estos elementos dentro de la epopeya homérica, sufre una disociación en Roma que conlleva a que el arte se despoje del carácter sagrado e, inversamente, la religión lo haga de su fundamentación artística.

A pesar de ello –o, quizá, precisamente por esto-, Virgilio hace clara en la Eneida (19 a.n.e.) la aspiración de recuperar ese espacio de convergencia entre lo humano y lo divino e, incluso, prolonga la línea de los dioses hasta la figura misma de Augusto, a instancias del cual escribió su obra y quien, además, la salvó de las llamas, a pesar de la voluntad expresada por el poeta de quemarla.

La pretensión revitalizadora de Virgilio se observa, de entrada, en la disposición formal de la Eneida. La concepción más común de la obra suele establecer una división en dos grandes bloques: el primero, constituido por los primeros seis cantos, correspondería a los pasajes odisiacos; mientras que el segundo, conformado por los cantos restantes, equivaldría a los iliadicos; denominaciones que responden a semejanzas innegables con los poemas de Homero.

En la primera parte de la Eneida, tras la caída de Troya, Eneas parte hacia Lavinio (Italia), ciudad que, según los oráculos, ha sido destinada por los dioses para convertirse en la nueva Ilión. Amparados por Venus, pero acechados continuamente por Juno, Eneas y los suyos emprenden una aventura con numerosas resonancias de la Odisea: naufragios, luchas contra bestias marinas, ataques de cíclopes, un descenso al inframundo y hasta un amor trágico, en este caso, asociado con la reina Dido.

Una vez concluido ese largo itinerario, la segunda parte de la Eneida toma como punto de referencia la Iliada, pues Virgilio desplaza el tono de su relato de la aventura a la acción bélica: el ejército de Eneas enfrenta la animadversión del príncipe Turno, nada dispuesto a entregar a su prometida Lavinia ni su soberanía sobre el territorio. Virgilio dedica entonces seis cantos a la consideración de las intenciones de sus héroes, los destinos que cumplen, la forja de sus armas, las intervenciones de los dioses, las alianzas entre ejércitos, los rituales de la batalla y, por supuesto, el cierre de la guerra, que traerá como consecuencia la constitución de la futura Roma.

Dentro de este encuadre general, la obra de Virgilio no sería más que el equivalente romano de la epopeya griega. Sin embargo, es claro que la Eneida traza también muchos terrenos propios. El solo hecho de tratarse de una obra concebida, no desde la oralidad, sino a partir del ejercicio de la escritura, le confiere ciertas connotaciones particulares a su lenguaje. Al menos once años dedicó Virgilio a redactar el poema y a viajar por Italia y Grecia buscando recopilar las impresiones necesarias para ello, de suerte que el resultado se traduce en menos fórmulas mnemotécnicas como las de Homero, y más profundidad descriptiva y reflexiva. Para comprobar esto basta con revisar alguno de los tantos símiles que se ofrecen en el poema, los cuales pueden superar perfectamente los quince versos.

De otra parte, para Virgilio es primordial fijar el heroísmo de sus personajes como concreción: “Extender la fama con las obras, esa sí es una empresa de valía” (X, v. 468), dice uno de ellos. Esto significa que en los héroes virgilianos hay una preocupación particular que consiste en cristalizar su heroísmo en materia, no solamente en fama. Las hazañas de Odiseo, por ejemplo, hablan en su honor, pero nunca están orientadas a fijarse en un lugar puntual: Ítaca amenaza con caer en manos de otros, pero nunca con desaparecer. Las gestas de Eneas, en cambio, exigen un nuevo espacio de concreción: dejar la ciudad destruida es iniciar una búsqueda incierta, pero necesaria, puesto que los símbolos de la antigua Troya deben levantarse otra vez; el desplazamiento geográfico no puede significar nunca la desaparición de los troyanos como cultura, i. e., como obra.

Mención aparte debe recibir el modo como Virgilio establece el origen divino de Augusto. Esto ocurre durante la catábasis descrita en el Canto VI: el padre de Eneas, a la sazón muerto, le explica al héroe cómo en los Campos Elíseos un grupo particular de almas permanecen purificándose durante miles de años, después de lo cual, retornan a cuerpos que habitan en la tierra. Se trata de un estado de contemplación que les permite alcanzar la pureza y, por ende, garantizar con su reencarnación la consagración de cualquier estirpe. Eneas puede ver allí todo el linaje de Dárdano, esto es, la línea de los hombres más eximios entre los romanos: Silvio, rey de Alba Longa; Rómulo, hijo de Marte; César y Augusto, entre otros.

Como se ve, hay ciertos enfoques particulares bajo los cuales trabaja Virgilio. Por demás, muchas escenas de la Eneida son francamente emblemáticas, no solo de la literatura, sino de la civilización occidental: la trágica muerte de Príamo, la demencia y suicidio de Dido, la caída del joven Palante –en su primera batalla-, y hasta la oscura entrada en el inframundo de Eneas junto a la Sibila de Cumas: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram perque domos Ditis uacuas et inania regna” –“iban oscuros por las sombras bajo la noche solitaria y por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes” (VI, v. 268).

La Eneida no es una simple prolongación de la epopeya clásica, sino uno de sus más altos arquetipos. Su influencia es innegable en otras obras de la talla de La divina comedia, pero, también, en muchas otras manifestaciones de sesgo más inconsciente. La historia ha venido comprobando aquello que ya advirtiera el casi contemporáneo de Virgilio, Estacio: “Vive, precor, nec tu divinam Aeneida tempta, sed longe sequere et vestigia semper adora”.

VIRGILIO (1992) Eneida. Madrid: Gredos.
POUSSIN, N. (1639) Venus Presenting Arms to Aeneas.

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