Abate Prévost - Manon Lescault
Prévost advierte en el
prólogo de Manon
Lescault (1731) que los lectores de su novela encontrarán en ella un
“espantoso ejemplo de la fuerza de las pasiones” y, en consecuencia, podrán
servirse de lo allí expuesto como si fuese “un tratado de moral
presentado en forma de agradables lecciones vividas”. Todos los hombres
estimamos las virtudes –advierte el autor- e, incluso, nos sentimos inclinados
a ellas por naturaleza, pero, al momento de obrar, muchas veces tambalean esos
principios y terminamos abocados al error, de suerte que sea muy útil
aprovechar la experiencia de otros para formular las reglas de nuestra propia
conducta.
Esta sabia observación,
con todo, resultó insuficiente para tranquilizar los ánimos de quienes
sentenciaron dos veces su obra a la hoguera. Por un lado, la propia biografía
de Prévost hacía sospechoso aquel interés pedagógico: sus contemporáneos
conocían bien, no solo los largos años que el abate había entregado a la
religión, sino también sus cuestionables lances amorosos. Además, el tono
sostenido a lo largo de Manon Lescault hacía
pensar a los censores que Prévost olvidaba con alta frecuencia el tono de
reprobación que debería caracterizar una obra de este género, solazándose, por
el contrario, en pasajes casi apologéticos del placer y la pasión.
Determinar quién tenía
razón en todo aquello reviste todavía hoy serias dificultades, pero, más allá
de que estemos ante una diatriba o un encomio, lo cierto es que Prévost no nos
engaña al afirmar que en su obra asistimos al triunfo de las pasiones sobre un
hombre. Efectivamente, una vez Des Grieux, protagonista de la novela, conozca a
la encantadora Manon Lescault, empezará para él un progresivo desprendimiento
de todo lo que hasta entonces ha constituido su seguridad frente a las pasiones:
la familia, la amistad, la religión; y, asimismo, un rechazo violento a toda
instancia que trate de mostrarle, aun en los momentos en que experimente las
mayores vicisitudes, la invalidez de su comportamiento.
Prévost construye en Manon Lescault una romanza alla italiana,
permitiéndonos ver el claroscuro de la pasión: de una parte, la valentía, la
fruición, la exaltación de los sentimientos; por otra, la frivolidad, el vicio
y los costos de la vida sibarita. Que un hombre pueda entregarse por completo a
quien ama constituye una forma de heroísmo; seguramente, en este aspecto
Prévost anticipa incluso a los románticos. Pero, que ese mismo sentimiento que
enaltece llegue a atormentar, indudablemente convierte al hombre en un ser subyugado,
y esa es una impresión que se vislumbra todo el tiempo en la historia de Des
Grieux.
Que la pasión subyuga al
personaje de Prévost se comprueba en la doble destrucción de la razón que Des
Grieux encarna: el amor obsesivo que lo hunde en el libertinaje, la mentira, el
delito, la traición, etcétera, destroza, no solo la razón en tanto virtud
moral, sino, además, la posibilidad de la razón como cordura. Lo primero
implica la renuncia a toda la formación que obtuvo por vía religiosa y que
hasta la época en que conoce a Manon le sirvió de base para ponderar lo bueno y
lo malo. Una vez el pulso de su amor es más fuerte que la fe, sus palabras
adquieren el tenor de la increencia:
“Si verdad es que la
ayuda de lo alto tiene en todo momento una fuerza idéntica a la de las
pasiones, que vengan a explicarme por qué funesto maleficio se ve uno
arrastrado de pronto lejos de lo que constituye la fuente de su deber más
sagrado, sin ser capaz de ofrecer la menor resistencia ni sentir el más pequeño
remordimiento” (p. 49)
De modo complementario,
la razón tampoco opera en Des Grieux como fundamento de la sensatez. El
hedonismo que lo domina a lo largo de la novela y en defensa del cual levanta
las lanzas cada vez más alto, también lo conduce a una inversión del pensamiento
que le permite colegir, por ejemplo, que todo sufrimiento causado por una
pasión es válido debido al placer que esta produjo o producirá
después.
Des Grieux sostiene al respecto que, así como los místicos alcanzan
por medio de la flagelación una virtud que representa la felicidad para ellos,
el dolor y el sacrificio que un hombre común padece para alcanzar el placer que
brinda una pasión, se halla plenamente justificado. La única diferencia radica
en que, en el primer caso, el hombre actúa condicionado por la fe, mientras
que, en el segundo, el punto de partida se encuentra en el placer mismo.
Como puede observarse,
el caballero Des Grieux es el arquetipo de aquello que en su época Séneca
consideró la ceguera de la razón. Si una pasión no puede domeñarse una vez
instalada en nuestro interior, se entiende que el personaje de Prévost no
considere nunca su situación como un yerro y embote hasta tal punto su
reflexión que, de todo ejercicio pretendidamente racional, solo resulte una
postura más obcecada. Solo existió un momento en el que pudo Des
Grieux evitarlo todo, aquel en el que, por primera vez, sopesó las dos
direcciones que se asomaban a su vida: la ocupación religiosa o el romance con
una mujer desconocida.
Es lástima que la mayor
parte de las ediciones actuales de la novela eliminen la primera parte de su
nombre original, L’Histoire du
chevalier des Grieux et de Manon Lescaut. Llamarla simplemente Manon Lescault es
centrarse en el motivo que da lugar al conflicto de Des Grieux, no en el
conflicto en sí mismo. Es verdad que en la protagonista también se evidencia
una problemática, a saber: descubrir los hombres que sostengan la vida de lujos
que funda su medida del placer; sin embargo, es claro que para Prévost, como
antes para su compatriota Racine, tiene más importancia otro asunto: la
situación de aquellos hombres en quienes las pasiones anulan el esfuerzo de la
razón.
PRÉVOST, A. (1974) Manon Lescault.
Barcelona: Bruguera.
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