Virgilio - Eneida
Los intérpretes han
señalado que en la época de Virgilio era evidente ya la imposibilidad de
concebir el mundo, a la manera de los griegos, como comunión entre dioses,
héroes y hombres. De algún modo, la unión que encontraron estos elementos
dentro de la epopeya homérica, sufre una disociación en Roma que conlleva a que
el arte se despoje del carácter sagrado e, inversamente, la religión lo haga de
su fundamentación artística.
A pesar de ello –o,
quizá, precisamente por esto-, Virgilio hace clara en la Eneida (19
a.n.e.) la aspiración de recuperar ese espacio de convergencia entre lo humano
y lo divino e, incluso, prolonga la línea de los dioses hasta la figura misma
de Augusto, a instancias del cual escribió su obra y quien, además, la salvó de
las llamas, a pesar de la voluntad expresada por el poeta de quemarla.
La pretensión
revitalizadora de Virgilio se observa, de entrada, en la disposición formal de
la Eneida. La concepción más común de la obra suele establecer una
división en dos grandes bloques: el primero, constituido por los primeros seis
cantos, correspondería a los pasajes odisiacos; mientras que el
segundo, conformado por los cantos restantes, equivaldría a los iliadicos;
denominaciones que responden a semejanzas innegables con los poemas de Homero.
En la primera parte de
la Eneida, tras la caída de Troya, Eneas parte hacia
Lavinio (Italia), ciudad que, según los oráculos, ha sido destinada por los
dioses para convertirse en la nueva Ilión. Amparados por Venus, pero acechados
continuamente por Juno, Eneas y los suyos emprenden una aventura con numerosas
resonancias de la Odisea: naufragios, luchas contra bestias
marinas, ataques de cíclopes, un descenso al inframundo y hasta un amor
trágico, en este caso, asociado con la reina Dido.
Una vez concluido ese
largo itinerario, la segunda parte de la Eneida toma como
punto de referencia la Iliada, pues Virgilio desplaza el tono de su
relato de la aventura a la acción bélica: el ejército de Eneas enfrenta la
animadversión del príncipe Turno, nada dispuesto a entregar a su prometida
Lavinia ni su soberanía sobre el territorio. Virgilio dedica entonces seis
cantos a la consideración de las intenciones de sus héroes, los destinos que
cumplen, la forja de sus armas, las intervenciones de los dioses, las alianzas
entre ejércitos, los rituales de la batalla y, por supuesto, el cierre de la
guerra, que traerá como consecuencia la constitución de la futura Roma.
Dentro de este encuadre
general, la obra de Virgilio no sería más que el equivalente romano de la
epopeya griega. Sin embargo, es claro que la Eneida traza
también muchos terrenos propios. El solo hecho de tratarse de una obra
concebida, no desde la oralidad, sino a partir del ejercicio de la escritura,
le confiere ciertas connotaciones particulares a su lenguaje. Al menos once
años dedicó Virgilio a redactar el poema y a viajar por Italia y Grecia
buscando recopilar las impresiones necesarias para ello, de suerte que el
resultado se traduce en menos fórmulas mnemotécnicas como las de Homero, y más
profundidad descriptiva y reflexiva. Para comprobar esto basta con revisar
alguno de los tantos símiles que se ofrecen en el poema, los cuales pueden
superar perfectamente los quince versos.
De otra parte, para
Virgilio es primordial fijar el heroísmo de sus personajes como concreción:
“Extender la fama con las obras, esa sí es una empresa de valía” (X, v. 468),
dice uno de ellos. Esto significa que en los héroes virgilianos hay una
preocupación particular que consiste en cristalizar su heroísmo en materia,
no solamente en fama. Las hazañas de Odiseo, por ejemplo, hablan en
su honor, pero nunca están orientadas a fijarse en un lugar puntual: Ítaca
amenaza con caer en manos de otros, pero nunca con desaparecer. Las gestas de
Eneas, en cambio, exigen un nuevo espacio de concreción: dejar la ciudad
destruida es iniciar una búsqueda incierta, pero necesaria, puesto que los
símbolos de la antigua Troya deben levantarse otra vez; el desplazamiento
geográfico no puede significar nunca la desaparición de los troyanos como
cultura, i. e., como obra.
Mención aparte debe
recibir el modo como Virgilio establece el origen divino de Augusto. Esto
ocurre durante la catábasis descrita en el Canto VI: el padre de Eneas, a la
sazón muerto, le explica al héroe cómo en los Campos Elíseos un grupo
particular de almas permanecen purificándose durante miles de años, después de
lo cual, retornan a cuerpos que habitan en la tierra. Se trata de un estado de
contemplación que les permite alcanzar la pureza y, por ende, garantizar con su
reencarnación la consagración de cualquier estirpe. Eneas puede ver allí todo
el linaje de Dárdano, esto es, la línea de los hombres más eximios entre los romanos:
Silvio, rey de Alba Longa; Rómulo, hijo de Marte; César y Augusto, entre otros.
Como se ve, hay ciertos
enfoques particulares bajo los cuales trabaja Virgilio. Por demás, muchas
escenas de la Eneida son francamente emblemáticas, no solo de
la literatura, sino de la civilización occidental: la trágica muerte de Príamo,
la demencia y suicidio de Dido, la caída del joven Palante –en su primera
batalla-, y hasta la oscura entrada en el inframundo de Eneas junto a la Sibila
de Cumas: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram perque domos Ditis uacuas et
inania regna” –“iban oscuros por las sombras bajo la noche solitaria y
por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes” (VI, v. 268).
La Eneida no
es una simple prolongación de la epopeya clásica, sino uno de sus más altos
arquetipos. Su influencia es innegable en otras obras de la talla de La divina comedia, pero, también, en muchas otras manifestaciones de sesgo más
inconsciente. La historia ha venido comprobando aquello que ya advirtiera el
casi contemporáneo de Virgilio, Estacio: “Vive, precor, nec tu divinam Aeneida
tempta, sed longe sequere et vestigia semper adora”.
VIRGILIO (1992) Eneida. Madrid:
Gredos.
0 comentarios