Jakob Wassermann - El Hombrecillo de los Gansos
Contrario a lo que
podría suponerse por su fecha de publicación y la orientación que tienen otras
obras de Jakob Wassermann, El hombrecillo de los gansos (1915)
es una novela que prescinde enteramente tanto de las referencias bélicas como
de la consideración del discurso antisemita.
Con
seguridad, esos asuntos empezaban entonces a prefigurarse en el autor, pero, en
todo caso, la inquietud que anima a Wassermann en esta obra posee un sesgo
diferente. Puntualmente se trata de examinar las tensiones que se generan entre
aquello que cabría denominar el temperamento
artístico y la realidad material dentro de la cual se desenvuelve un
artista.
Dicha situación se nos presenta en la novela a través de un personaje, Daniel
Nothafft, cuya vida conocemos desde temprano y acompañamos hasta la madurez,
reconociendo en ella las búsquedas particulares que encarna como músico –la
expresión, las equivalencias, las tesituras, etcétera- y los elementos
cotidianos entre los que deambula: los empleos, el sueldo, el hogar.
Es claro que la realidad no artística pocas veces actúa en Nothafft como
estímulo; antes bien, hay una identificación de esa realidad con la sociedad burguesa, lo que lo lleva a asimilar sus reductos (i.
e., el trabajo, el dinero, la familia) como contradictorios de su voluntad
artística. Por esta razón, en el personaje se manifiesta un conflicto de dos
aristas: por un lado, la imposibilidad de concebir el mundo en términos
prácticos –diríase mejor, burgueses- y, por otro, la amplificación de una
mirada estética que nubla y sublima lo existente.
Debido a que Wassermann
plantea su relato ab initio, nos es posible atestiguar la génesis,
el desarrollo y la resolución de ese conflicto. El origen parece esclarecerse
en la inclinación natural que siente Nothafft hacia la música; la evolución, en
cambio, es harto más complicada, porque a lo largo de su vida el personaje se
enfrenta a la sociedad burguesa sin poseer la suficiente claridad respecto de
su propio arte, hecho que lo conduce inevitablemente al padecimiento.
Un primer rasgo de la
tensión que vive Nothafft es la incapacidad para reconocer como suyo el mundo
que se le presenta. Esto significa que no puede convertirlo en imagen,
bien sea porque corresponde a la futilidad de lo cotidiano, o bien, porque la
naturaleza de lo que pretende representar está por fuera de sus posibilidades
expresivas. Dicho de otra manera, el presente constituye para Nothafft solo una
sombra, lo que toma en sus manos “siempre está seco”: pasa sin ser captado o se
adorna apenas con el ropaje de una imaginación que sueña con la voz que pueda
expresarlo.
Esta es una situación
profundamente penosa, porque la pretensión del artista es justamente la de dar
cuerpo a lo que siente. A lo largo de la novela, el personaje de Wassermann se
irá aproximando a esa sensibilidad que da forma a lo vivido, descubriéndola en
sí mismo, y, en su defensa, se enfrentará a la visión burguesa del arte como
mercancía. “Ya no florece nada, todo se fabrica”, afirma Nothafft, persuadido
de que la técnica mecanizada y replicante ha echado al traste la experiencia
interior bajo la cual se moviliza el artista: “¿Habrá todavía alguien capaz de
sacar nada de su naturaleza íntima?”.
Hay, además, otra vía
desde la cual se expresa el conflicto de Nothafft: su autorrepresentación lo
convence de la necesidad de sobrepasar a los otros hombres. La materia de la
que están hechos los artistas es singular, no es semejante a la de los otros;
de manera que su condición les exige abandonar la tentativa de hallar un
interlocutor, alguien capaz de comprenderlos y rodearlos. Esta indicación
explica la soledad de Nothafft, pero también –y especialmente- el vivir esta
fórmula: “no tienes derecho a ser un burgués”, porque con ella se confirma su
valor como artista, como escogido para ver y expresar lo que nadie más puede.
Esta concepción del
artista como elegido se agudiza en la parte final de la novela, donde adviene como visión redentora. Si es verdad que el artista debe
desechar la seguridad de saberse entendido, incluso, escuchado, no es menos cierto
que la dignidad de su posición alternativamente lo insta a no entregar a los hombres
lo ordinario. Nothafft sostiene que es posible la redención en el arte. La
música –no ya la poesía, “nuestros oídos están cansados de palabras”- es “una
salvación ante el abismo al que se precipita la humanidad”. Ese abismo, lo
barrunta Wassermann asociado a la cosificación a la que conduce al hombre la
sociedad burguesa: en ella, toda experiencia, toda sensibilidad deviene dato o valor.
Para que Daniel Nothafft
saque en limpio todas estas conclusiones es necesario que algo lo precipite.
Cada idea suya ha nacido en un momento particular de su vida: cuando marchó de
la casa materna, en las largas jornadas de pobreza, en medio de sus matrimonios
infelices, mientras eran rechazadas sus obras o durante su continua errancia
por Alemania. Siempre atrincherado en sí mismo, defendiéndose de las
demandas exteriores, cosechó el más férreo individualismo. Pero, la raíz del
conflicto, su agnición, solo es comprendida por Nothafft cuando las
obras creadas a lo largo de su vida se pierdan en el fuego.
Quedar sin los papeles
que atestiguan cada paso dado, sus indagaciones como artista, lleva al
personaje a comprender que aquella escisión de la realidad bajo la cual tomó
forma su obra es contraria a la esencia misma del arte: “Decir vida, es lo
mismo que decir experiencia”. Agazaparse en el rechazo de lo que contradice el arte implica negarse a vivir la realidad misma de la que este nace;
habitar esa contradicción, soportarla y sublimarla, en cambio, es la mayor
declaración artística. En ese sentido, el último capítulo de la novela
–Pero, a solas, ¿quién hay?-, concluye que ninguna obra surge al margen, porque ella es precisamente el vínculo que comunica al hombre con todo lo demás, con cada cosa que nace cuando se mira fijamente hacia el paisaje.
WASSERMANN, J.
(1945) El hombrecillo de los gansos. Buenos Aires: Santiago Rueda.
0 comentarios